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27 de julio de 2017

El Verdadero Final del "Novillo Paiva" - Primera Entrega (Intro)


José Roberto Duque
Comunicador, gente en formación

Dedicatoria

Dedico esta versión digital de mi novela a la memoria de Alfredo Novillo Negro Paiva, Roberto Riveiro, Miguel Thoddé y Rafito Cedeño. Todos ellos, fallecidos después de la publicación de la versión impresa, son personajes de esta novela, forman parte de mis recuerdos de juventud y también de la historia sentimental de este país.


Intro


Durante los últimos años he sido cronista de sucesos de varios diarios de la capital. A mis manos suelen llegar denuncias e historias que reflejan la crueldad y también la profundidad humana de los héroes, antihéroes, matones a sueldo y ciudadanos desvalidos que pueblan esta especie de hormiguero en ebullición. Lo cual –quiero decirlo sin amargura ni poses moralistas– me ha dotado de cierto escudo contra las rabias que puede suscitar el prójimo a causa de los extremos limítrofes con la barbarie. Por una parte, víctimas de vejámenes y torturas; padres, hijos y hermanos de personas muertas o desaparecidas. Del otro lado, asesinos de uniforme o de civil, pederastas, médicos tan ineptos a la hora de una delicada intervención quirúrgica como intocables debido a sus contactos en el mundo político; funcionarios corruptos, estafadores varios. Vaya si los conozco. A todos puedo mirarlos a la cara sin asco. A todos los he recibido incluso con cordialidad, y con todos tengo la obligación de hablar. No hay nada postizo ni heroico en ello: para eso me pagan.

Pero siempre la vida nos tiene reservado un sobresalto, y el mío se presentó en mi oficina en el pellejo de este caballero, Gerardo Leiva. En un primer momento no se identificó: "No es importante quién soy sino a qué vengo", dijo, en un tono muy adecuado para un actor de películas de vaqueros. Aparentaba sus cincuenta y tantos, tal vez 60 años. Más tarde me enteré de que apenas llegaba a 45. Parecía, a primera vista, un indigente; a segunda y tercera vista ya no lo parecía: lo era. Hablaba con el idioma inconfundible de los que han pasado mucho tiempo en la mayor fábrica de metalenguajes, que es la cárcel. Impactaba hasta la compasión su carencia física –sobre la cual no quiero adelantar detalles– y olía como huelen los seres humanos y animales que han estado mucho tiempo a la intemperie. Dadas las características de mi trabajo, su estado no podía moverme sino a la ya acostumbrada pregunta: "Cuénteme, maestro, qué le hicieron esas ratas". El hombre me miró por dos segundos con una extrañeza llena de carcajadas ocultas, y después me dijo: "No, licenciado, la rata soy yo".

Acto seguido, sacó de una bolsa plástica un montón de papeles, los más sucios y arrugados que yo haya visto jamás fuera de la papelera de un baño público, y los colocó frente a mí en mi escritorio. Por el gesto que hizo después, por ese suspiro y esa exhalación que salpicó de saliva la mesa y los papeles, parecía que acababa de liberarse de una carga de siglos, o de cerrar una puerta muy pesada tras de sí. "A ver qué puede hacer con esa mierda", me dijo.

Me explicó que había leído por casualidad mi reportaje sobre el boxeo venezolano de los años 80, en la revista dominical del primero de marzo de 1998. Como todo un conocedor de la materia, me hizo observaciones, me señaló una fecha que no correspondía a la verdad histórica, y por último me indicó una falta mortal, merecedora de su reproche: "Usted no escribió ni una sola palabra sobre Santiago Leiva, El Trueno del Litoral". Era verdad. En medio del abigarrado recuento de estrellas, ídolos y mediocridades, olvidé dedicarle un elemental vistazo a ese peleador, de quien guardaba muchos recuerdos trágicos debido a cierto escándalo publicado en la prensa hacía muchos años, pero no los datos precisos sobre su carrera. Roberto Riveiro habría de proporcionarme más tarde el impresionante récord del pegador. Después de ello, ciertamente, lamenté no haberlo nombrado siquiera en el reportaje.

Tras mencionar y argumentar las razones del reproche, aquel visitante tuvo al fin la fineza de informarme que él era Gerardo, el hermano mayor de Santiago Leiva –he aquí el comienzo de mi largo sobresalto–, y que ese Frankenstein de papeles de todos los tamaños, llenado alternativamente con lápiz de grafito y de tinta, era, ni más ni menos, una carta. Una carta en la cual explicaba al rompe, sin cortapisas, qué demonios había ocurrido en realidad con Santiago Leiva, mientras los periódicos y policías lo hundían públicamente con sus propias y equivocadas conjeturas. Leiva me dio unas indicaciones. "Haga algo por mí, licenciado: lea eso y publíquelo. Si no puede o no le interesa hacerlo, lléveselo a mi hermano Carlos en esta dirección. Total, yo creo que él es el único a quien le puede interesar". Me dio la espalda, dejándome con la mano alzada en señal de despedida, y se marchó.

***
Devoré aquel sorprendente escrito en una sola sentada, desde la noche hasta el amanecer, como si se tratara de un manjar, a pesar de ciertos obstáculos a ratos insoportables como la caligrafía tortuosa, la retorcida construcción del lenguaje, la insistencia enfermiza en dos o tres ideas irrelevantes. También contribuían con el caos las manchas de grasa, los papeles rotos o mutilados, algún escupitajo que borraba las letras. Y, detrás de esa escenografía de espanto, una larga y brutal confesión, un testimonio furioso, cínico y apasionado, y algunas revelaciones sensacionales. Es lógico que debía haber exageraciones y deformaciones por kilos en aquellas 655 hojas sueltas, pero aparte del valor intrínseco del testimonio encontré allí disperso un valor extra: las huellas de una memoria superior. Salvo algunos datos y fechas que me propuse investigar para hacer una versión lo más fiel posible a la voz original y también a la verdad, la mayoría de los pormenores narrados en la carta son perfectamente verificables por medio de una simple revisión hemerográfica. Hay imprecisiones, sí, y algunas de ellas imposibles de enmendar, algo comprensible si se toma en cuenta que el autor no hizo su trabajo en la comodidad de un estudio o en un archivo, sino en la cárcel, y la última parte tal vez en mitad de la calle.

A pesar del aspecto de lodazal del manuscrito, era un auténtico diamante en bruto. Lo releí e hice un trabajo de reconstrucción que me llevó varios meses. Estaba lleno de saltos en el tiempo y de referencias sólo comprensibles para los conocedores del boxeo venezolano. Casi era un documento para especialistas, así que trabajé sobre él tratando de conservar su criterio de amarga demolición, pero colocando en su sitio elementos de orientación para consumo de los no iniciados. Después de redactar lógicamente las ideas y las anécdotas centrales, lo organicé en forma lineal, capítulo por capítulo. En resumen, la intención fue lograr que aquel texto salvaje pudiera soportar una más o menos cómoda lectura, pero siempre tratando de conservar el espíritu y los rasgos vitales –la personalidad, dirían algunos– del autor.

No me avergüenza confesar que pensé usar aquello como material periodístico destinado a dar un tubazo, una primicia que copara la atención de mucha gente; allí estaba, narrado por su testigo y actor principal, un relato que habría de derribar algunas verdades consideradas inconmovibles por mucho tiempo. Pero al culminar mi labor de arqueólogo, traductor e intérprete de aquellos gruñidos caligráficos, comenzaron mis decepciones.

En primer lugar, tras mucho cortar y depurar, el material reescrito sobrepasó las 200 cuartillas, lo cual lo hacía impublicable en la prensa. Luego vinieron los duros descubrimientos: nadie recordaba quién era Santiago Leiva, a nadie le importaba averiguar cuál había sido su trayectoria y, para englobarlo todo en una sola explicación, ni el boxeo ni sus protagonistas le interesaban ya a los habitantes de un mundo más pendiente de la tecnología que de los héroes. En el diario El Nacional los editores quisieron saber qué clase de primicia era esa: "Tienes una noticia sobre un marginal, un deportista anónimo, contada con veinte años de retraso. A ver, ¿qué público, qué segmento de la sociedad lee este diario, y qué se supone que entiendes tú por hecho noticioso?". Mi explicación no los convenció, ni les interesó. Me dijeron que, si acaso, ese material era bueno para escribir una novela, una ficción, pero nunca para presentarlo como noticia. Luego, en la revista, admitieron que, aunque la anécdota prometía, incluirla allí no era pertinente porque podía romper con el tono general y con el punto de vista de la publicación.

Una vez cerradas esas puertas, yo mismo comencé a encontrarle defectos al texto reelaborado, a sentir cierta rabia contra esos papeles, contra los Leiva y contra mi manía de encontrarle valor a cualquier bodrio desechable. Entonces me acordé del destinatario original de la carta: Carlos Leiva, el hermano del autor, y decidí ir a llevárselo para despojarme de responsabilidades.

***
Hay lugares donde, si uno quiere evitar abordajes incómodos e indeseables, sólo debe entrar si va acompañado por una mujer. Uno de esos lugares es una conocida peluquería ubicada en Sabana Grande, donde trabajaba Carlos Leiva. María Eugenia me sirvió de ángel protector, y también de intermediaria. Fue ella quien preguntó por el susodicho. Tras un relevo de voces que aullaban el muy puteril nombre de Gipsy, apareció una morena alta, con el pelo pintado de un color ceniza pálido y unas uñas que harían morir de envidia al águila harpía del Parque del Este. Miró de lejos, tan desconfiado como desconfiada, pero al ver que éramos dos seres indefensos se acercó, dijo que lo de Gipsy era nada más para los clientes y amigos íntimos y preguntó para qué podía sernos útil.

Bastó que escuchara el nombre de su hermano Gerardo para que volviera a su actitud de culebra acorralada y comenzara a decirle a todo que no, que no, que no le interesaba, que gracias por venir, que no se lo contaran, que prefería no escuchar. Le mostré el montón de papeles de Gerardo y casi se parte en vómitos. Le mostré los papeles limpios escritos por mí y dijo que lo mismo le daba. Entonces acudí al recuerdo de Santiago. Breve titubeo que le alteró el rubor, y después nueva andanada de negativas. No a todo, nada quería saber del pasado.

Salí del lugar con aquella vida ajena entre las manos y con una incomodidad creciente en el estómago. Que yo supiera, no había ningún Leiva entre mis seres queridos. Aquello me pasaba por curioso y por estúpido.

Se lo comenté al maestro Luis Agüero, un veterano periodista cubano y compañero de labores que padece de lo mismo que yo, a veces: una tendencia a darle especial importancia a los seres más intrascendentes. Le hice saber mi intención de destruir ambos manuscritos. Casi se me arroja encima para estrangularme, "Vaya, le roncan los motores a esa locura tuya", me dijo. Como se veía tan enamorado de aquel cadáver de papel se lo regalé, con el pretexto de que estaba dejándoselo en custodia mientras le inventaba un destino. En realidad era una forma de deshacerme de él, hasta que se extraviara en algún rincón de su casa o le diera cualquier utilidad.

Un día me anunciaron que Gerardo Leiva se encontraba en la recepción del periódico y quería hablarme. Le pregunté a Luis Agüero si tenía allí los papeles, y me dijo que sí. Le pedí que saliera a llevárselos a su dueño, y que mintiera sobre mi paradero: "Si pregunta por mí, yo me encuentro en Alaska disfrutando de las playas, y no regreso sino dentro de seis meses". Esto fue en noviembre de 1998.

El 16 de febrero de 1999 me llegó la noticia, en forma de reseña periodística mínima. Un ciudadano de nombre Gerardo Leiva había muerto por politraumatismos al ser embestido por un auto fantasma, en la autopista Francisco Fajardo. Las facciones del cadáver que llevaron a la morgue no dejaban lugar a dudas: era él, el indigente, el hermano de Santiago. Se lo conté a Luis Agüero. El se quedó un momento con la boca abierta, luego fue a su escritorio y sacó el viejo bulto de papeles, y mi reescritura del mismo: "Encárgate de tu huérfano ahora", me dijo. El maestro, sabio y previsivo, no se lo había entregado a Gerardo aquella vez, como le pedí. Sólo le contó lo del viaje a Alaska y lo animó para que volviera luego.

A esa rebelión secreta del amigo le debe el testimonio de Gerardo Leiva su sobrevivencia. Está firmado por mí, por varias razones. Una de ellas es que sólo yo sufrí la lectura del original, incluso más que su autor, quien creyó, con legítimo orgullo pero sin razón, haber escrito un documento de fácil lectura y digestión para el público. No nos engañemos con su pretendida carga confidencial. De haber querido escribir sólo una carta familiar, en lugar de llevársela a un periodista hubiera encontrado la forma de hacérsela llegar por cualquier medio a su hermano. En cuanto a Carlos Gipsy Leiva, ningún derecho sobre estas líneas puede reclamar quien, en lugar de atender a su pasado y a su sangre, sólo se preocupa por los tintes, las ropas de fiesta, el delineador y los tacones altos.

¿Soy un ladrón? ¿Es este texto que presento a continuación el producto final de un vil despojo? Gran alivio. Sé que no he robado a un indefenso sino a alguien que fue, además de ladrón –con lo cual me iguala– algo más, algo que nadie en los anales del crimen ha podido bautizar con una sola palabra. Pero le reconozco la autoría y el padecimiento vital de este relato, que es y pretende ser, por sobre todas las cosas –y a pesar de su ímpetu memorioso– un monumento al olvido.

Continua; Capitulo # 1-12

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