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30 de septiembre de 2017

Tomografías Computarizadas (TAC) confirman que el Faraón Ramsés III, murio degollado ( El Papiro della Congiura dell'Harem)


El Museo Egipcio de Turín (Italia) conserva un singular documento judicial de hace más de tres milenios –El Papiro della Congiura dell'Harem (41 x 540 cm)– que narra el juicio contra el grupo de instigadores que asesinaron al faraón Ramsés III, degollándolo cuando su salud ya era, de por sí, bastante precaria. Aunque el texto está redactado en primera persona, como si el monarca hubiera sobrevivido al atentado, la autopsia de su momia –que el paleopatólogo Albert Zink realizó en la Academia Europea de Bolzano (Italia), en 2012, con tomografías computarizadas (TAC)– ha confirmado que el corte que le propinaron bajo la laringe tuvo que ocasionarle la muerte instantáneamente, por lo que es muy probable que, en realidad, el tribunal lo presidiera su hijo, Ramsés IV, y que el papiro mantuviese viva la figura de su padre como forma de legitimar la sucesión al trono, en una época que se caracterizó por la grave inestabilidad de todo el país, tanto en los asuntos exteriores –a principios del siglo XII a.C., Egipto sufrió una serie de invasiones de un grupo heterogéneo de atacantes (…) diversas áreas de Anatolia, norte de Siria y Chipre habían sido devastadas. Ramsés III libró cuatro guerras durante su reinado, capturando numerosos prisioneros [1], de las que salió victorioso porque fue mejor guerrero que su predecesor, Ramsés II– como en los conflictos internos: el comercio y la recaudación de tributos fueron languideciendo paulatinamente hasta estancarse y la manutención de nuevas tropas mercenarias y la falta de tributos (…) aceleraron el ocaso económico [2]. De hecho, durante su reinado, en el Imperio Nuevo (XX Dinastía), se declaró la primera huelga que se ha documentado en toda la historia.
En ese contexto, el mismo faraón que supo mantener a raya a los invasores más valientes y sanguinarios de su época –en referencia a los libios y a los pueblos del mar (griegos)– no fue capaz, en cambio, de mantener en orden a su propia familia (…) que no era corta debido a su elevada nómina de concubinas [3]. El harén real era una venerable institución egipcia que suministraba no solo concubinas al rey, sino también instalaciones residenciales y un empleo remunerado a todas sus parientes femeninas. El palacio del harén tenía su propia dotación de tierras, sus propios talleres y su propia administración; era en la práctica una corte paralela, y una estructura así no carecía de peligros (…) había algo en aquella claustrofóbica atmósfera que alimentaba los celos más intensos y rivalidades personales entre las numerosas esposas del rey [4].

La conspiración del harén ocurrió durante la fiesta de Opet que se celebró en Tebas, en los años 1154 o 1153 a.C., según las fuentes que se consulten. Una mujer llamada Teye o Tiyi –aunque se sabe que este no era su verdadero nombre porque los egipcios confiaban en la fórmula del rito apotropaico para alejar el mal, privando al condenado al olvido de la vida eterna, dándole un apodo falso– fue la segunda esposa del faraón y tramó su muerte para que su hijo, Pentaur o Pentaweret, accediera al trono en lugar del legítimo Ramsés IV. Debemos recordar que para los antiguos egipcios, un ataque contra la integridad del rey o una traición contra su persona no era otra cosa que el más grave de todos los sacrilegios (…) porque el faraón era un dios y una conjura contra él significaba mucho más que para nosotros un regicidio [3].

El papiro narra la constitución de un tribunal extraordinario –es posible que, dada la trascendencia de los acusados, se optara por evitar la repercusión de un proceso público ante las instancias ordinarias– integrado por catorce jueces que enjuiciaron a la treintena de personas que formaron parte de la trama, no solo el príncipe y algunas mujeres del harén sino diversos altos cargos al servicio de palacio (administradores, escribas, generales e incluso sacerdotes que recurrieron a la magia negra mediante figuritas de cera que representaban al faraón asesinado). La conspiración afectó a gran parte del círculo más cercano de Ramsés III e incluso a cinco de aquellos jueces por dejarse sobornar participando en orgías con las mujeres del harén para que fallaran a favor de los detenidos.

Se desconoce que ocurrió con la reina, pero el documento de Turín sí que menciona que, a Pentaur, se le dejó solo para que se pudiera suicidar; en cuanto al resto de los acusados o fueron ejecutados o desterrados. Por último, los jueces prevaricadores fueron castigados con la habitual pena corporal e infamante: se les cortaron la nariz y las orejas para identificarlos de por vida como criminales.


PD Citas: [1] GALLO, R. Derecho y sociedad en los poemas de Homero, origen del derecho mercantil y penal. Buenos Aires: Dunken, 2015, pp.85 y 86. [2] KESSLER, D. “Historia política de las Dinastías XVIII a XX”. En SCHULZ, R. y SEIDEL, M. (Ed.) Egipto. El mundo de los faraones. Colonia: Könemann, 1997, p. 151. [3] MARTOS, J. A. (Coord.) Faraón. Madrid: Aguilar, 2007, p. 150. [4] WILKINSON, T. Auge y caída del Antiguo Egipto. Barcelona: Debate, 2011, p. 402.

29 de septiembre de 2017

EL VERDADERO FINAL DEL "NOVILLO PAIVA" - Capitulo 8-12



El campeonísimo Santiago Leiva estuvo de nuevo unos cuatro días sin ir al gimnasio, pero reapareció, sano, y comenzó a entrenar con regularidad. Vergara tomó aquella breve ausencia como el descanso de ley después de cada combate –aunque en realidad contra Véliz no había sudado mucho– y no lo sometió a ningún tormento en particular. El muchacho había regresado solo al carril y era conveniente llevarlo con calma, para ver hasta dónde podía decirse que estaba recuperado. Al parecer ayudó mucho el que Vergara le hubiera ofrecido un préstamo para salir de sus apuros, pero cierta bronca sin regreso estaba comenzando a distanciarlo de Rafito Cardona. ¿No había sido el gordo quien le había salvado la vida al gestionarle un trato preferencial en la cárcel? Sí, pero había un crimen mayor en su cuenta, el tiempo transcurría, el mundo giraba, los gatos maullaban y Rafito no le conseguía un combate contra un peleador rankeado, y ni soñar con Serrano, quien a estas alturas estaba muy ocupado preparándose para sacudirle el polvo de la cara a Leonel Hernández.

A ese programa de la pelea Leonel-Serrano acudimos él y yo, juntos como buenos hermanos, por razones más o menos similares aunque totalmente distanciadas por el factor esperanza. A ambos nos obsesionaba uno de los protagonistas de la reyerta: el campeón mundial Samuel Serrano a Santiago, y Leonel Hernández a mí. La diferencia era clara. Yo jamás enfrentaría a Leonel ni a nadie sobre un ring de boxeo, mientras que Santiago, a pesar de las trabas legales y a la esquiva dinámica de los campeonatos, tenía con qué alimentar expectativas. Cualquier día podía salírsele una rueda a la carreta y Santiago tendría su chance. El era joven, estaba en manos de un habilísimo empresario, estaba en un momento de inspiración, había desmadrado a todo lo que le habían puesto por delante. Y, coronación de coronaciones, estaba entero, tenía dos brazos, podía pelear. Para qué insistir más en mi desgracia.

Ocurrió en el Poliedro de Caracas, el 29 de julio de 1981. Cuando llegamos, a eso de las 7:30 de la noche, había muchos asientos vacíos. No era de extrañar. Buena falta nos hacía un campeón del mundo, pero Leonel ya había fallado cuatro veces en peleas titulares, y de Serrano no podía decirse que era un imán de multitudes y ni siquiera un tipo con diez gramos de carisma. Aquella era sólo una pelea entre dos tipos curtidos, con oficio, que ya se conocían –Serrano había derrotado a Leonel en el año 77, en Puerto La Cruz–, pero ninguno de ellos parecía capaz de despertar emociones y tensiones como un Roberto Durán, un Hagler, un Argüello. Por cierto, Argüello estaba presente en la zona de prensa, contratado como comentarista del canal 8. Era bueno ver a un peleador de verdad en este territorio de cartuchos quemados.

Había otras razones para la ausencia de público, y era que la afición ya se estaba dando cuenta de la clase de farsa que eran esos ídolos de acá. Nadie se explicaba cómo era que un país que organizaba una cartelera boxística semanal, con tanto apoyo financiero y con un empresario con las espuelas del tamaño de las del Rafito Cardona, había producido apenas un campeón en los últimos años, el manso Pantoño Oronó. Después de Pantoño y Fulgencio Obelmejías habían sucumbido en contiendas por el título mundial Ildefonso Bethelmí –un bicho extraño apodado El ciclón de Güiria–, Reinaldo Becerra –un Mini Mosca a quien se le notaba el hambre hasta en la forma de mirar–, Luis Primera –la Primera víctima del campeón Welter Thomas Hearns–, y, apenas tres días atrás, Jóvito Rengifo. Este último, un barloventeño con un bonito estilo y una pegada regular, le estaba dando una lección ilustrada de pugilismo al monarca, el mexicano Guadalupe Pintor, pero cuando lo tocaron donde debían tocarlo se cayó como un monigote y no volvió a levantarse. Apolinar Martínez bautizó a este rebaño de perdedores como "El Salón de la Fama de los caídos", en un artículo burlón pero trágicamente acertado publicado en el diario Meridiano. Ahora le tocaba a Leonel demostrar que no merecía figurar en ese lote, como le tocaría tres días más tarde, el primero de agosto, a otro ídolo, a otro gladiador vendido como sensacional e indestructible de la cuadra de Cardona, el peso Pluma Carlos Pïñango.

Principio y fin de los estremecimientos: por primera y única vez en mi vida veía de cerca a Leonel Hernández, mi rival imposible. Santiago y yo nos acercamos sucesivamente al pasillo por donde se dirigirían el campeón y el retador al ring ubicado en el centro del Poliedro. Cuando Leonel salió de su camerino sentí un escalofrío, para qué negarlo. Vi como avanzaba con un trote corto, haciendo movimientos de calistenia, cubierto por una bata blanca. Cuando pasaba al lado de nosotros no resistí la tentación e hice lo que hacían muchos aficionados al verlo pasar: darle una palmada en el hombro. En realidad lo toqué con el puño cerrado. ¿Me creerías si te digo que sentí esa musculatura muy frágil para mi poder –mi poder de 1974–, que estuve a punto de detenerlo y preguntarle si por una de esas remotas casualidades de la vida le sonaba en la memoria el nombre de Gerardo Leiva, y que por un momento pensé también en arrojarme sobre él para propiciar un combate callejero que supliera al combate profesional que nunca fue? Lo vi tan pequeño, tan al alcance. Creo que sí pude haberlo derrotado.

Por su parte, Santiago hizo lo propio con el campeón Samuel Serrano, pero fue un poco más allá. Lo persiguió por entre la gente y le soltó dos o tres veces en su cara que no se fuera a encariñar mucho con esa corona, porque él iba a arrebatársela apenas le dieran la oportunidad. Y de colofón: "Eres una mamita, retírate, tú no puedes conmigo". El campeón no se dio por enterado, continuó su caminar parsimonioso hacia el cuadrilátero y subió, flaquísimo y veloz, a encontrarse con su retador.

La escena estaba ya lista. Serrano, campeón mundial, había pesado 58 kilos 800 gramos. De él se había dicho que tenía problemas para rebajar hasta el límite de la categoría y allí residía una flaqueza que podía ser aprovechada por Leonel. Este, por su parte, registró 58,300, y se veía infinitamente más pequeño que el campeón. Serrano le llevaba 12 centímetros de estatura y sus brazos parecían estar hechos a la medida para no permitirle acercarse demasiado a sus contrarios. Serrano traía un récord de 45 victorias –15 nocauts–, tres derrotas y un empate, mientras que el venezolano se presentaba con 50 triunfos –28 nocauts–, ocho derrotas y un empate. Serrano, de 28 años, se suponía que estaba en el tope de sus condiciones, y Leonel, a sus 32, estaba al borde del retiro. Apenas sonó la campana, y en el transcurso del combate, pensé en lo marchitos que estaban los laureles del boxeo de antes, los de verdad.

Todo un fiasco, un verdadero fiasco. El retador, que se supone es quien debe buscar esa corona a como dé lugar, estuvo toda la noche haciendo fintas, moviendo las piernas en la bicicleta más inútil que yo haya visto en mi vida, amagando y amarrándose del cuerpo de Serrano como si su labor allí consistiera en mantenerse de pie y con el cutis limpio para protagonizar no un combate sino un simulacro. Y Serrano, feliz. No hay nada que favorezca más a un campeón que un retador pasivo. De cuando en cuando lanzaba una derecha, corría hacia atrás, jabeaba para no perder la oportunidad de hacer un poco de ejercicio y aceptaba con mucho gusto las invitaciones de Leonel a abrazarse. El poco público presente en las tribunas apenas tuvo dos oportunidades para levantarse a animar al compatriota, y fueron las dos veces que el venezolano llegó a tocar la cara de Serrano con algo de mala intención. Pero después, el silencio. Otra vez las fanfarronadas sin sentido, los golpes lanzados fuera de distancia, el cordial abrazo para darle trabajo al árbitro. Un asco de contienda. Y era un campeonato mundial. Santiago no dejó de producir saliva en toda la pelea. Tres veces en cada round repetía, ya absolutamente convencido, que Serrano era una mamita, que qué fácil iba a ser revolcarlo por ese piso, que maldito sea el gordo Cardona si no le conseguía ese combate.

El baile terminó, por fin, con la campana final del round 15 y una rechifla de antología por parte de los pocos seres vivos que quedaban en esas gradas. No se había producido ni una caída en toda la pelea, nadie resultó lesionado, el rostro de aquellos hombres estaba fresco, apenas sudaban. Otra refriega infeliz para el cajón de la basura del boxeo. Los jueces le otorgaron ventajas de ocho a diez puntos al campeón, que bajó del ring muy orgulloso, como si acabara de vencer a un guerrero muy difícil de doblegar, y Leonel anunció su retiro minutos después del combate. Hombre retirado y dentro de poco olvidado, a los 32 años; casi tuve lástima de él. Después de todo, mi frustración podía estarse tranquila al escuchar aquel nombre.

En cuanto a Santiago, al ver a Serrano bajar tan campante y feliz rumbo a los camerinos tornó a perseguirlo para molestarlo con el cuento acerca de quién era el campeón y quién la mamita. Entonces Samuel Serrano volteó para buscar con la mirada al impertinente. Santiago, en un arranque de furia, se abrió paso entre el público y los seconds y le lanzó un manotazo al campeón del mundo. En medio de la algarabía de las tribunas, que parecieron más animadas que durante el combate, hubo brazos y empujones suficientes para evitar que el enfrentamiento subiera de tono y Serrano llegó ileso al vestuario. Los periódicos mencionaron brevemente el percance en la edición del martes 30 de junio, pero ninguno dijo que Santiago Leiva había sido el "aficionado enfurecido" que originó el forcejeo.

"Ese Serrano sí es mamita, Dios mío", repetía Santiago por enésima vez, cuando vimos a Vergara a lo lejos, conversando animadamente con un hombre que, al ver a Santiago, lo llamó a grandes voces, lo saludó afectuosamente y se quedó abrazado a él mientras reanudaba la conversación con el entrenador.

–A este toro hay que sacarlo de aquí, –le dijo a Vergara con un acento que parecía ser colombiano–. No tiene que romper con su país, nada de eso. Lo firmamos por unos meses, lo ponemos a pelear en Panamá, en Miami, en Puerto Rico, y después, si así lo quiere, regresa a pelear para Cardona, y no hay ningún problema. ¿Por qué le parece mal que pelee en el exterior?

–Tenemos un contrato muy provechoso con Rafito Cardona –explicó Vergara–. En otras palabras, nos quedamos aquí. Ya he visto a bastantes extranjeros pasando trabajo en todas partes por irse muy temprano del nido. Los campeones se hacen en su país, después salen a viajar.

–Hermano querido –ripostó el hombre, muerto de la risa–, ¿usted no se acuerda de un Pambelé, colombiano, hecho inmortal a martillazos aquí en Venezuela?

–Sí, me acuerdo de Pambelé. Y me acuerdo también de quién lo hizo campeón. Pambelé tiene la marca de fábrica de Rafito Cardona. Con Cardona nos quedamos. Y me disculpa.

El hombre le metió una tarjeta a Vergara en el bolsillo, y antes de marcharse insistió: "En el exterior es más fácil darlo a conocer que dejándolo metido aquí. Y le repito: en Panamá también tenemos espacio y dólares, ¡dólares!, para un ayudante y un entrenador. Ahí nos vemos". Vergara le sonrió sin ganas con la mitad de la boca y lo vio alejarse. Después se dirigió a Santiago: "Nunca falta un buitre. Quiere que traicionemos al gordo y nos vayamos con él". Un fogonazo me cruzó desde una oreja hasta la otra. Me quedé al lado de ellos unos segundos más, los suficientes para enterarme de que aquel tipo era Leonardo Espada, empresario panameño en busca de prospectos y víctimas para los peleadores emergentes de su país, y también para hacerme una reflexión mínima: "Si se llevan a Santiago tendré que decirle adiós a los planes, pero si me voy con él tendré más libertad para actuar. ¿Quién va a abogar por él en el extranjero?". Entonces tuve un pálpito, un estremecimiento de la glándula de las ideas. Me fui por el camino contrario al que había tomado Espada, le di la vuelta completa al ring y me dirigí hasta donde el hombre se encontraba. Me presenté: "Soy hermano de Santiago Leiva".

Le reiteré que, en efecto, había un contrato con Rafito Cardona, pero que ese contrato se vencía en diciembre. ¿Había un lugar donde contactarlo? "Mi residencia está en Panamá, aquí está mi tarjeta. Una vez al mes vengo a Caracas para ver las peleas. Aquí puede ubicarme en el hotel President". Le propuse un trato. "Que nadie se entere de esto, pero en breve voy a ser el apoderado del muchacho. Entonces hablaremos". Ningún problema por parte de Espada. Con tal de arrebatarle piezas a Rafito, cualquier propuesta le parecía buena.

Nueva jornada en el Poliedro, esta vez para ver cómo Eusebio Pedroza, campeón mundial del peso Pluma, iba a darle al retador venezolano Carlos Piñango la coñamentazón de su vida. En efecto, la última hazaña de Cardona consistía en traer a Venezuela a un señor Campeón Mundial como Eusebio Pedroza, un caballero con doce defensas exitosas de su título y mil batallas a sangre y fuego realizadas en los escenarios más exigentes y frente a los públicos más agresivos; un señor a quien en su patria, Panamá, ya consideraban el mejor boxeador libra por libra, incluso por encima de figuras como Roberto Mano’e Piedra Durán. Pues los manejadores de ese faraón de los ensogados habían sido convencidos por el gordo Cardona para venir al Poliedro a enfrentar a un pobre flaco sin estrella ni blasón llamado Carlos Piñango, un carajo que se había cansado de sacar del camino a cuanto rival le ponían enfrente, pero ya sabemos qué clase de rivales: dominicanos recién sacados del puerto, algún colombiano obligado a pelear para ocultar su condición de indocumentado, uno que otro malandro recogido en el terminal del Nuevo Circo para abultarle el récord

En total, Piñango presentaba récord de 22 combates: 21 victorias y una derrota, con 16 nocauts. Pedroza, por su parte, acumulaba 31 triunfos y tres reveses en 34 actuaciones, y 21 ganadas por la vía rápida. En su lista de rivales figuraban colosos como Rubén Olivares, Alfonzo Zamora y Rocky Lockridge. Aunque fuera para ver en acción a una de las estrellas del momento valía la pena volver a acudir al escenario y ver el resto del programa, mientras pensaba y ponía en orden algunas ideas que me habían estado rondando. Santiago no andaba conmigo. Tenía un dinero sobrante en los bolsillos y prefirió quedarse en La Guaira. Decidí dejarlo hacer su siembra personal, ya me tocaría a mí recoger la cosecha.

Esa tarde, en el mismo programa, otro peleador de apellido Piñango –Bernardo– se disponía a realizar su primer combate como boxeador profesional. El medallista de plata en las olimpiadas de Moscú, héroe de la parroquia 23 de Enero y una de las esperanzas para repotenciar al alicaído boxeo criollo, estaba anunciado para la primera pelea. Mientras yo paseaba mis reflexiones alrededor del ring del Poliedro, sonó la campana y allí estaba sobre el ring el otro Piñango, el corajudo y brillante de verdad, el Bernardo del bloque 44.

Pero fíjate qué decepción. Aquel hábil pegador que electrizó al país en las Olimpiadas de Moscú, en 1980, subió al ring con más cautela que ganas de pelear y su rival le complicó de tal forma la vida que al público no le quedó otro remedio que abuchear al ex ídolo y aplaudir a su contendor, un Angel Torres ampliamente conocido en su casa y en el bar de la esquina. Pero cuando el anunciador leyó el veredicto de los jueces lo que se levantó de las tribunas fue un bullicio de indignación, pues el resultado oficial fue un empate asqueroso, que revelaba la necesidad que tenía el gordo Rafito de comenzar a fabricar con urgencia un ídolo, para lo cual le regaló una pelea al potente boxeador sin importarle para nada el riesgo de convertir a los jueces, ante los ojos de los fanáticos, en un despreciable racimo de corruptos descarados. La trampa la percibió todo el mundo en el Poliedro y también quienes vieron aquella bárbara estafa por televisión. Una indigna antesala para el combate grande, el que todos esperaban.

Tal como lo esperaba todo aquel que conocía algo de boxeo, Eusebio Pedroza no tuvo que hacer más nada sino bailar un poco alrededor del venezolano, conectarle unas cuantas derechas para hacerse respetar y esperar que Piñango se fuera desinflando poco a poco, cosa que comenzó a ocurrir hacia el quinto round. En el octavo lo arrojó por las malas contra las cuerdas, amagó con la mano derecha y, cuando el venezolano se cubrió la cabeza con ambos brazos, lo que le lanzó fue un relámpago en forma de gancho de izquierda en pleno hígado, y el prospecto Carlos Piñango, la esperanza venezolana del peso Pluma, el recio y guapo peleador de La Vega, el joven pujante destinado a acabar con el reinado del mejor pugilista panameño de todos los tiempos, la última pepsi cola del desierto, la verga de Triana, se derrumbó como un desahuciado y esperó la cuenta de diez segundos acostado en la lona, haciendo esfuerzos por atrapar con su bocota un milímetro de aire.

Si la declaración de Piñango ilustró mejor que ninguna lo que había ocurrido con él esa noche de su desgracia –"Me dieron donde no hay hueso y se acabó la pelea"–, la actitud del campeón mundial reveló la clase de hombre que era, y la diferencia abismal que hay entre un pobre con clase y pobre sin nada de nada. Cuando lo recibieron al bajar del ring para entrevistarlo para la prensa y la televisión venezolana, estaba llorando sin consuelo como si hubiera perdido el combate, y un pedazo de pendejo de la televisión le preguntó si lloraba de la emoción por haber noqueado a un rival tan difícil. El campeón respondió que lloraba de pesar porque ese día, justo antes del combate, había recibido la noticia de la muerte del presidente de su país, "Mi Comandante Omar Torrijos. Como comprenderá, Panamá no podía sufrir dos pérdidas el mismo día, por eso salí a matar".

Y si la declaración de Piñango fue aquella cagada y la de Pedroza esta joya, lo que se divulgó poco después sobre el empresario Rafito Cardona no entra en ninguna categoría conocida dentro del limpio y respetable espectro de la mediocridad. Al parecer, al llegar Eusebio Pedroza y los suyos lo primero que hizo el gordo fue invitarlos a comer y decirle a Pedroza, en un momento en que la conversación había entrado en confianza: "No me vayas a maltratar al muchacho, no me le pegues tan duro". Grandiosa generación de boxeadores se estaba levantando, apenas una década –y menos– después de la gloria de Marcano, Antonio Gómez, Rondón, Lumumba Estaba, Betulio, Ernesto España y no contemos los que fueron inmensos sin haber podido ganar una corona mundial. Grandiosa generación. Por allí andaban Rondón y Víctor Sonny León locos de bola por esas calles, mendigando un poco de comida en una ciudad que deliró más de una vez ante sus hazañas, mientras el más importante de los empresarios boxísticos del país le imploraba a los campeones por la vida de curracos del pelaje de Carlos Piñango, Reinaldo Becerra y Jóvito Rengifo –después de enriquecerse ofreciéndoles espléndidas oportunidades. Y ahora, para mayor gloria de Dios y del deporte, iba a tocarle a Santiago Leiva. Grandiosa generación.

Las peleas siguientes de Santiago se caracterizaron por parecerse demasiado a las que elevaron como la espuma los records de Fulgencio Obelmejías y sus amigos. En la décima, celebrada el diez de agosto, enfrentó de nuevo a Julio Morales, el Ligero puertorriqueño a quien había despachado unas semanas atrás. Esta vez presentó un poco más de combate, se fajó de verdad en los dos primeros rounds, alcanzó a Santiago con dos izquierdas potentes pero en el tercero cogió una derecha en la mandíbula que lo envió a la lona. Se paró a echar el resto, como un varón, hasta que la campana vino a socorrerlo. En el cuarto soportó el ataque de Santiago con mucha valentía aunque sin mucho éxito en lo físico, y en el quinto recibió otra derecha durísima que lo hizo poner las rodillas en tierra para la cuenta de diez: nocaut número nueve en diez peleas para Santiago.

La undécima, realizada el 7 de septiembre, fue apenas un trámite formal. El tailandés Yim Poltarat subió al ring ejecutando unos saltos mortales de acróbata y unos movimientos de fiera asiática que le arrancaron aplausos al público, pero cuando el réferi los colocó frente a frente para darles las indicaciones de rigor la fiera asiática miró al Trueno del Litoral a los ojos y se cagó en los pantalones. Treinta segundos más tarde, después de perseguir tenazmente a su escurridizo rival por todo el cuadrilátero, Santiago largó su primer y único izquierdazo de la noche y con él le desbarató la nariz al pedazo de chino, que cayó partido de dolor en una esquina. Decimosegunda pelea, el 28 de septiembre. Forcejeo enredado e intenso contra el Diablito Iriarte, soldado de muchas batallas, antes de pulverizarlo con una combinación perfecta en el sexto asalto.

Once nocauts en doce presentaciones. Su fama iba hacia arriba –lo mismo que su desbocada afición por el alcohol, la coca y las carreras por la playa con las pelotas al aire– cuando llegó el mes de octubre y entonces la angustia explotó en serio en el corazón de Santiago. Rafito insistía en conseguirle las mismas peleítas contra boxeadores sin jerarquía, los mismos rivales sin sangre y, sobre todo, tan lejos del ranking mundial como los pingüinos de las playas del litoral. Hubo un altercado más o menos serio –propiciado por mí, lógico. Santiago fue a la oficina de Rafito a reclamar por su vieja promesa de ubicarlo entre los diez primeros, y el gordo lo puso en su lugar recordándole que la promesa la había roto él mismo, al cambiar el gimnasio por la droga. "Los campeonatos son para los deportistas, no para los marihuaneros", le gritó Cardona, y Santiago salió del sitio tumbando jarrones y cuadros a su paso.

Regreso al desenfreno: Santiago estuvo detenido por partirle el pómulo derecho a un hombre que le reclamó lo de su desnudez, en plena mañana y delante de un montón de mujeres y niños sorprendidos, y esta vez Rafito decidió darle una lección. No fue a buscarlo en la jefatura ni dio ninguna instrucción respecto al tratamiento que debía dársele. Simplemente se olvidó de él y esperó. Si era todo lo bravo que parecía, podía sobrevivir a una temporada en la cárcel, y si era todo lo inteligente que necesitaba ser para salir adelante, él mismo iba a regresar y a poner de su parte para regenerarse. Entretanto, el ciudadano agredido se había dedicado a ir de periódico en periódico para denunciar a ese sujeto peligroso, ese cáncer, ese drogadicto disfrazado de deportista que llaman Santiago Leiva. Lo único que me incomodó de todo aquello fue que un periodista más curioso que los demás investigó un poco e hizo mención a mi caso: "Sería lamentable que el llevar la sangre de su hermano, Gerardo Leiva –un prospecto que arruinó su futuro por su imposibilidad de dejar la delincuencia– no le vaya a deparar igual destino: la autodestrucción en un depósito de desechos humanos". Pedazo de Imbécil. Llamar desechos humanos a una gente tan hermosa como la que abunda en las cárceles.

Estuve muy hacendoso y feliz durante su encierro, que duró veinte días. Lo visité varias veces, intenté animarlo con falsas noticias sobre los trámites que estaban en marcha para sacarlo de la prisión, y le proporcioné lo que más anhela un hombre que, además de preso, está acabado o en vías de acabarse por el vicio: algo duro para el día, algo suave para la noche. A Micaela le aseguré, dos días después de haber aparecido aquellas noticias en la prensa, que ya Santiago estaba libre y a salvo en su rancho. Por fin Santiago estaba solo en la tierra, y lograr que la gente lo olvidara parecía ser cuestión de poco tiempo. La venganza sabe a sangre.

Todo terminó el 23 de octubre. Un grupo de presos recluidos en el retén de Catia aprovecharon la visita de unos diputados para hacerles formal entrega de una carta, una petición de misericordia para con ellos y con su ilustre compañero de prisión. Santiago permanecía desnudo en una celda, bañado en vómitos y en desperdicios corporales varios, y ay de aquél, preso o guardia, que se atreviera a acercarse para prestarle alguna ayuda. Cuando la noticia se hizo pública Rafito se condolió del pupilo y volvió a movilizarse, acudió a sus contactos y Santiago fue sacado de la prisión, en vida y sin lesiones que lamentar, pero vuelto un asco, por dentro y por fuera.Pude haber dejado que las aguas siguieran este rumbo, pude haberme hecho el desentendido aprovechar hasta el máximo sus sentimientos de culpa. Pero el nombre de Panamá sonaba bien, demasiado atractivo, incluso en el tono fúnebre que le imprimía a sus lamentaciones la vieja voz oscura de mis adentros.



28 de septiembre de 2017

El Fratricidio de Osiris; Seth despedazó el cadáver en 14 trozos, ¿ Sabes cual de ellos nunca se encontró ?


La historia del fratricidio de Osiris es –junto a los crímenes de Abel y Remo a manos de Caín y Rómulo– una de las representaciones más conocidas de la Antigüedad sobre el eterno conflicto entre el bien y el mal. Según el relato mítico acerca del origen del mundo –cosmogonía– de la ciudad egipcia de Heliópolis, los cuatro hijos de Gueb y Nut –Osiris, Isis, Seth y Neftis– se emparejaron entre ellos pero el tercero, celoso de su hermano mayor, planeó arrebatarle el trono, lo mató y lanzó su cuerpo al Nilo donde fue encontrado por su esposa, Isis; pero mientras ella fue a buscar ayuda para enterrar los restos de su marido, Seth despedazó el cadáver en catorce trozos que repartió por todo. Egipto Las hermanas gemelas –Isis y Neftis– recorrieron el país buscando aquellos pedazos y lograron encontrar trece porque el último –el pene de Osiris– se lo había comido un pez. La viuda empleó sus artes mágicas para devolver la vida a su difunto marido reuniendo los fragmentos y sustituyendo el órgano sexual desaparecido por una réplica de barro, el tiempo necesario para quedarse embarazada de su hijo Horus que, al hacerse mayor, vengó a su padre matando a su tío Seth.

Convertido en juez supremo del mundo de los muertos, Osiris pasó entonces a representar la justicia y el orden en el más allá, juzgando a los difuntos tal y como se muestra en una de las escenas más conocidas del Libro de los Muertos en el Papiro de Hunefer; realizado en Tebas, entorno al 1275 a.C., durante la XIX Dinastía, y conservado en la actualidad en el British Museum de Londres.

En presencia de Osiris –que aparece sentado en su trono, a la derecha de la imagen, con su habitual representación del cetro y el flagelo, para dictar sentencia y hacer ejecutar lo juzgado– se ve llegar a Anubis, por la izquierda, acompañado del difunto escriba Hunefer. Frente a ellos se dispone la balanza donde se va a pesar el corazón del fallecido –los egipcios creían que este órgano conservaba todas las acciones, buenas y malas, de cada individuo– mientras en el otro platillo, Maat ha depositado una pluma, como símbolo de la verdad, ante el dios Thot, con cabeza de ibis, que anota el resultado del fiel, bajo la atenta mirada del Ammit, el devorador de los corazones culpables (con cabeza de cocodrilo, la mitad delantera de un león y la parte trasera de un hipopótamo). Si el corazón y la pluma pesaban lo mismo, Horus –representado por el mítico halcón– acompañaría al escriba fallecido ante Osiris, como sucede en este papiro, que le aguarda en el dosel junto a su esposa Isis y su hermana Neftis; pero si la balanza no se equilibraba, el Ammit se comería el corazón del fallecido, condenándole a la no existencia, fuera del paraíso.
Siglos más tarde, en la iconografía cristiana que representa el juicio final, también se recurrió a la imagen de pesar las almas [psicostasis], con las buenas y malas acciones del fallecido, para lograr su salvación o la condena eterna; en este caso, generalmente, ante el arcángel san Miguel. Como señala el Libro de Job [31,6]: Que Dios me pese en una balanza justa y reconocerá mi integridad; y, en sentido contrario, un pasaje de Daniel [5, 27]: Tequel: tú has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso.

¿Sabes qué es el Corpus iuris spatialis?


Cuando el 14 de octubre de 1957 los soviéticos lanzaron al espacio el satélite Sputnik 1, dio comienzo la Era Espacial y -por primera vez- el ser humano contempló la serena belleza azul de nuestro planeta desde el espacio exterior, iniciándose una frenética carrera entre las antiguas superpotencias del siglo XX –Estados Unidos y la Unión Soviética– por ser los primeros en conquistar esta nueva frontera.

Un año más tarde, en 1958, la Asamblea General de las Naciones Unidas creó el Comité para la Utilización Pacífica del Espacio Exterior, con dos subcomités: uno científico y otro jurídico. Fruto del esfuerzo de la ONU por impulsar la aplicación en el espacio del Derecho Internacional y sus principios, hoy podemos hablar de un Corpus iuris spatialis, un Derecho del Espacio formado por 5 grandes tratados y otros numerosos documentos internacionales.

El primero fue el Tratado General del Espacio, de 1966. Establece las bases jurídicas para poder utilizar el espacio ultraterrestre, la Luna y otros cuerpos celestes, desarrollando los principios básicos de este derecho: libertad de acceso a todo el espacio así como a la órbita geoestacionaria; igualdad de todos los Estados, sin discriminación alguna, para explorar y utilizar el espacio y sus cuerpos celestes en las mismas condiciones, de acuerdo con el derecho internacional; cooperación: para que todos los países contribuyan a promover la ciencia y la tecnología espaciales en provecho de todos; ayuda y auxilio a los astronautas en caso de accidente, así como facilitar su regreso y la restitución de los objetos caídos; responsabilidad de los Estados (absoluta por todos los daños que cause el objeto que hayan lanzado, aunque la actividad espacial no sea pública sino privada); fines pacíficos,prohibiendo la colocación en órbita de armas de destrucción masiva; y la no reivindicación, para que nadie pueda apropiarse del espacio ni de cualquier cuerpo celeste ni reivindicar su soberanía.

Algunos de estos principios fueron desarrollados en posteriores convenios, como el Acuerdo de 1967 sobre salvamento y devolución de astronautas y restitución de objetos lanzados al espacio ultraterrestre; o el Convenio de 1971 sobre responsabilidad internacional por daños causados por objetos espaciales.

Finalmente, los otros dos tratados son: el Convenio de 1974 sobre registro de objetos lanzados al espacio ultraterrestre, donde se indica que el Estado de lanzamiento es quien tiene la jurisdicción y el control sobre el objeto y el personal que se desplace dentro de él; y el llamado Tratado de la Luna, también de 1974, donde se aprobó que nuestro satélite y los demás cuerpos celestes del sistema solar son patrimonio común de la Humanidad; de esta forma, se trató de impedir que la exploración –y, sobre todo, la explotación de sus recursos– pudieran generar conflictos, afirmando que la Luna no puede ser objeto de apropiación de ningún país.

Junto a estas normas existen otros principios que son recomendaciones sobre diversas materias, como la utilización de los satélites para prevenir desastres naturales o la difusión de las telecomunicaciones.

http://archivodeinalbis.blogspot.com/2011/04/de-que-trata-el-corpus-iuris-
spatialis.html


EL VERDADERO FINAL DEL "NOVILLO PAIVA" - Capitulo 7-12


Ni modo. Había llegado la hora de inventar la excusa del siglo, la gran explicación: ¿por qué diablos Santiago había caído preso y Gerardo no? ¿No andaban juntos ellos dos esa noche de los acontecimientos, como lo habría de testificar el entrenador Vergara apenas le hicieran la pregunta? ¿No se supone que el lisiado es el asesino, el hampón, el que tiene en su haber un expediente policial lo bastante grande para cubrir con papeles sellados las torres del Parque Central? Mientras caminaba Montesano arriba –serían las 4 de la tarde– hacia el rancho de Santiago y su Carmencita, y trataba de fabricar un cuento medianamente creíble. A medida que iba dejando atrás las casas más o menos bien plantadas y me adentraba en el territorio de los ranchos tasajeados por el sol, menos lograba dar con una historia decente, creíble, tragable. ¿Qué hacer, qué decir? Convertir a la buena de Carmencita en testigo de mi preocupación por encontrar al hermano extraviado parecía la única estrategia clara, al menos en lo inmediato. Carmencita, la única aliada. Quién lo diría.

Llegué al rancho con el cerebro en blanco, demasiado en blanco, y para variar Carmencita me recibió con una letanía oscura y tartamuda. Después de mucho esfuerzo entendí lo que me decía: Santiago había llegado y se había marchado pocos minutos antes para la casa de Micaela. Estaba un poco alterado y quería saber si yo me encontraba allá. Horror. Le di la espalda a la ex aliada Carmencita –quien desde ese momento volvió a ser la Mojondemomia de siempre– y me disparé a correr por esas veredas, cerro abajo en mi rodada, a ver si le ganaba la carrera a Santiago y llegaba antes a casa de Micaela. Antes de irme, Mojondemomia me gritó: "Límpiate esa frente", y entonces me di cuenta de que tenía una cortadura muy larga, aunque superficial, desde la ceja izquierda hasta la oreja derecha, quién sabe si producida por algún vidrio escapado en el billar o por alguna rama o basura en mi dormitorio al aire libre de aquella noche. Al fin tenía algo a mi favor. Por supuesto, no iba a limpiarme, sino más bien a frotarme la herida y quizá abrírmela un poco más, para que se viera lo más precaria posible.

A pesar de que ahora los planes y algo más estaba en peligro mortal, allí tenía la justificación que necesitaba. Ahí estaba, nítida y en technicolor, la trama: me habían dado una revolcada de antología durante la trifulca del billar, me metieron más patadas que una película de kung-fú, me escupieron y me vejaron, perdí el conocimiento y también el poco dinero que cargaba. Tuve que irme a Catia La Mar pidiendo limosna en aquel estado lamentable, pero eso sí, antes había pasado por Montesano porque ni con todo el dolor del mundo hubiera dejado de ir a verificar cómo se encontraba mi hermano del alma. 

Animado por el sabroso giro que estaba tomando el asunto, hice algo un poco más aventurado escondido en unos matorrales: tomé un vidrio y me hice un corte al lado del ombligo. En unos minutos la camisa iba a estar llena de sangre. Ya me imaginaba la escena. Yo llego al rancho y, a pesar de estar herido de muerte, casi con un pie en la urna, al ver al hermano menor el corazón me da un salto de alegría al verte vivo, sangre de mi sangre, Santiaguito, negro querido, Santiago. Y gracias a ti por la revelación, Mojondemomia. Para retribuirte el favor, algún día volveré a llamarte Carmencita.

Un poco de alivio mientras bajaba, y después la preocupación renovada, repotenciada, cuando comencé a subir el otro cerro, el de Catia La Mar. Un simple intercambio de palabras entre Santiago y mamá Micaela y mis maniobras y embustes quedarían expuestos a la intemperie. Ah, jodienda. Subí los últimos 50 metros a toda carrera, me di unos golpes extras en la frente para que el paisaje de mi cara se viera un poco más áspero, y parece que el maquillaje funcionó.

Cuando entré al rancho, sudado, jadeante y simulando un dolor que no me dejaba doblar el tronco, Micaela se echó a llorar y Santiago casi me cargó en brazos para ayudarme a acostar en una especie de tabla-sofá que teníamos en la sala. "Creo que ahora sí me jodieron", fue lo único que pude decir, y no hizo falta más. Bueno, no creo que hayan pensado que estaba a punto de morirme, pero estaban preocupados y eso me ahorró la explicación gruesa. Nada más le dije a Santiago: "Esos tipos barrieron el piso conmigo", y él se soltó a pedir disculpas por no haberse fijado dónde estaba yo en los momentos más ácidos de la contienda. Cuando Micaela desapareció para hacer un poco de café, aproveché para hacer un experimento con la memoria de Santiago. Le dije en voz baja: "No busques problemas así. No te conviene. Eres una figura pública".

–No lo vuelvo a hacer. No lo vuelvo a hacer. No bebo más, –respondió. Perfecto. No recordaba cómo había comenzado la pelea y se veía de verdad muy apenado por haberme colocado en una situación tan dura.

En pocas palabras me contó cómo lo habían llevado a la comandancia de la policía. Alguno de los agentes le había dado duro por la nuca para someterlo. No recordaba el momento en que ocurrió, pero se había dado cuenta porque al despertar y tratar de enderezarse había sentido unas tenazas de plomo en esa zona, y en general todo el cuerpo estaba a punto de abrirse en dos pedazos. Horas después, cuando logró incorporarse, los policías de guardia retrocedieron y llamaron a los demás. ¿Qué les había hecho él para tenerlos así de aterrorizados?

Más tarde, cuando estuvo más despierto, le contaron que uno de los funcionarios había reconocido al famoso Trueno del Litoral y se había tomado la molestia de averiguar el teléfono de Rafito Cardona para explicarle lo que pasaba. El gordo Rafito fue en persona a verlo muy temprano, acompañado por el mismísimo comandante de la policía, según le contaron. Rafito le dio unas cachetadas para reanimarlo, le limpió con un pañuelo sus babas y sus lágrimas, y el comandante le pidió a los agentes que no lo metieran en la celda con los demás presos. Se trataba de un atleta muy querido por la afición y etcétera, y lo mejor era que lo recostaran en cualquier rincón para que durmiera y no fuera a deambular solo por las calles. Rafito se hacía responsable de sus actos. Así mismo lo hicieron. Santiago durmió unas horas, despertó después del mediodía y corrió al litoral para informarse acerca del paradero de su hermano. Muy conmovedor.

Sobre estos acontecimientos conversábamos cuando de pronto escuchamos una voz conocida. Una voz antigua, recia, dolorosa pero muy conocida, que pronunció desde la puerta de la calle un "Amigo Santiago" mitad sumiso, mitad afable. Era el viejo Santos. Después de dos años, allí estaba, tan chistoso y preparado para la celebración como antes, cuando parecíamos ser una familia.

¿A qué había ido? ¿Qué tenía Santos que decirnos? ¿Qué tenía que explicarle a Micaela? No tuvo tiempo de decirlo él mismo, al menos en un primer momento, porque apenas comenzaba a prepararse para entrar apareció Micaela desde la cocina. La cara de la vieja realizó un cambio de formas y colores que no duró más de dos parpadeos y dejó caer las tazas de café en el piso. Yo he visto grandes boxeadores en mi vida, y puedo asegurarte que ni Alfredo Marcano, ni Antonio Gómez, ni Vicente Paúl Rondón, ni Simón Chávez, ni Betulio, ni Lumumba, ni Obelmejías, ni ninguno de los ídolos reales o falsos del boxeo de este país; ninguno de ellos, en ninguno de sus combates más célebres, había lanzado jamás un derechazo con la furia y la puntería con la que tu madre Micaela Leiva Martínez conectó a Santos, su ex marido, en el centro de la nariz. El trancazo sonó como si alguien hubiera dejado caer una panela de hielo en una iglesia.

Santos alcanzó a decir algo como "Coño", y después, al tocarse la nariz, dijo también "Ay", pero no hizo ningún intento por controlar ni mucho menos enfrentar a mamá Micaela, porque la orden única y terminante era que no se le ocurriera pisar jamás la misma porción de terreno que estuviera pisando ella, "Maldito, sucio, rata, gonococo". El viejo se limpió como pudo la sangre que comenzó a salirle en sábanas por la nariz, y fue retrocediendo poco a poco mientras Micaela completaba su descarga: "Gusano, pichón de pato, prostituto". En una pausa de la vieja, Santos le gritó desde lejos a Santiago:
–Echale bolas, carajito. Tú sí puedes llegar. No la cagues como la cagó tu hermano.

Y a ese hermano, por supuesto, ni siquiera le dedicó un saludo, ni una señal de cordialidad. Apenas detuvo en mí una mirada que duró medio segundo. Justo el tratamiento que merecen los objetos inútiles, los animales y los desconocidos.

Esa tarde miré de cerca y con detenimiento a Micaela, mientras ella lloraba. Hasta ese momento no me había fijado en lo vieja que era, o más bien en lo vieja que se veía. ¿Cuántos años tenía? ¿50? ¿Casi 60? Nunca supe su edad ni me había tomado el trabajo de preguntárselo, y tal vez por eso, por primera vez en mi vida, y a pesar del nocaut técnico que acababa de propinarle a Santos, pensé en lo indefensa que era, en lo poca cosa que parecía dentro de esas ropas vueltas mugre e hilachas, en el hambre que había pasado y la que le tocaría pasar en lo sucesivo. Pobre. ¿Cuánto más iba a aguantar antes de que perdiera para siempre el rastro de su famosísimo e ilustre hijo menor, quizás su único vínculo con la alegría?

En parte por la vergüenza que estaba comiéndoselo en vida, y en parte por mi tenaz propaganda en favor del descanso y la relajación, Santiago estuvo ausente del gimnasio por diez días. Regresó cuando por fin se sintió con energía y moral suficientes para retomar los entrenamientos y darle la cara al entrenador. No había terminado de llegar al gimnasio cuando Vergara lo llamó para que hablaran aparte. Yo quise irme con ellos.

–Quiero hablar con él. A solas –me atajó el entrenador.

–Yo soy su hermano. Tengo derecho.

–Quiero hablar con él. Vete a comprar un kilo de aire para respirar. Anda a joder a otra parte.

–Soy su hermano.

–Caín también era hermano de Abel.

Juego trancado. No pensaba dejarlos solos. Prefería que estallara una crisis de una buena vez. Si eso pasaba, Santiago se iba a ver obligado a defender a su ídolo en ruinas. Vergara cedió un poco.

–Déjame hablar con Santiago –dijo–. Después hablo contigo.

Los dejé conversar en privado. Estuvieron unos minutos dentro de la oficina del entrenador y de rato en rato se escuchaba un grito de Vergara seguido de un manotazo en la mesa. Cada vez que Santiago comenzaba a susurrar Vergara lo interrumpía con otro grito y otro manotazo. El entrenador parecía estar castigando a un hijo suyo, a un hijo de los malos. Cuando Santiago salió por fin a hacer sus calentamientos, me acerqué al entrenador. Estaba preparándome para un feroz forcejeo, para intentar todas las defensas y explicaciones, y sobre todo para detenerlo con una patada en el estómago cuando me gritara por primera vez, pero la conversación fue más bien breve. Me dijo, cansado, casi suplicante, como si estuviera a punto de llorar: "No sé qué estás haciendo con Santiago, pero sé que es algo malo y quiero pedirte que no lo hagas más. Ese carajito puede ser campeón mundial, de verdad. Vamos a ayudarlo".

–Yo estoy ayudándolo. ¿Santiago te dijo que no lo estoy ayudando?

–Eso es todo lo que quería decirte –cortó Vergara, sin mucho trámite–. Por favor, no lo jodas más. Y no trates de engañarme: cuando yo empreñé a mi tercera mujer tú todavía jugabas con tierra y te meabas en la cama.

Me fui con Santiago después de la jornada de entrenamiento. Le pregunté por la conferencia con Vergara. Me respondió fastidiado. "Nada, dice que me estoy echando a perder. Rafito le contó todo y dijo que me mantuviera vigilado por un mes. Quiere estar seguro de que estoy en buena forma antes de conseguirme otra pelea".

–¿Un mes sin pelear? –Salté de la emoción, y esforzándome por parecer escandalizado–. ¿Un mes sin pelear y sin cobrar? ¿Cómo cree ese gordo de mierda que vas a vivir? Te lo dije. Ahora está molesto porque le malograste a su Rosso. Le dañaste todos los planes.

Santiago guardó silencio, caminó todo el tiempo mirando hacia el piso. Cuando llegamos a Montesano, se despidió con la noticia que yo esperaba desde hacía tanto tiempo.

–No me busques en el gimnasio. Creo que no voy a entrenar más.

El mes de inactividad que había planeado Rafito para Santiago amenazaba con prolongarse más de la cuenta, porque el muchacho se tomó en serio lo de divorciarse del gimnasio y estuvo sin aparecer por allí hasta el 10 de julio. Llevaba más de dos semanas sin entrenar, y apenas un día de fogueo después de su pelea más reciente. En resumen, un mes perdido, sin siquiera calzarse un par de guantes, sin salir a trotar, sin intercambiar golpes con un sparring para ejercitar los movimientos y controlar la distancia: nada. Lo cual, por cierto, no fue su falta más importante en ese período. La perdición apenas estaba asomando los colmillos.

Aquella visita, aquel reencuentro con mamá Micaela que podía parecer una reconciliación, perdió su efecto pocos días después. La vieja recibió una notificación de una mueblería de La Guaira, porque tenía vencidos unos giros de la nevera, de la cocina y de la cama, y si transcurría un mes más sin que pagara iban a ir a llevarse esos artefactos –que estaban a nombre de Micaela, por un gesto de buena voluntad de Santiago–, así tuvieran que hacerlo a la fuerza. Micaela no supo qué decir cuando le leí el telegrama, y yo la tranquilicé asegurándole que iba a buscar a Santiago para pedirle ayuda. Y fui a buscarlo, sí, pero no para hablarle de esas cuestiones.

Entonces me enteré de algunas historias, en primer lugar por boca de Mojondemomia. Santiago estaba perdido desde hacía unos días. Ya antes se había quedado por largo tiempo fuera de la casa, y cuando regresaba era para dormirse como un oso, insultar a su mujer y a los niñitos con unos eructos incomprensibles, y luego salía de nuevo para perderse una, dos noches seguidas. "La última vez que vino llegó desnudo. Ojalá no se me acostumbre", remató Mojondemomia.

Más tarde bajé a La Guaira para indagar en los bares de siempre, en Macuto, en Caraballeda, y pude enterarme de algo más. Santiago había sido visto varias veces, borracho o drogado hasta los huesos, corriendo desnudo por la playa y aterrorizando a las muchachitas. Supe que en uno de esos arranques violentó la puerta del gimnasio, una madrugada, y cuando la policía llegó, alertada por unos vecinos que oyeron los golpes, lo encontraron mojado y desnudo golpeando el saco, solo, en la oscuridad. Intentaron calmarlo pero se puso bestia, lo sometieron por las malas y amaneció en la jefatura de policía de La Guaira. Igual que aquella vez del billar, Rafito Cardona fue a pedir que no lo golpearan ni lo abandonaran a su suerte junto con los demás presos, y a hacerse responsable por el ilustre detenido. Amaneció en la jefatura, escuchó el par de consejos que el comisario tuvo la delicadeza de proporcionarle y salió a la calle, encandilado, a mediodía. En la noche lo tenían allí de regreso, otra vez drogado, otra vez deshecho, otra vez desnudo.

¿Era yo culpable de esa conducta? Ah, por favor, Carlos, ya sabes que con mucho gusto lo reconocería y lo contaría como una conquista bien buscada y mejor lograda, pero no, ahora estoy seguro de que Santiago tenía esa afición por la blanca nieve desde antes, sólo que nunca nos habíamos enterado y nunca había tenido suficiente dinero en el bolsillo para conseguirla en buenas cantidades como cuando empezó a pelear y a cobrar. Y la afición por las exhibiciones de su cuerpo de orangután tampoco era una novedad. Poco después, en el gimnasio de El Paraíso, escuché decir a Fulgencio Obelmejías que ya él antes lo había visto en ese plan, causando pánico en las playas de Río Chico entre la concurrencia femenina, con sus gestos de orangután y su paloma negra de lo mismo. Honor a quien honor merece: no fui yo quien lo desvió del camino de la abstinencia y la cordura. Mis planes eran desviarlo de todos los demás caminos.

El jueves 9 de julio, a altas horas de la noche, volvió a tener aquel súbito ataque de irritación. Rompió la puerta del gimnasio, pero esta vez sólo se quedó allí dormido. No se desnudó ni golpeó el saco ni hizo ruido alguno, simplemente entró, aseguró la puerta por dentro, se acomodó en el centro del ring y durmió a pierna suelta hasta el día siguiente. El viernes, muy temprano, cuando llegó Vergara, se encontró a su pupilo tendido en la lona. Lo despertó, le metió un sermón paternal, le dijo con mucho tacto que no se dejara envolver por mi perversa influencia –con mucho tacto: hablar mal de mí delante de él ya era causal de guerra–, y le ofreció su apartamento para que se quedara unas semanas mientras se desintoxicaba, para que regresara al gimnasio con chance de recuperar su forma física. Santiago se negó. Explicó que tenía a la mujercita y a los niños abandonados y tenía que volver allá. Además, estaba muy resentido con Rafito y esa decisión de no buscarle peleas. "No seas pendejo, ya teníamos listo tu próximo combate para el 20, dentro de 10 días", lo alentó Vergara, antes de desinflarle de nuevo la esperanza: "Hasta ahora no le he dicho a Rafito que estás perdido del gimnasio, pero de todos modos en ese estado no puedes pelear. Ven a entrenar y te conseguimos una pelea para dentro de un mes".

Santiago se puso frenético. Le aseguró que había estado corriendo a diario en la playa. "Sí, ya me enteré. Ahora corres desnudo y espantas a las niñas", le dijo Vergara. Santiago puso todo su empeño: "Estoy en forma, estoy bien, me siento como un tigre, estoy rápido, fírmame esa pelea". Vergara se negó. Dijo que no quería verlo lesionado ni dando un feo espectáculo, había un físico y una imagen que cuidar. "Te invito a que vengas a entrenar otra vez, pero ahora el régimen es militar. Te espera un mes de trabajo duro, sin bebida ni cogeculos extraños, y después hablamos de la pelea". La súplicas de Santiago se prolongaron toda la mañana, y mientras los demás boxeadores se incorporaban al entrenamiento él estaba pegado del pantalón de Vergara, quien permaneció inflexible.

–Llora, jódete, pero en ese estado no vas a pelear. Ahora, si tienes tantas ganas, deberías ponerte a calentar de una buena vez. ¿Qué esperas? ¿Estar en forma ejercitando nada más la lengua?

Al escuchar esto pidió prestado un pantalón corto y fue a cambiarse, hizo un calentamiento de veinte minutos y regresó al lado del entrenador, a seguir implorando por una oportunidad. En eso estaba cuando yo llegué al gimnasio y vi el resto de la escena. Un cuadro lamentable. Vergara, agrio, le decía que parecía un saco de papas, que tenía una barriga cervecera del carajo, que se mirara en el espejo a ver si esas ojeras le parecían de atleta. En ese momento terminó de calentar Mauricio Bravo, un peso Welter que estaba bien ubicado en el ranking mundial y era una de las piezas duras de Rafito en la categoría más lucrativa del momento, la de Leonard, Hearns, Mano’e Piedra Durán. Mauricio se quejó ante el entrenador por la ausencia de sparrings de su peso. A esa hora sólo había muchachos de 55 kilos o menos, y él necesitaba cruzar guantes con hombres de 65 o más para entrenar completo. Entonces Santiago, que tal vez por la falta de ejercicio tenía cierto sobrepeso, pero no llegaba a 63 kilos, se metió de un salto en el ring de prácticas, sin pedirle permiso a Vergara: "Pásame el protector. Mauricio, vamos a guantear".

El entrenador, medio arrecho ya por la impertinencia de Santiago, lo dejó montarse, pero les indicó que sólo pelearan en el cuerpo a cuerpo, en rounds de dos minutos. Y, dirigiéndose a Mauricio Bravo: "Métele por las costillas, para que aprenda a respetar el gimnasio".

El intercambio de golpes fue intenso, pero breve. Un Santiago tambaleante, impreciso, fuera de distancia, asumió aquella práctica como un combate decisivo de su vida, pero apenas Mauricio lo tocó con la izquierda se fue hacia atrás y tuvo que amarrarse de las cuerdas. Eran las manos de un peso Welter, ocho kilos más pesado y ocho centímetros más alto que cualquier rival que hubiera enfrentado antes. Santiago se recompuso, volvió a meterse en la candela y esta vez, ante la sorpresa de Vergara, los ayudantes, los mirones y los demás boxeadores, un derechazo de Santiago explotó en el centro del pecho de Mauricio Bravo y éste cayó sentado junto a las cuerdas. Mauricio se incorporó, alisó la lona con el pie para disimular un poco y hacer ver que la caída había sido por un resbalón, y regresó al combate, a reanudar el furioso intercambio de ganchos y uppers cortos a los costados. Diez segundos antes de culminar el primer round otra derecha de Santiago alcanzó su objetivo, que esta vez fue el rostro de Mauricio, y de nuevo el mejor peso Welter del país visitó la lona, sorprendido, con el protector de la cabeza desencajado de su sitio debido a la fuerza del impacto. Esta vez se levantó, salió del ring y le dijo a Vergara: "No me pongas a guantear más con ese loco. ¿No le dijiste que era nada más una práctica?".

Santiago volvió a lo suyo.

–Te dije que estoy en forma, Vergara. Y necesito pelear, ya no hay con qué comer en la casa.

Vergara se mordió la lengua, lo llamó aparte y le anunció su decisión como si fuera un castigo: "Okey, te quedan ocho días para entrenar. Te quiero aquí en el gimnasio, encerrado desde las seis de la tarde hasta las doce del día siguiente. En la tarde vas a tu casa y resuelves lo que tengas que resolver, pero si me entero de que estás bebiendo o metiéndote mierdas por la nariz no entras más a este gimnasio y le dijo a Rafito que te cancele el contrato. Te lo advierto: nada de mirar para los lados desde hoy hasta el 20".

Santiago casi se arrodilló a besarle los zapatos para darle las gracias.

La pelea que le firmaron era contra Rubén Véliz, todo un veterano de guerra. Había sido campeón nacional peso Pluma desde 1978 hasta 1980, pero había abandonado la división por problemas de peso y ahora militaba entre los pesos Ligero Júnior y Ligero, donde no había llegado a ser una gran figura pero tampoco le había ido mal. En total tenía 31 peleas, con 27 victorias (18 por nocaut), tres derrotas y un empate, así que se trataba, ni más ni menos, del peleador más experimentado que había enfrentado Santiago hasta entonces, y además le llevaba cierta ventaja de estatura, algo así como seis centímetros. Y algo más: era un boxeador zurdo, y pocas cosas resultan tan incómodas en el boxeo como pelear contra un zurdo. La guardia es diferente a la de los derechos, se paran con la mano y la pierna derechas adelante y la izquierda atrás, y no se puede abusar con ellos con el jab, porque por encima de la izquierda de uno puede venir la derecha de ellos. Un verdadero martirio.

Santiago, por su parte, había cumplido con la totalidad de las exigencias de Vergara y había registrado en la balanza 59 kilos 800 gramos, lo mismo que su rival. Pero tenía apenas una semana de entrenamiento, y esto podía pasarle una alta factura, sobre todo si la pelea se prolongaba durante muchos rounds. En vista de eso, Vergara insistió hasta el tormento en que la estrategia a seguir era conectar a Véliz abajo, en la zona media, para no dejarlo correr mucho. No podía arriesgarse a que esta pelea tuviera el mismo signo que la de Rosso, y Véliz iba a hacer exactamente el mismo planteamiento que él: desplazarse por todo el ring, no estarse quieto ni pararse a intercambiar golpes jamás. Su plan, como buen veterano y estilista que era, iba a consistir en no dejar que Santiago llegara con sus golpes, mantenerlo siempre a raya y golpear desde afuera para aprovechar su estatura y su rapidez. "Métele por el hígado y por el estómago. Cuando se pare, le arrancas la cabeza", fueron la palabras finales de Vergara antes de bajar del ring y escuchar el tañido inicial de la campana.

Contra todo pronóstico, contra toda regla, apenas comenzó el primer round Rubén Véliz salió adelante y desechó todo lo que la teoría boxística indicaba que debía hacer. Obvió el asunto de su estatura privilegiada, ignoró el trámite de los desplazamientos y la velocidad, le supo a mierda la ya célebre potencia de Santiago, y, sin pararse a pensar en guardias monolíticas ni en maniobras escurridizas, conectó un tenebroso izquierdazo en el centro de la boca del Trueno del Litoral y éste se fue hacia atrás sin balance hasta caer sentado, íngrimo y desconcertado ante la general estupefacción. Estuvo quieto en la lona durante cinco segundos, escuchando gritar al público, que se levantó en pleno para mirar bien aquella escena tan fuera del libreto. Cuando el árbitro llevaba la cuenta por seis se levantó con lentitud, mirando con unos ojos de vidrio a Rubén Véliz, profirió la frase "Puta de tu madre" con una convicción de piedra, esperó que el réferi le secara los guantes, y entonces ya no pudo controlarse, ni él mismo ni nadie más pudo controlarlo.

La primera derecha alcanzó a Véliz en la frente, la primera izquierda describió un abanico y se perdió en el vacío. La segunda derecha, en upper, impactó en el mentón, y cinco segundos después ya el cuerpo del veterano Véliz parecía una pobre almohada dando tumbos entre los puños de Santiago y las cuerdas del ring. Cuando había transcurrido un minuto de combate Véliz logró llegar con una izquierda larga al pómulo de Santiago, pero ya todo estaba decidido. Desde la última tribuna del gimnasio Leopoldo Márquez, desde cualquier ángulo de las pantallas de televisión, podía verse con nitidez que el deseo más profundo de Véliz era, no que sonara la campana, no que Santiago sucumbiera ante su desorden y su cansancio, sino que cayera un rayo celestial que dejara sin luz a Caracas y las autoridades se vieran obligadas a suspender ese maldito combate, que ya no era tal combate sino una cacería, una persecución.

El desenlace se produjo al minuto 32 segundos. Véliz, molido ya por varios impactos, separó los brazos en un acto reflejo para apartar los indecentes pero terribles manotazos de Santiago, y recibió una izquierda sólida que lo dejó indefenso junto a las cuerdas. El réferi se percató de su pésimo estado, pero antes de que interviniera para detener la masacre y decretar el final de la pelea Santiago le puso el punto final por sí mismo. Un avión en forma de derecha se estrelló contra la boca de Véliz y éste quedó colgado en las sogas como una vulgar concha de plátano, con medio cuerpo afuera. Ante la ovación del público, Santiago apenas levantó las manos y se bajó del ring, casi huyendo, sin esperar el protocolo final, la lectura del resultado y el levantamiento de su mano por parte del árbitro en señal de victoria. En lugar de ello, se fue directo al camerino.

Aunque no tuvieron la oportunidad de entrevistarlo, los comentaristas de la televisión comentaron entusiasmados el triunfo de Santiago Leiva. Aquella última derecha le había arrancado de cuajo un diente a su rival –buen odontólogo, nuestro hermano– y lo más interesante de todo era que había demostrado tener un instinto de batallador, pues su caída no había hecho mella en su ánimo sino que le había removido la bestia capaz de convertirlo de víctima en victimario. "Recuerden ustedes esta actitud, esta fortaleza", dijo Miguel Thoddé, "y, si no les parece una herejía, compárenla con el estilo y la actitud de Samuel Serrano, quien estará la próxima semana en el Poliedro de Caracas defendiendo su título ante nuestro compatriota Leonel Hernández. ¿Será muy temprano en la carrera de Santiago Leiva para aspirar a esa corona? Preferimos dejarle a ustedes el análisis. Por cierto, a Leonel le vemos el chance que su condición de gladiador experto le otorga, pero parece que su edad y sus condiciones..." y blablablá, paja, paja, blablablá. Otra vez asomaba por allí la intención de llevar a Santiago a una pelea por el título. Lo cual comenzaba a preocuparme más de la cuenta.

Cuando fui a buscar a Santiago lo encontré armando un escándalo menor en el ring side. Estaba señalando con el dedo y gesticulando en la cara de uno de los representantes de la empresa. Vergara lo sostenía y trataba de calmarlo, mientras el interpelado hacía esfuerzos por refrescarle la memoria a Santiago: "Caballero, a usted se le pagó esta pelea por adelantado. ¿No recuerda que el propio Rafito le pagó por el combate de Rosso y por el siguiente, es decir, por el de hoy?". Santiago ya no argumentaba, ahora informaba. "Es que necesito plata, no hay con qué comer en la casa" y ese tipo de brebajes. "Hable con Rafito, pero tendrá que ser mañana, porque él se fue temprano".Nuevo arrecherón de Santiago. Tal como Vergara lo temía, no aceptó quedarse una noche más en el gimnasio, y tampoco en el apartamento del entrenador. Y algo preocupante, tampoco aceptó que yo lo acompañara. Quise insistir e irme con él, pero preferí que su rabia se cocinara sola, sin necesidad de ayuda, con sus propias candelas.


CONTINUA - CAPITULO 8-12

27 de septiembre de 2017

El Beso de la Vida (1967) - ¡No creas todo lo que ves! Entérate de la verdad


Un trabajador tratando de salvar la vida de su compañero después de haber tenido contacto con un cable de alto voltaje en 1967. No sólo la foto es asombrosa sino que J.D. Thompson salvó la vida de Randall G. Champion y continuó viviendo otros 35 años hasta que falleció en 2002 a los 64 años.

LE CAYO UN METEORITO Y SOBREVIVIO - (1954 – Herida por Meteorito)



Conozca a Ann Hodges la primera y única persona conocida que haya sufrido una lesión directa de un meteorito. Mientras dormía en su sofá en Alabama, un meteorito rompió el techo y la golpeó en el muslo. Después de que la roca fue examinada por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, fue devuelta a Ann.




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