Fraterno Carlos Leiva:
No tengo que explicarte cómo reaccionó mi hígado delante de aquella evidencia: Santiago se había convertido, contra toda lógica y contra mis deseos, no en un boxeador eximio ni en un noqueador imponente, sino en un artefacto de demolición. Lo cual tenía su lado provechoso para mí, puesto que ya había tenido tiempo de verificar lo manejable y desordenado que era ese afán de destrucción. Todo estaba –o parecía estarlo– servido para las maniobras siguientes.
Aquella noche lo convencí para que celebráramos su nueva victoria en los bares de putas, en los huecos más podridos y sabrosos de Caracas. Antes, por supuesto, lo colmé de felicitaciones y hasta le pedí perdón por mi feo análisis de antes. Después de todo –le dije– él era un peleador fuera de serie y le sobraba fuerza para destrozarle los planes a Rafito Cardona –ese ladrón–, pero mi deber era prevenirlo contra las maniobras de los tipos tramposos. Convincente o no mi argumentación, lo cierto es que Santiago se la comió completa, casi sin saborearla. Algo comprensible debido a su idiotez, pero de todos modos un poco extraño. ¿No le había dado suficientes muestras de generosidad el empresario Rafito? ¿No era más fácil confiar en él que en mí? Esa misma madrugada había de llegar a mis oídos la sensacional respuesta a esas preguntas.
Al ser entrevistado para la TV, Santiago aprovechó para lanzarle un nuevo recordatorio al empresario. Reveló a todo grito y ante miles de televidentes la promesa de Rafito: "El gordo me va a conseguir una pelea por el título antes de diciembre. Eh, gordo, no se te vaya a olvidar. Ya te reventé al lagarto que me trajiste hoy. A ver si me traes a un rankeado ahora". La reacción tomó por sorpresa a los comentaristas, quienes intentaron salvar la imagen del ídolo y sacarle un comentario gallardo hacia el caído, pero ante la turbación general Santiago lo despachó con una agria despedida: "Los lagartos a su monte, los monos a su palo y los pendejos a su cueva. Que aprenda a pelear". Rafito, muerto de la risa, le canceló el dinero por su pelea de esa noche y también por la siguiente, y además, para acabar de tranquilizarlo y ganarse su voluntad, le perdonó la deuda de los próximos dos meses.
Fue fácil, pues, convencer a Santiago para que saliéramos a festejar. Según un acuerdo inicial, sólo gastaríamos la parte del pago que me correspondía, pero los planes cambian, sobre todo después de cargar diez o quince cervezas en el cerebro. Vergara le aconsejó un poco de control, casi le suplicó que se mantuviera cuerdo, pero al parecer para Santiago era muy importante complacer al buen Gerardo, su hermano del alma, tan sacrificado y tan merecedor de un poco de atención. Vergara me miró por dos segundos. Aquellos ojos eran dos candelas de odio o terror, pero al final decidió tragarse sus comentarios y le dijo a Santiago: "No te pongas bruto. Te conviene estar sano". Dio la espalda y se fue, mordido por una preocupación que se le notaba hasta en la forma de caminar.
Nuestro tour comenzó en la avenida Nueva Granada, que no se caracteriza precisamente por ser la zona más distinguida de la ciudad, sobre todo después de la medianoche. Vimos el desfile de diablas y transformistas que se venden por un tabaco aliñado, un tubo de nieve o cualquier billete de miseria. Vimos a diez o veinte lobos solitarios y parejas de lobos de los que asaltan en serie, siempre en la misma cuadra, sin que las patrullas que de cuando en vez se dejan caer por el lugar logren pillarlos jamás. Estábamos de suerte esa noche. Justo al pasar por el cruce de la avenida Roosevelt vimos en acción a uno de aquellos equipos de dos. El primero intentó inmovilizar a la víctima –un señor gordo y bien trajeado– aplicándole por detrás una llave de lucha olímpica, mientras el otro le metía sus buenos carajazos por la barriga. El hombre, más fuerte de lo que ellos se imaginaban, derribó al que lo sostenía por detrás con un manotazo desesperado. El de adelante levantó de la acera una botella, la partió y trató de amedrentar al gordo colocándosela cerca de la cara. El hombre retrocedió un poco, miró a los lados y no vio a nadie. Miró hacia la acera de enfrente y nos vio a nosotros, instalados en primera fila en plan de espectadores. Pidió auxilio tímidamente, tal vez porque supuso que éramos del equipo de los malos. Entonces se soltó a gritar con unos gritos a los que nadie respondió, entre otras cosas porque ver a un hombre implorando por su vida no es ninguna novedad en esas calles. El gordo trató entonces de correr hacia donde estábamos nosotros, pero antes de llegar a la isla ya tenía encima a los ladrones. Uno de ellos lo atrapó de nuevo por detrás y le abrió el pescuezo con el pico de la botella. Después vino la revisión de la chaqueta y del pantalón, el saqueo rápido, el despojo de los zapatos. Y después el temblor del gordo tratando de gritar y de levantarse. No logró nada de eso, porque la muerte le pesaba tanto como la tonelada de grasa de su cintura. Tuvimos que marcharnos. No es bueno hacer de testigo cuando los protagonistas no han dejado rastros.
Caminamos más hacia el norte y entramos en el primer bar-cabaret, justo a tiempo para ver el show estelar. Sentimos un olor desnudo y de pronto, frente a nosotros, comenzaron a moverse las mulatas más recias, los culos más redondos y sudados de la noche. Aplaudimos a rabiar la actuación de unas tipas que respondían por igual a los halagos y las groserías con una sonrisa que parecía sacada de la tumba, una mueca mal entrenada de agradecimiento a los que reconocían la excelencia de su arte. En ese sitio estuvimos hasta cerca de las dos de la madrugada. Previa revisión de sus bolsillos para verificar que había fondos suficientes para multiplicar por diez las cervezas consumidas hasta esa hora, partimos hacia otros locales. Nos detuvimos unos pocos minutos en un local que ya pasó a la leyenda del Caribe, gracias a una voz inolvidable: el Tíbiri-Tábara, convertido en un botadero de basura y de centavos capaz de espantar muy lejos a cualquier leyenda y a cualquier fantasma, incluso a la leyenda y el fantasma de Daniel Santos. Vimos y manoseamos más putas en La Orquídea, nos dejamos embelesar por el show de Mi Bombo, donde unas niñas de cuerpos de fantasía se enredaban en un culebrismo todo loco bajo un vulgar chorro de agua, como el que sueltan los grifos de los lavaderos.
Serían las cuatro de la madrugada cuando llegamos a La Piña de Oro, una sala de billar con unas luces rojiamarillas, precarias. La hazaña allí no era ganar un partido, sino pegarle a la bola correcta. A esa hora ya teníamos adentro suficientes cervezas, y suficiente euforia en el ánimo. En una noche habíamos tenido un triunfo –una derrota, en mi caso–, sangre, muerte, putas, alcohol, aire nocturno, cosas buenas para el animal de adentro. Justo cuando pensaba en mi propio animal cuando me fijé en el que tenía delante, recostado de la barra. Santiago parecía un gorila, una mole o una estatua. El ojo izquierdo aporreado, la mitad del rostro un poco más oscura que la otra a causa de los golpes, el sudor bajándole en gotas gruesas hasta la franela, el agua tibia de los ojos desparramando brillos, la desorientación mental manifestada en sus pocas frases. Lo que mejor se le entendía era su rosario: "Serrano es una mamita. Rafito, gordo, tráeme a Serrano".
Estábamos tomándonos la segunda cerveza de ese lugar, y quizá la número treinta de la travesía, cuando Santiago me hizo la invitación. "Vamos a jugar. Yo pago la mesa". Acto seguido, llamó al encargado del billar y le pidió una piña y unas bolas. "Vamos a jugar", insistió. Lo miré de frente, con tanta fijeza como pude. Santiago también me miró. Intenté congelar la mirada en él, a través del humo de docenas de cigarrillos, y él quizá se esforzaba por hacer lo mismo. Un minuto después volvió a insistir: "¿No sabes jugar?", ya preparado para iniciar con el taco en la mano. Seguí callado, tratando de que interpretara la situación por sí mismo. Pero mi silencio no era suficiente para explicarle nada a este gusano infeliz. Entonces me subí la manga izquierda hasta el hombro, y levanté el fragmento de brazo.
Santiago pareció despertar, se dio un manotazo en su cabezota pelada –un manotazo que resonó como un correazo en una nalga desnuda–, como quien recuerda de pronto algo muy importante, se frotó los ojos, retrocedió y regresó a su puesto en la barra. Allí se apoyó en los codos, metió la cabeza entre las dos manos y empezó a llorar. Y a pasear esos mocos. Por segunda vez lo veía reducido a su condición original de niño retrasado. Me acerqué con el falso objeto de consolarlo y pedirle que se calmara, pero en realidad fui a esperar que hiciera su confesión. Y qué clase de confesión, hermano, qué clase de confesión.
Dijo, en un idioma bastante claro si estuviera hablando con un mandril, pero apenas entendible para mis ansias de información, cuánta pena le había causado aquel episodio de Mario, el borracho que tuve que matar debido a su cobardía. Dijo que nunca se hubiera imaginado que callar a aquel pobre tipo era tan importante, y por eso no había puesto todo el empeño. Dijo que yo era su ídolo, que nunca se había perdonado a sí mismo mi tragedia y por eso se había hecho boxeador, nada más para lavar mi nombre, y en mi nombre tenía que conquistar ese campeonato mundial que yo nunca pude ganar. Dijo también que mamá Micaela no había llorado tanto como él por mi muerte, perdón –"No quise decir eso, cómo voy a decir que tú estás muerto"– por mi problema, y que él y la vieja lo habían arreglado todo para no causarme más molestias, hiciera lo que hiciera, "Ni falta hace que trabajes, yo voy a darte algo de lo que gane", pero no porque me tuviera lástima sino por un gesto de admiración, "Usted es un hombre grande, Gerardo, yo quiero ser como usted, no me odie, no crea que yo estoy gozándome esta fama, yo tengo pena por lo que le pasó a usted", y aquel chorro de lágrimas y líquidos verdes de su nariz mezclándose en la barra con la cerveza y los vapores de sudor convertidos en un rocío salado.
No puedo decir que después del festival de tragos y del coñazo de la revelación estaba al cien por ciento en capacidad de planear cuál debía ser mi actitud correcta, pero mientras Santiago se ahogaba en su remordimiento y su culpa me tomé un par de minutos para pensar. Tuve que hacer una selección entre el respeto al plan y lo que me dictaban las ganas, entre aprovechar que esa gigantesca espalda estaba allí, entregada, franca, para hundirle una botella partida hasta los tequeteques, o aprovechar esa postración moral para hacer lo que tenía proyectado sin necesidad de ir preso otra vez. Al fin le di una palmada en la espalda, lo animé, "No me jodas, un monarca no llora. ¿No quedamos en que Samuel Serrano es la mamita y tú eres el campeón?". Le dije que dejara esas preocupaciones pendejas porque en mí no había rencor –¿contra mi hermano? ¡nunca!– y además lo importante era el futuro, el pasado había quedado atrás y blablablá, toda esa paja loca que uno aprende de tanto andar entre hipócritas y traidores. Le pedí un poco de dinero y él me lo dio en el acto, aunque un poco preocupado, "No te vayas a ir". Lo tranquilicé, "No, ya vuelvo", y salí a la avenida. A los cinco minutos regresé con unos gramos de nieve. Un perico más o menos puro, nada más para alegrar los sentidos.
Santiago no tuvo reparos en aceptar cuando le ofrecí la primera vez. Y, por supuesto, tampoco la segunda, ni la tercera, ni las demás. Al cabo de un rato cambió el llanto por una actitud de coloso y se lanzó un potente discurso sobre Gerardo Leiva, el mejor peleador del mundo, y Santiago Leiva, su digno continuador. Cuando hubo terminado de gritar, un hombre con aire de ecuatoriano se le acercó y dijo que lo reconocía. "Yo vi su pelea anoche, maestro. Muy buena". Santiago le dio las gracias.
–Nomás se le veía un poco lento, ¿qué le pasaba? De verdad, parecía una vaca.
El primer impulso de Santiago fue celebrarle el chiste al hombre. Pero yo intervine a sus espaldas: "¿Qué vaina es esa de llamarlo vaca, rolitranco de pendejo?". El hombre se puso tenso.
–No es con usted, viejo, es con el señor acá –dijo.
–¿Cómo que vaca? ¿Tú vas a ofender a mi hermano, enano siniestro, relambepipe y maricón?
Silencio en el billar. La mayoría de los presentes se fueron arrimando a las paredes, otros se quedaron muy cerca frotando los palos con las manos.
–¿A quién le dices vaca, maldito estúpido, coño de tu padre, y no te nombro a tu madre porque hace tiempo no me meto con putas?
–Un momento –reaccionó el hombre, quitándose la camisa con un gesto de desafío–, no me nombres a mi vieja.
–Bueno, Santiago, un campeón de verdad no deja que un pendejo como éste le busque pelea.
Santiago había permanecido como ausente de la discusión, pero al escucharme se estremeció, se quedó quieto un momento, volteó a verme, la sonrisa de idiota apagada y la boca abierta. No, no era en broma, mi llamado era en serio, tan serio como aquel otro de 1974. Miró hacia los lados, casi dormido. Luego se movió lentamente, se torció los dedos hasta hacerlos tronar, se dobló hacia abajo como si fuera a amarrarse los zapatos y cogió una silla por las patas. La silla se desarmó entre sus manos como una bolsa llena de espaguetis crudos. En cada mano le quedó una pata.
Apenas tuve tiempo para saltar dentro de la barra y mirar la escena desde allí, más o menos a salvo del cataclismo.
Cuando todo terminó, mil chispas de sangre encochinaban la tela de las mesas de billar, una docena de guapos –que al principio eran muchos más– quedaron desparramados dentro del bar, en la acera y en la calle, y siete policías sudaban ríos de tinta tratando de contener a un Santiago que no paraba de aullar, patear, morder, gritar. Serían las cinco o las seis de la mañana. Las calles empezaban a llenarse de gente y el cielo de Caracas comenzaba a llenarse de sol.
Buena pelea. Hacía tiempo no ejercitaba la vena sanguinaria, aunque esa vez no me arriesgué a salir de cuerpo entero a combatir. Creo que por mi desventaja física se me puede perdonar que haya estado todo el tiempo protegido del otro lado del mostrador, desde donde me di banquete lanzando botellas llenas y vacías y repasando a los combatientes que se acercaban más de la cuenta, todo esto después de obligar al dueño del negocio, un portugués hediondo a alcanfor, a dejarme libre el camino, bajo amenaza de destripamiento. Cuando escuché las sirenas tuve cuidado de asegurar mi retirada por dentro del local. Pasé a la cocina, subí unas escaleras de caracol y de pronto me vi montado en la azotea del bar. Santiago, por su parte, repartió palazos y hasta esquivó unos disparos en lindo estilo, antes de descalabrar a patadas al dueño de la pistola. Aunque hubiera preferido que una de aquellas balas le hubiera partido el alma, fue una delicia ver cómo reventaba a los rivales como si fueran cucarachas y, sobre todo, ver cómo lo sometían y se lo llevaban los de uniforme. Mientras ellos estaban ocupados con Santiago, yo salté por encima de un muro y fui a caer en un terreno baldío, desde donde pude salir caminando hasta la calle de atrás. Buena pelea, bonita pelea.
Caminé un rato, tratando de tranquilizar a la voz oscura, a mis ideas y a mi estómago. Como no logré calmar a ninguna de las tres cosas, seguí caminando. Dejé que el calor me ayudara a salir del embobamiento, y de repente no sentí más nada.
Desperté cerca del mediodía arrojado en una plaza, debajo de un montón de periódicos y cartones, como un despojo más en la ciudad de los despojos errantes.
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