El mes de mayo del 81 comenzó para mí con buen pie, como para esperar de él avances interesantes en los planes. Para mamá Micaela también tuvo su hora y media de felicidad. Un día apareció Santiago por el rancho con una nevera nueva para sustituir al camastrón oxidado que ocupaba media cocina. La situación –decía Micaela– estaba mejorando.
Este aparato tenía cierto aire de autobús abandonado pero la vieja le había cogido cariño, quizá porque fue el primer refrigerador que tuvo. Por el precio que Santos había pagado por el rancho nos lo habían dejado como un recuerdo adosado a un rincón, el más lleno de grasa y basura superpuesta de toda la casa. Justo cuando lo sacaban de allí, el armatoste soltó un millón de costras, telarañas y ratones recién nacidos –los suficientes para espantarle a Micaela el cariño– y de paso obligarla a hacer una limpieza de emergencia en esa área del rancho.
No iba a durarle mucho tiempo más su felicidad de ama de casa. Por primera vez en años tuvo que limpiar el piso, luego ubicó la nevera en su sitio, se sentó un momento a descansar al lado de sus hijos y fue entonces cuando le aterrizó en la mente el detalle: las apariciones televisadas de Santiago habían causado muchas alegrías y generado buenas expectativas, pero, cosa extraña, ni ahora ni nunca, desde que Santiago se hizo profesional, había nada con qué llenar esa nevera, sin duda la más hermosa –también las más cara– de todo el cerro. Y a cré-di-to, como en las familias organizadas y solventes, pues. Micaela le hizo saber que estaba muy contenta con las mejoras del hogar y con eso de tener un hijo famoso, pero le interesaba mucho saber qué diablos íbamos a comer en los próximos días, y cómo iba a hacer Santiago para cancelar esas deudas millonarias. Porque aquellas eran deudas millonarias, al menos para una familia de indigentes como la nuestra.
Fue el primer conflicto para Santiago en su nuevo rol de hombre de la casa. Allí estaba, todo confundido, tartamudo y tratando de explicar, entre cuentas nerviosas, contradicciones y sorpresivos descubrimientos –"Ah, es verdad. Si en un mes gano 540 bolívares no puedo pagar los 750 por la cocina, la nevera, el radio y el televisor, ja ja ja"– cómo era que Rafito Cardona le había cogido mucho cariño, aunque no tanto como para pagarle al día, ni para pagarle completo. Bueno, el gordo Rafito sí le estaba pagando completo, pero se estaba cobrando con grandes tajadas el dinero adelantado a Santiago cuando todavía no había tirado un solo golpe como profesional. "Pero este mes peleo tres veces", era el razonamiento de Santiago. "O sea, le termino de pagar con las dos primeras peleas y después, con la tercera, cancelo la deuda...". Abominables matemáticas. Por cada pelea le pagaban 180 bolívares, y 180 por tres son 540, mucho menos que los necesarios 750. La discusión se acabó cuando Santiago se rindió ante el acoso de Micaela y ante su propia estupidez, mandó al carajo a la voz repentinamente sabia de su madre y salió del rancho escupiendo unas parrafadas de orangután.
Micaela todavía humeaba del furor cuando de repente apareció en la puerta una sonriente Mojondemomia, saludando y preguntando por su marido. No me costó mucho convencer a Micaela, a espaldas de la recién llegada, de que ésta era la culpable de nuestras escaseces. Le insinué que Santiago le regalaba a su mujer buena parte de su sueldo y por eso no le alcanzaba para traer el pan al hogar. Hastiada y ciega, Micaela se mandó el gran desahogo descargando a la Mojondemomia, esa pobre criatura que a lo mejor lo único que recibía de Santiago era un puñado de manotazos en forma de caricias.
La tensión llegó hasta allí, al menos por esta vez. En la tarde, la oveja descarriada estaba de regreso y no le fue difícil remendar unas cuantas explicaciones para asegurarle a Micaela que sí, cómo no, por supuesto, ya habría con qué comer, vivir y pagar. Y, mientras la angustiada madre esperaba el momento de los almuerzos con todas las de la ley y la mudanza hacia otros lares menos repulsivos, ahí le quedaba la emoción: encienda la televisión, vieja, allí verá a su muchacho haciéndose famoso gracias a su genio sin igual, a sus artes de guerrero invencible.
Para variar, ese mismo día reapareciste tú por la casa. Bienvenido fuiste, Carlitos, después de una ausencia de casi un año –¿qué edad tenías? creo que 24; yo andaba por los 28, y Santiago tenía 22– y no puedo decir que a Micaela le desagradó tu actitud de muchacho cooperador. Apenas saludaste y diste un vistazo alrededor te calzaste unos pantalones cortos y completaste la labor de limpieza que mamá Micaela había iniciado. Eso le gustó, sí, y también le gustó tu anuncio de que habías conseguido donde vivir, además de un trabajo muy bueno en Caracas, y por eso estabas en condiciones de depositarnos un dinero en el banco cada mes. Pero lo que sí le causó consternación fue la exploración visual de tu cuerpo, mientras limpiabas. ¿Qué podía significar ese cabello pintado de rojo, ese corte de pelo tan –no sé, quién sabe, tú sabes– tan delicado, esas uñas resplandecientes, esas ropas ajustadas, esas cejas tan bien delineadas? Quizá recuerdes que yo te lo pregunté sin disimular las ganas de humillarte y de sacarte a empujones de la casa, y recordarás también que Micaela me mandó a cerrar la boca, sobre todo cuando dijiste lo del depósito bancario de cada mes.
Pero luego la propia Micaela, hablando consigo misma en voz muy baja, aunque audible para los oídos alertas, se dio a sí misma la respuesta que no te había permitido revelar. Agazapada de dolor en el baño, lo resumió todo con una frase de esas que tumban paredes y pasan a la historia: "Ahora sí nos jodimos: un hijo loco, uno asesino y ahora el otro marico".
El anuncio de la séptima pelea de Santiago llegó al mismo tiempo que el de una nueva oportunidad para un venezolano de ganar un título mundial. Cuando escuché al portavoz de Rafito dar la noticia sentí un frío en el espinazo: Samuel Serrano, campeón mundial Ligero Júnior, vendría a Caracas el 29 de julio para enfrentar a Leonel Hernández.
Leonel Hernández. Ese nombre me entraba en los oídos con un ruido de toros furiosos en el corral, me removía pensamientos trascendentales y también muy íntimos. Me traía a la memoria al buen peleador que yo fui, al inmenso peleador que pude llegar a ser. Creo que ya no vale la pena ocultarte ciertas verdades. Por ejemplo, que en mi sueño más terrible e insistente me veo de regreso a aquellos días de gloria en gestación, con mis dos brazos enteros, preparándome a conciencia para el combate con Leonel, el mismo que había de catapultarme a la fama en un tiempo en el cual el boxeo todavía era un territorio de gladiadores y no ese baile de maricones en que lo habían convertido. En el sueño me veo entrenando diez horas diarias, trotando por la orilla del mar de Caraballeda, sacando del camino a cuanto sparring me ponen enfrente, hasta que llega el momento del combate y una multitud pide a gritos el comienzo del festival de bolas y coñazos que promete ser esa pelea. Subo al ring, toda la gente querida y las mujeres bellas de mis deseos están en ring side, las cámaras de televisión nos apuntan y el narrador habla maravillas de los dos combatientes. Los seconds y entrenadores se retiran del cuadrilátero, sobre el ensogado quedamos Leonel, yo y el árbitro, suena la campana, doy dos pasos al frente, voy a castigar con la derecha al consagrado Leonel Hernández. Entonces la imagen se diluye porque de pronto estoy despierto. Indefectiblemente, con precisión de cronómetro, así es como ocurre: jamás he podido, ni siquiera en sueños, pegarle un maldito derechazo a Leonel Hernández.
Ahora un Leonel envejecido, aunque muy vital y mucho más veterano que el de mis sueños de 1974, había sido llevado a un combate titular contra este Serrano que, por cierto, también comenzaba a quitarle el sueño a alguien más, ni más ni menos que a nuestro hermano. La razón era, básicamente, que Serrano era el campeón mundial de la categoría en la cual militaba Santiago. Acababa de recuperar esa corona el 9 de abril de manos de un japonés nombrado Yasutsune Uehara. Era la segunda vez que obtenía esa corona, y su veteranía era tanta como de 49 peleas, con 45 triunfos (15 por nocaut), tres perdidas y un empate. Los desvelos del Santiago comenzaron cuando a alguien se le ocurrió mencionar la posibilidad de que Rafito le consiguiera un combate por el título con ese Samuel Serrano. Y además ya se comentaba por allí que la terrible pegada de Santiago iba a ser demasiado para el campeón del mundo, quien en honor de la verdad sí tendía a caerse con facilidad cuando le pegaban con cierta contundencia, y sus nudillos tenían tanta fuerza como para matar moscas: apenas había propinado 15 nocauts en 49 peleas. No se trataba pues, de un monumento a la reciedumbre, y Santiago iba a tener la ocasión única de verlo pelear en persona. Ya tenía fecha el combate. Sería el 29 de julio.
Dios del cielo, ¿de verdad Rafito Cardona tenía tanto poder como para llevar a un combate titular a un muchacho de pañales, con apenas cinco peleas realizadas? Por supuesto que podía. Malas artes no le faltaban. Además, había un lapso de unos meses en el cual Santiago podía hacer varios combates más, adquirir algún fogueo contra rivales incómodos. Diablos, sí se podía, Rafito podía.
Pero de momento había más razones para preocuparse que para soñar. Aquel ofrecimiento de tres peleas en el mes de mayo no iba a poder concretarse, era imposible. La razón era mitad elogio, mitad afrenta: pocos peleadores de su división se atrevían a montarse en un ring con él debido a su fama de arranca cabezas a destajo, y por otra parte tampoco era tan fácil ni tan barato seguir trayendo becerros de Colombia para el matadero. La siguiente pelea que le consiguieron tuvo lugar el 23 de mayo, y fue contra un cumanés desprevenido. El muchacho salió a atacarlo con la frente adelante y Santiago lo dejó clavado en una esquina con el primer y único derechazo disparado en la pelea, que duró sólo 26 segundos. De esta manera llegó a seis victorias, cinco de ellas por nocaut. Para su fortuna, apenas concluyó la pelea le hablaron de un puertorriqueño interesado en venir a pelear, pero en peso Ligero. Como no había más rivales a la vista, el promotor se apresuró a firmar ese combate. Su pelea número siete se programó para el ocho de junio, en la categoría de las 135 libras –61 kilos–, a seis rounds.
Un día, durante los entrenamientos, Santiago me confesó una táctica secreta utilizada por él para engañar al entrenador Vergara. Consistía en salir a correr a todo vapor por la orilla de la playa durante diez minutos para llegar sudado y aparentemente extenuado al gimnasio, y hacerle creer a Vergara que venía de trotar una hora el tiempo reglamentario. No tengo que decir cuánto celebré y aplaudí esa táctica, y apoyé con energía la reflexión del muy analítico Santiago. El pobre estaba seguro de que jamás iba a necesitar la fortaleza de las piernas, esa obsesión del entrenador. "El boxeo es a coñazos, no a patadas", repetía, como si se tratara de un axioma inconmovible. Sencillamente, a él le parecía que con saltar la cuerda durante unos minutos y realizar una sesión de ejercicios abdominales ya tenía garantizada la estabilidad y la ligereza de los desplazamientos. No había quien lo convenciera del error y tampoco había tenido tiempo de verificarlo en los hechos debido a lo poco que sus víctimas permanecían de pie frente a él.
Para su séptima pelea hubo cierto revuelo, pues la propaganda comenzó a moverse alrededor de las virtudes del eximio pegador. Las peleas estelares del lunes 8 estaban a cargo de Luis Primera y de Carlos Piñango, dos ídolos de pies de barro encargados de liquidar, cada uno por su lado, a sendos rivales recién desembalados de su caja de regalos por Rafito. El puertorriqueño que le tocó a Santiago era un sujeto con aspecto de camionero, algo lento pero sin duda bastante fuerte, a quien presentaron con récord de siete victorias y tres derrotas, con seis nocauts. No tuve forma de verificar este récord, pero seguramente era falso como la mayoría de los que traían los extranjeros. Pues bien, en las promociones de televisión se anunciaban "Seis candelosos encuentros. El corajudo Welter Luis Primera, octavo en el ranking, versus el peligroso coreano Plim Plam Plum; el temible fajador peso Pluma, sexto en el ranking mundial, Carlos Piñango, contra el veloz puertorriqueño Carlos Antonio Luis Lovera Méndez González; el poderoso pegador Santiago Leiva versus la esperanza borinqueña de los Ligeros, Julio Morales...". Era la primera pelea de Santiago programada a 10 rounds, por lo cual era presentado como estelarista.
Días antes del programa –a realizarse en el gimnasio Leopoldo Márquez, pues el contrato con el Nuevo Circo acababa de finalizar–, durante un espacio deportivo anunciaron una primicia para todos los aficionados: un micro sobre el peleador en ascenso, el potente Santiago Leiva. Yo lo vi por casualidad, en un televisor ubicado en un bar de Catia La Mar, y no podía creer aquella vaina. El presentador era el mismo periodista que había entrevistado a Céspedes en el hospital. Pasaron unas tomas en el gimnasio de Vergara, un día de prácticas, y luego otras en un pedazo de rancho que, según deduje mientras veía el programa, era donde vivía la Mojondemomia.
En ese increíble programa me enteré de otras novedades. La Mojondemomia tenía dos hijos, uno de dos años y otro de cuatro, y Santiago le había dicho a los entrevistadores que eran sus hijos, y además que esa casa era suya y de su mujercita. Luego transmitieron pasajes de sus peleas y un testimonio del colombiano Céspedes, según el cual Santiago era el peleador más rudo, fuerte, inteligente y poderoso que el barranquillero había enfrentado jamás. Pero sobre su derrota a manos de Reinaldo Hormiguita Hidalgo, ni una palabra. Nada del nocaut fulminante que le había propinado el panameño tres meses atrás, nada del reposo que ya le habían recomendado antes, nada de su sobrepeso ni de las pésimas condiciones de su comida, su alojamiento y su físico. Nada. Si esto se contaba nadie iba a creer en la invencibilidad de Santiago Leiva. Así se construye un ídolo de papel.
Lo demás fue paisaje, calor humano, edificante espectáculo. Como el de aquellos niñitos lombricientos que lloraban de pena ante las preguntas de los reporteros, y su madre luciendo una sonrisa pavorosa ante las cámaras, mientras repetía con su dulzura sin igual: "Mi marido es un altista".
Volé al rancho alterado, no sé si por el espectáculo de Cardona y sus boxeadores de juguete, por las mentiras de Santiago con lo del rancho y los hijos de Mojondemomia, o por su deslealtad. ¿Qué significaba eso de haber recibido a una gente de la televisión y no haberme dicho nada? En cualquier caso, apenas estuve frente a mamá Micaela le pregunté si había visto el programa. Ella dijo que no, pero se lo habían contado. Entonces aproveché para relatarle la noticia con lujo de exageraciones. Aseguré haber oído decir a Santiago, por ejemplo, que su mamá estaba muerta, y juré haber visto aquella casa que compartía con su negra toda llena de lujo y comodidades. Micaela enmudeció de la indignación. Ya llegaría el momento de su furioso estallido. Y llegó bastante rápido.
Dos horas después de yo haber iniciado aquella campaña en el corazón de Micaela apareció la mala nuera, la pérfida, la ladrona, la destructora de hogares Carmencita Mojondemomia. El concierto de insultos, escupitajos y groserías fue espantoso. La negrita apenas soportó diez minutos, al cabo de los cuales se marchó sin poder aguantar el llanto. Pero eso no fue lo mejor. Como resultado de esta jornada, cuando nuestro hermano se enteró de la actitud de Micaela hacia su querida pareja, decidió irse también de la casa. Así, sin más, se largó del rancho porque vio mancillada la dignidad de su mujer. La decisión era una delicia por lo desproporcionada, todo estaba resultando bien. Yo mismo convencí a Santiago para que hiciera su hogar aparte, "Mientras mamá Micaela se contenta".
Micaela no iba a contentarse nunca. De hecho, entró en un estado de histeria tal que me obligó a ofrecerle alternativas concretas y visibles ante la deserción del sostén de la casa. Le dije que a mí debían pagarme por mi trabajo como ayudante de Santiago, y con eso podíamos ayudarnos. No eran unos ingresos muy altos, pero para qué lamentarse, cuándo en la vida habíamos sido ricos. Le prometí también hablar con Santiago y hacerlo regresar a las faldas maternas, pero no lo hice ni intenté hacerlo jamás, por supuesto.
En los días previos al ocho de junio de 1981 quise retomar mi arruinada –y también infantil, es cierto– estrategia, consistente en abordar al próximo rival de nuestro hermano, en este caso el puertorriqueño Morales, en el hotel habitual de las víctimas de Rafito, allá en la avenida Baralt. Pero antes acudí al gimnasio de El Paraíso para verlo en acción.
No puedo decir que el sujeto era una luminaria del ensogado, pero se le notaba un empuje nada desdeñable. Era un tipo grueso, evidentemente excedido de libras, y era más o menos de la estatura de Santiago, un metro 65, quizá 1,67. Duro, fajador frontal, excelente pegador. Buena parte de la sesión de prácticas estuvo golpeando el saco, ensayando sus ganchos, rectos y uppers con una especie de convicción aprendida de memoria. En esa cara había algo más de indio que de afrocaribeño, tenía una mirada parecida a la del Roberto Mano’e Piedra Durán de los años 70, y por lo tanto tenía algo de asesino de bajos fondos; algo de Charles Manson, de camorrero de botiquín, de borracho impertinente. Y dentro del ring, en la sesión de guanteo con su sparring, su fiereza me lució fiel a ese aspecto: era más atropellador que pensante, el suyo era un estilo o anti estilo consistente en ir hacia adelante a matar, a terminar con la fiesta de un solo golpe, por nocaut, sin importarle si el fulminado iba a ser él mismo. Nada de movimientos laterales ni de estrategias para esquivar o contrarrestar los golpes, lo suyo era el cuerpo a cuerpo, el toma y dame a sangre y fuego, la candela en crema. ¿Me creerías si te digo que esa descripción de su forma de pelear, tal cual, sin ninguna letra fuera de su sitio, es la misma que le correspondía a Santiago? ¿Cómo reconocer ahora, sin que me tiemble la voz, que cada vez me creía menos a mí mismo cuando decía o pensaba que el Santiago era un tipo cobarde y sin gasolina en la vejiga?
La sesión culminó y entonces volví a apelar a mi vieja maniobra. Dejé que llegara al hotel con sus acompañantes, esperé unos minutos y pregunté por él en la recepción. Al poco rato bajó, pero no bajó solo; con él venían dos de los sujetos que lo acompañaban en el gimnasio. Tuve un momento de duda, no sabía qué hacer delante de aquellas caras interrogadoras. Uno de los tipos, alto y gordísimo, parecido a Bud Spencer, me miró con una boca torcida de asco. El otro se limitó a bostezar mientras se rascaba la bola izquierda con una mano. Morales preguntó: "Qué quiere". Acorralado, cogido de sorpresa, no se me ocurrió otra respuesta mejor: "Yo conozco al tipo que va a pelear contigo el lunes. Vengo a explicarte cómo hacer para ganarle". El que me miraba con asco hizo "Psch" y me salpicó con un poco de saliva, y el que jugaba con su bola izquierda siguió en lo suyo pero esta vez riéndose, supongo que de mí, de quién más se iba a burlar. Morales se limitó a darme la espalda y regresar adentro sin despedirse. Algo se me removió en la vejiga. Sólo para buscar un poco de bronca, le dije al amigo Manoenlabola "De qué te ríes, cabrón".
Otra humillación para la cuenta de Santiago. Bud me metió un empujón con la mitad de su fuerza y yo fui a caer en la acera, fuera de la recepción del hotel. Busqué con la vista algún objeto, cualquier objeto bueno para reventar cráneos, pero no había nada a la mano. Todavía no había decidido si emprender la retirada o enfrentar a aquellos tipos así fuera a mordiscos, cuando ya tenía a Bud y a Manoenlabola a dos pasos. Bud me torció el brazo contra la espalda, mientras Manoenlabola me decía "Anda a espiar a la madre que te parió". Nuevo empujón, esta vez con tres cuartos de la fuerza de Bud, y otra vez caí tendido en la acera, delante de tres docenas de ojos.
Nunca me había sentido tan inútil, tan poca cosa, tan viejo pordiosero. La gente me miró con una lástima infinita mientras me levantaba, y alguien indignado propuso llamar a la policía y sacar del hotel a esos abusadores, "Ah, qué par de tipos tan indolentes, venir a maltratar así a esa piltrafa, a ese pobre hombre". Huí del lugar, maldije, creo que lloré y estuve a punto de romper todos los parabrisas y vitrinas de la cuadra. No lo hice, simplemente me fui, porque un rayo de advertencia me ubicó cara a cara frente a lo que podía pasar: la policía confrontándome con los puertorriqueños, la indagación en mis antecedentes penales, otra vez la cárcel, adiós a la libertad, adiós al Plan Santiago. Dejé que el ácido corriera por dentro y partí hacia La Guaira.
Llegué al gimnasio. Santiago acababa de ducharse y se preparaba para ir a casa de Vergara. Este quería mostrarle unas grabaciones importantísimas, algunas peleas recientes de Samuel Serrano. La cara del entrenador se retorció como mordida por una piraña, pero Santiago me invitó y Vergara no tuvo corazón para negarme la entrada a su fabuloso apartamento.
Fabuloso apartamento. Un par de sillas destrozadas, una mesa en cuya madera debía haber más de un fósil prehistórico enterrado, unos trapos malolientes regados por el piso y dos niños más malolientes todavía llorando a moco suelto en la sala. Ese era el palacio al cual el distinguido Vergara quería negarme la entrada. Ah, pero eso sí: bajo una falda más sucia que la mujer que la utilizaba de vez en cuando –la mujer del entrenador– había un VHS, un aparato donde veríamos las películas. En fin, allí en la pantalla del televisor teníamos al aparentemente frágil Samuel Serrano. ¿Aparentemente? Bueno, hay cuestiones relativas, que sólo se comprenden cuando uno ve de cerca ese asunto de los estilos.
Están los boxeadores demoledores, los que avanzan, lanzan golpes desde el inicio del combate porque confían en su pegada y por lo general cuando ganan lo hacen en muy pocos rounds, por nocaut. Estos suelen tener problemas cuando se enfrentan a otro tipo de boxeadores más inteligentes y de largo aliento –los que mueven el cuerpo, pegan y se van, se escabullen, hacen girar el tronco, dan dos golpes en la zona media, se amarran, bloquean y son un fastidio porque nunca se paran a pelear cuerpo a cuerpo–, y no logran fulminarlos en los primeros rounds. Al primer grupo pertenecía Santiago y al segundo Samuel Serrano, con el agregado extra de que Serrano no era un novato, sino un veterano con combates contra alguna que otra leyenda del boxeo, como por ejemplo el filipino Ben Villaflor, el japonés Uehara. A Leonel Hernández le había ganado por decisión en 15 rounds en un combate bastante aburrido, en Puerto La Cruz, y se disponía a repetir la gracia el 29 de julio en Caracas.
En resumen, Serrano era heredero de un título que habían ostentado ciertos monstruos de la estatura de Alfredo Escalera, y compartía el alto sitial con otro mito llamado Alexis Argüello. Argüello y Escalera fueron campeones del Consejo Mundial de Boxeo y Serrano de la Asociación, pero la categoría era la misma. ¿Con qué historial contaba Santiago para retar a un caballero metido en tan alto lote?
Pero la ignorancia es una maravillosa generadora de espejismos, y he aquí al Santiago analizando, con sus ojos de pulpero, las peleas del campeón Serrano, que más de una vez a lo largo del vídeo cayó a la lona y cuando pegaba él su rival no parecía darse por enterado, al menos en los primeros rounds. Serrano se desplazaba con elegancia, esquivaba los golpes, contragolpeaba sólo cuando el contrario descuidaba la guardia. Era cierto, este monarca parecía bastante vulnerable. Vimos unos rounds de la segunda pelea contra Villaflor, luego una defensa del título contra un coreano, y la última pelea, íntegra, contra Yasutsune Uehara. Serrano no tenía un miligramo de pegada. Cuando lograba conectar un golpe neto rara vez enviaba a la lona a su oponente, aunque de vez en cuando aporreaba y abría heridas en el rostro. El, en cambio, solía caerse cuando lo conectaban en el sitio y en el momento precisos. Aporreador más que pegador, analítico más que apasionado; tal es la definición del peleador Samuel Serrano. Pero era el campeón mundial, y ese título no se lo había ganado por sorteo al comprar una caja de detergente.
Santiago miraba las peleas con la misma cara que ponen los niños al entrar en una tienda de golosinas. Esa fragilidad –aparente– de Serrano era todo un banquete para las esperanzas, y nuestro hermano se lo devoraba embobado, incrédulo, gozoso, hipnotizado. ¿Era posible que hubiera un campeón tan a la disposición de cualquiera que pegara con fuerza? ¿Un título mundial tan al alcance de la mano? Eso era lo que pasaba por el cerebro del hermano. Algo bastante distinto, mucho menos noble, que mi juvenil –y ahora muerta– aspiración, que no era sólo ganar un título, sino ganarlo en una pelea de esas que estremecen la sangre de las multitudes.
Salimos del fastuoso castillo donde vivía Vergara y nos fuimos a tomar el autobús de Catia La Mar. Sólo un rato más duró la fascinación de Santiago. Duró exactamente hasta que le hablé de la casa y de su decisión de marcharse. Sólo entonces aterrizó. "¿Cómo está la vieja?", preguntó. "Va a estar bien", lo animé. "Creo que es mejor que hagas tu vida afuera. Hacer un hogar aparte es una decisión de hombres". Me confesó entonces que el rancho donde vivía ahora quedaba en la parte alta de Montesano, allá mismo en La Guaira. Ni modo. Esta familia –te excluyo, Carlos, te excluyo con mucho gusto– nació para vivir en cerros.
–¿Está muy molesta la vieja? –insistió Santiago.
–Está arrechísima. Olvídate de la casa, yo me encargo, o mejor dicho, ya estoy encargado. La rabia se le va a pasar. Sobre todo cuando regreses hecho un campeón del mundo.
Cosa extraña. Al decirle esto último me pareció sentir algo parecido a la sinceridad. Hasta con un poco de emoción me salieron esas palabras. ¿Qué diablos me estaba pasando? ¿Ahora iba a quebrarme y a desearle éxitos a ese cabrón del coño? Me dieron ganas de vomitar.
Pero no, un veloz recorrido mental a los sucesos del día me hizo dar con un valiosísimo descubrimiento. Había un hijo de puta a quien tuve que haber matado esa tarde, y no lo hice porque este cuerpo ya no daba para más gestos viriles. Entonces comenzaron a encenderse luces y a sonar campanas. ¿No será una buena idea utilizar a Santiago para que hiciera por mí el trabajo de la destrucción, primero dentro, y luego fuera del ring? ¿No sonaba misterioso, tan extraño como genial, el repentino dictado de esa voz oscura, ese dictado que clamaba: utiliza a Santiago como un arma? ¿No estaba claro que eso era el preámbulo de la fase más ambiciosa de mi plan, aquella que quedaba resumida con sólo completar la frase: utiliza a Santiago como un arma contra sí mismo?
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