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22 de agosto de 2017

EL VERDADERO FINAL DEL "NOVILLO PAIVA" - Capitulo 3-12


El espectáculo de Santiago en el gimnasio me hizo felicitarme por mi decisión de convertirme en su ayudante –cosa que el entrenador Vergara aceptó mordiéndose la lengua; él había sido uno de los primeros en desahuciarme cuando yo empezaba a despeñarme en el abismo–, pues el verlo con detenimiento en las prácticas me fue sugiriendo pistas y soluciones, y al mismo tiempo me ayudaba a echar a un lado algunas apreciaciones equivocadas que la rabia me había hecho albergar.


Ciertamente, Santiago no era en ese momento el garabato enclenque de hacía poco menos de un año. Ahora era un garabato pero musculoso, con una conformación física muy sólida aunque mal distribuida. La cabeza, siempre afeitada al rape, parecía encajada a la fuerza en un tronco cuyos pectorales tenían la potencia suficiente para aspirar en un solo chupido todo el aire del océano. El cuello casi no existía. En su lugar, desde la base de las orejas partían un par de músculos que caían directo sobre los hombros, y más abajo remataban en unos brazos cortos y fuertes. La cintura era algo abultada y casi del mismo grueso de los pectorales, algo entendible porque era un peso Super Gallo, casi un Pluma natural de 56 kilos convertido a punta de pesas en un Ligero Júnior de casi 59, con perspectivas de fajarse en peso Ligero contra rivales de 61. Esa cintura gruesa se convertía de repente en unas nalgas hundidas, y más abajo en unas piernas delgadas, definitivamente inútiles: allí estaba el punto débil, el defecto mayor en un cuerpo nada elegante, aunque –no había forma de seguir negándolo– efectivo en eso de demoler a los oponentes.


Las sesiones de entrenamiento en el gimnasio del maestro Awed le habían ensanchado el tórax a fuerza de pesas y aparatos, le habían aumentado la capacidad pulmonar y la potencia de los biceps y triceps, pero había obviado o dejado para después –nadie sabe– el detalle vital, impostergable, crucial, importantísimo, de las piernas. Se puede ser un pegador letal, y Santiago lo era, pero si a todo el edificio de músculos y pegada que es el tronco y los brazos de un peso Ligero Júnior lo sostienen unas bases habituadas a trasladar de un lado a otro a un peso Super Gallo o Pluma, nada bueno se puede esperar cuando a ese edificio lo estremezca un impacto con cierta fortaleza, o cuando transcurran cuatro o cinco rounds y el rival de turno todavía continúe de pie y disparando alguno que otro golpe. La ocasión de comprobarlo se presentó cuando llegó el momento de guantear en una sesión de varios rounds contra un sparring.

El sparring asignado era un muchacho más alto pero de su mismo peso. El intercambio de golpes no se hizo esperar. Como en estas sesiones se utilizan protectores de cabeza además de guantes más grandes que los de combatir, los movimientos se hacen más lentos y menos contundentes. El entrenador Vergara gritaba sus instrucciones desde afuera del ensogado, tratando de corregir algún defecto, orientando al peleador dentro de la acción. Santiago soportó con buen pie todo cuanto le tiró el otro muchacho y tendía a imponer su fortaleza, pero a los dos minutos del segundo round ocurrió lo que yo suponía que iba a ocurrir: el sparring, con los brazos muy cansados, decidió dejar de pegar a la cabeza y lanzó un golpe más abajo, hacia el hígado. La rodilla derecha de Santiago se dobló y todo el cuerpo se inclinó hacia ese lado. Cuando el muchacho lo fue a rematar recibió una izquierda neta en el rostro y, aunque llevaba protector, se fue hacia las cuerdas tambaleándose como un títere. El entrenador les concedió unos segundos de descanso, luego ordenó intercambiar golpes cuerpo a cuerpo, donde Santiago se lució –en la corta distancia, sus brazos compactos fluían con facilidad entre los brazos larguísimos del otro–, y al final de la tanda salió del ring sudando como un caballo. Enseguida se secó el sudor con una toalla y fue a la balanza, donde registró 58 kilos 300 gramos. Muy cómodo, 700 gramos por debajo del límite de la categoría Ligero Júnior.
Antes de dirigirse a la ducha, el entrenador lo abordó.

–Esas piernas parecen de galleta. Tienes que dejar la flojera. Si no trotas tus dos horas diarias como debe ser, cuando te conecten en la mandíbula te vas a caer en esa lona como un saco de papas.

Cosa que me reafirmó en mis observaciones, y me dio las explicaciones que necesitaba. Esas piernas no estaban funcionando bien, eran la parte débil –además del carácter– de un peleador cuyo aspecto era muy sólido debido a la potencia de sus golpes. Vergara pasó cerca de mí y no pudo evitar dirigirme la palabra:

–Santiago me dijo que te quiere como second. ¿Le vas a poner cariño al trabajo, por esta vez en tu vida?

–Ya usted va a ver cómo convertimos a ese lagartijo en un campeón.

–Va a ser un campeón –me replicó– pero no porque tú lo ayudes.

Me provocó romperle la cara, pero a esas alturas ya el instinto había aprendido a comportarse delante del cerebro. A respetar los planes. Fíjate la clase de escuela que es el desorden.

Su cuarta pelea tuvo lugar el cuatro de abril, ante un dominicano llamado Ender Bolívar. Por primera vez desde el salto de Santiago al profesional yo asistía a una de sus peleas. Mi nuevo papel, mi trabajo, consistía en atenderlo en la esquina después de cada round.

El dominicano asustaba no sólo por su apellido, sino por su récord. Según sus manejadores, tenía ocho peleas, siete ganadas, una perdida, cuatro triunfos por nocaut. Unos numeritos interesantes, sí, pero ya todo el mundo en el medio boxístico sabía que una de las argucias que utilizaba Rafito Cardona para generar interés en el público consistía en eso de inflarle el currículum, con números ficticios, a los boxeadores importados. Nada tenía de complicado el procedimiento: se traía a cualquier caimán al borde de la desnutrición que aceptara pelear por unos pesos, le inventaba una campaña más o menos brillante y se lo arrojaba en un ring a los peleadores del patio. Sólo sabiendo esto podía uno explicarse las impresionantes cadenas de victorias tejidas por un Obelmejías, un Oronó, un Bethelmí, antes de salir al exterior para dar lástima cuando les ponían enfrente a buenos boxeadores en lugar de globos de aire como los que enfrentaban en Caracas.

Pues bien, el Bolívar dominicano traído como carne de cañón para mantener activo al Santiago –y que según las promociones de TV era uno de los peleadores con más futuro de su país– resultó tener en realidad un papel bastante magro. Había peleado siete veces, de las cuales había ganado dos por nocaut, tenía cuatro derrotas y un empate. Santiago, informado de la trampa, nunca se vio tan seguro de sí mismo sobre el ring como esa noche. Bolívar resistió con algo de mártir la turbulencia del primer round, pero en el segundo se desplomó sin sentido apenas fue alcanzado con una izquierda neta en gancho. Por primera vez se le notó algo de soltura al hermanito. Al menos para entrar en confianza estaba sirviendo ese desfile de niñas candorosas que le estaba regalando el promotor Rafito Cardona.

Dos semanas más tarde, el 18 de abril de 1981, volvió a tener acción, esta vez frente a un colombiano de apellido Céspedes. Este muchacho, si bien se veía a kilómetros que jamás llegaría a ninguna parte como no fuera de fakir o de vendedor de quesos, al menos tuvo la honestidad de presentarse con su propio récord y no con uno fabricado de acuerdo con los planes de Rafito. Tenía ocho victorias, dos derrotas y un empate, y tres nocauts en su haber. Nada mal, nada desdeñable. Había llegado el momento de ejecutar otras fases del plan. Mi propia inercia me tenía un poco aturdido.

Tres días antes de la pelea subí a Caracas para averiguar algunos datos. Me interesaba conocer los sitios donde entrenaba y se alojaba el Céspedes, así como los ejércitos de víctimas que Rafito traía de Colombia y el Caribe para entregárselas como ofrendas a sus pollos de pelea. Durante una ronda por el gimnasio de El Paraíso obtuve toda la información. Céspedes estaba entrenando allí mismo, y su lugar de residencia era un hotel miserable del centro de Caracas ubicado en la avenida Baralt. Lo observé en sus entrenamientos. Era bastante más alto que Santiago, noté que tenía buena movilidad, se desplazaba con rapidez por el ring y conectaba el gancho de izquierda con soltura antes de escabullirse con sus rápidos movimientos de piernas. Buen muchacho. Merecía que le revelara algunos secretos.

No quería arriesgarme a que alguien de la cuadra del Rafito me viera conversando con el próximo rival de mi hermano, así que lo dejé salir del gimnasio y llegar al hotel de la avenida Baralt, esperé unos minutos afuera y luego pregunté por él en la recepción. Salió con un poco de desconfianza pero no fue difícil empezar a conversar con él; es dura la soledad cuando se está en otro país. Me presenté como un boxeador del pasado, frustrado en mi carrera por esta desgracia del brazo y blablablá, y de pronto estábamos tomando café en un hueco de las cercanías.

Supe que había venido no sólo para enfrentar a Santiago sino para probar suerte en el país durante unos meses, dependiendo de las oportunidades que le dieran. Había nacido en Barranquilla, no tenía familia en Caracas pero sí unas ganas tremendas de quedarse en el país y de arrancarle la cabeza a todos los enemigos disponibles, por eso había firmado un contrato casi sin verlo para fajarse con un Ligero Júnior, a pesar de ser un Pluma natural con unos kilos de sobrepeso por falta de entrenamiento. Su último combate había sido contra Reinaldo Hormiguita Hidalgo, un panameño de los duros y uno de los mejores pesos Pluma del mundo. Se trataba de un fajador que pegaba como una mula y tenía los cojones cuadrados. La pelea había sido en el mes de enero y a raíz de ella el pobre Céspedes debió reposar durante tres meses, porque el recto de derecha al mentón con que el Hormiguita lo remató en el tercer round lo había puesto a dormir durante dos horas. Los médicos le habían aconsejado alejarse de los cuadriláteros, o por lo menos que lo pensara mejor antes de continuar en la profesión. Pero la mamazón, hermano, la peladera de bolas, el hambre, son sirenas demasiado irresistibles, y este Céspedes, muchacho sencillo y taciturno pero con estilo, talento y ganas de apuntar hacia grandes metas, decidió que lo del reposo no podía durar más tiempo y aquí lo teníamos, fuera de su país, metiéndole el pecho a un desafío más de la puta vida.

Un tipo así tenía que caerme bien. Pero aunque no hubiera sido ese el caso, el plan estaba trazado, y con la mente fija en él me dejé de rodeos y puse las cartas en la mesa. "Caballero, usted tiene suerte. Ese tipo que lo va a recibir el lunes no puede ganarle". Céspedes me dio las gracias, creyendo que se trataba de una palabra de aliento en abstracto, nada más.
–No, lo que quiero decir es que yo conozco al Leiva como al forro de mis bolas y sé que tú puedes ganarle, si tomas las cosas con calma.

El muchacho se interesó y yo pasé a darle ciertas informaciones. Le hablé de las piernas flojas de Santiago, de su estilo loco de atacar de frente, sin una guardia capaz de evitar los golpes del otro. Le detallé con toda la exactitud posible que pude su previsible forma de dejar adelante la mano izquierda antes de tirar fuerte con la derecha. Le aseguré que, si lograba permanecer de pie y pegándole en los costados hasta el tercer round –la pelea estaba programada para realizarse en seis asaltos– en los tres restantes iba a tener a su disposición a un bulto sostenido por dos flanes en lugar de piernas. Celebré con un golpe fuerte en el mostrador la imagen de Santiago herido, Santiago aterrorizado, Santiago tembloroso. El muchacho celebró también, con una risita de zorro. Ya me parecía que esa cara era demasiado cándida para pertenecer a un colombiano de pelea.

Por último le advertí sobre la pegada de Santiago, "Cuidado con acercarte mucho, sobre todo en los primeros rounds". Le pregunté, sólo para saber, cómo andaba de peso, si tenía problemas con la balanza. La respuesta me dio un poco de risa: Cardona lo tenía pasando hambre, el riesgo ahora no era el sobrepeso sino la falta de kilos.

Nos despedimos. Me dio las gracias y me preguntó cómo era que yo conocía tanto a ese Santiago Leiva. No sé si fue un error, pero se lo dije con toda franqueza y de buena fe:

–Porque yo soy su second, y el día de la pelea voy a estar en su esquina.

Se volvió a reír, pero mientras caminaba hacia el hotel la risa se le fue apagando, y al entrar ya tenía otra vez esa cara cándida de los sentenciados, esa cara que por lo general no sirve para tranquilizar ni para anunciar nada bueno.

Llegó el sábado 18, fecha de la quinta pelea de Santiago Leiva. El público asistente al Nuevo Circo de Caracas lo recibió con algunos aplausos. Sus nocauts consecutivos habían generado cierto interés en la afición y ya los narradores y comentaristas de TV no hablaban de las parrillas y los amigos mientras él estaba en el ring; eso ya era un germen de prestigio. Cuando Céspedes entró al cuadrilátero hubo un tibio silbido en las tribunas, un par de aplausos cerca del ring side y el murmullo propio de los momentos preliminares de un combate.

El anunciador oficial los presentó uno por uno, con su peso y su récord. Santiago había registrado en la balanza 131 libras (casi 59 kilos), y Céspedes 129 y tres cuartos, esto es, 58 y fracción. Debido a su confesión de la otra vez respecto a los muchos kilos de antes y el hambre de ahora, me extrañó notarlo armónico en sus proporciones y ágil en sus movimientos. Se veía bastante mejor parado en el ring que Santiago, tenía largas piernas y un buen alcance de brazos, y esa risa de zorro que revelaba al tipo agresivo que llevaba por dentro. Por un momento me miró, evitó saludarme y continuó riendo. Hubiera dado mi brazo izquierdo por saber en qué pensaba en ese momento.

En mi condición de second de confianza estaba obligado a decirle algo a Santiago, darle unas instrucciones mínimas, pero dejé que Vergara lo hiciera. Justo antes de sonar la campana me limité a decirle "Jódelo", y lo vi salir al centro del ring al encuentro de su oponente.

En el primer round un Santiago feroz, irreconocible, lanzó la derecha con todo, sin apuntar, y Céspedes hizo gala de un buen movimiento de cintura para dejarlo un poco fuera de balance. Santiago volvió a atacar, esta vez menos ciegamente, y logró conectar a medias con la izquierda. Se amarraron en clinch, el árbitro intervino para separarlos y se reanudó la acción. Santiago volvió a arremeter, ahora con una izquierda al cuerpo y una derecha que cayó sobre la oreja. Céspedes se abrazó a él con la mirada sorprendida y el árbitro volvió a separarlos. Round para Santiago.

En la esquina, Vergara le recomendó que se tranquilizara un poco y esperara el ataque del otro para ensayar un contragolpe. Yo le dije tres palabras para animarlo. Lo estaba haciendo bien.

Céspedes cambió de táctica y recibió a Santiago con varios jabs de izquierda. Este se desesperó un poco al no poder quitarse de encima el golpe defensivo de Céspedes y se lanzó en una aparatosa embestida que no funcionó, pues los largos brazos del colombiano lo mantenían fuera de su alcance. Además sus desplazamientos daban gusto, como también dio gusto la derecha que conectó casi al terminar el round, sacándole el protector bucal a Santiago. Por primera vez veía a Santiago recibir un impacto decente, pero la campana vino en su ayuda. Round para Céspedes.

Santiago regresó a la esquina jadeando, con los ojos húmedos. Y apenas estaba comenzando la pelea. Regaño fuerte de Vergara: "Te dije que no lo buscaras, deja que él se te acerque".

El colombiano, animado por el derechazo del round anterior, cometió una equivocación. Atacó a Santiago de cerca, se animó con los primeros golpes y entró en el combate cuerpo a cuerpo. Ni más ni menos, en el terreno que más le favorecía a los brazos cortos y potentes de Santiago. Creo que fue un gancho de izquierda; el golpe sonó a hielo resquebrajado y Céspedes cayó de rodillas con medio cuerpo fuera de las cuerdas. Se levantó a fuerza de hombría, ayudado sólo por la moral, porque el cuerpo no estaba respondiendo bien.
Entonces llegó el fin para sus aspiraciones. Apenas fueron llamados a combatir de nuevo una bola de acero cayó en su pómulo. Céspedes se fue a la lona y se levantó rápido, quizá demasiado rápido. El réferi contó hasta ocho, le preguntó si podía seguir, él respondió que sí y la pelea continuó. Otra derecha de Santiago voló directo al mentón y el noble Céspedes cayó inerte en una esquina para no levantarse en varios minutos. Nocaut número cuatro para Santiago Leiva, con un total de cinco victorias.

Al subir al ring escuché al narrador Antonio Madrigal comentar: "Parece un tanque de guerra". Un tanque de guerra. Vaya manera de engañar. Rompía y hacía daño, sí, pero no alcanzaba la categoría de tanque; quizá se parecía más a un tractor.

La euforia del triunfo mantuvo a Santiago alejado de los entrenamientos hasta el jueves. Ese día Jacinto Vergara lo recibió en el gimnasio con un reproche, "Eh, nuevo, ¿ya te crees campeón mundial?". Yo aproveché esos días para merodear por el hospital Clínico, donde habían recluido a Céspedes después de la pelea. No averigüé su estado y ni siquiera me aventuré más allá de la entrada del hospital, simplemente llegaba, daba un vistazo, permanecía un rato bajo un árbol, con la vista fija en la puerta, y luego me iba. En el hotel de la Baralt sí pregunté por él, varias veces, y me dijeron que un hombre había ido a recoger unas ropas suyas y que la empresa de Rafito seguía pagando la habitación, pero Céspedes no había ido a quedarse.

Cinco días estuve alimentando este interés inexplicable por conocer la suerte del peleador colombiano. No sé si me mortificaba su salud o el que Céspedes pudiera decir algo sobre mí y sobre mi inútil maniobra, pero allí estuve, agotando horas de vigilancia, hasta el miércoles, cuatro días después del nocaut. Ese día vi llegar a un periodista y un camarógrafo del canal donde transmitían las peleas. Vi a aquella gente entrar en el hospital, me acerqué al jeep de la televisora y le pregunté al conductor el motivo de la visita. El hombre me respondió, aburrido.

–Parece que uno de los boxeadores que noquearon el sábado está muy mal.

–¿El que perdió con Leiva?

–Sí, ese.

Guardé silencio. Después volví a arremeter:

–¿Y a usted qué le parecen esos peleadores de ahora?

–Hay muchachos buenos. Pero los ponen a pelear con esa clase de peluches. Así, hasta yo me convierto en una estrella.

–¿Y qué le parece Leiva?

–Ese va a ser campeón mundial. Yo no sé si se lo merece, pero va a ser campeón mundial.

–Yo creo que es bueno, y pega duro –insistí, para llegarle hasta el fondo del alma–. ¿No cree que se lo merece?

El hombre se acomodó en el asiento del jeep, sacó un cigarrillo, soltó una risa divertida.

–Mire, mi hermano, yo vi pelear en su momento a Sonny León, al Morocho, a Antonio Gómez. Esos eran peleadores. Yo no debería estar hablando pendejadas porque trabajo en una empresa donde el Rafito Cardona casi es el que manda, pero Rafito es capaz de convertir a un burro en un caballo de carreras.

La reflexión de aquel hombre me hizo respirar de alivio. Parece que no estaba solo en mi vergüenza. No era mi rabia lo que me hacía verlo todo de ese color. De verdad estaban pasando cosas deshonrosas en el boxeo, y el protagonismo de Santiago era la mejor prueba de ello.

Al poco rato salió el periodista, se ubicó en un lugar algo alejado de la puerta del hospital, le ordenó al camarógrafo que le hiciera una toma y comenzó a hablar del gladiador caído y de la pegada de Santiago. "El joven Augusto Céspedes está fuera de peligro, pero los médicos le han recomendado retirarse del boxeo. Los golpes mortíferos de Santiago Leiva casi le provocan una lesión cerebral considerable, lo cual habla del poder del joven púgil venezolano". Luego pasó a hablar de Céspedes, de quien dijo que era uno de los mejores pesos Ligero Júnior de Colombia, pero que nuestro compatriota lo había enviado a un temprano retiro con aquel nocaut fulminante.

Días después, al regresar al hotel de la avenida Baralt, me dijeron que Céspedes acababa de salir con sus maletas. Hasta ese día se quedó en la habitación. Obedeciendo a la intuición, me fui hasta el terminal del Nuevo Circo, y allí lo vi, acompañado por su entrenador y otros dos hombres, esperando el autobús que iba a llevarlo a la frontera con su país. Me reconoció al verme. Hablamos de la pelea, de lo mal que había planteado el combate. Me habló de la entrevista que le hicieron en la cama del hospital. Allí les había contado todo sobre la vieja lesión, el mal comer, el mal dormir, la falta de entrenamiento. Pero el periodista parecía muy interesado en oírle decir que Santiago era el mejor boxeador de cuantos había enfrentado en su vida. Céspedes, atormentado por la preguntadera, aceptó decírselo para que lo dejaran dormir en paz.

–Además, cómo iba a negarme, si me trataron tan bien.

Fíjate la clase de infeliz. Después de todo se merecía el ultraje. ¿Valía la pena seguir lamentando su fracaso? Nada de eso. El único fracaso digno de ser lamentado es el propio, el del pellejo que duele, el de la sangre que no se está tranquila dentro del cuerpo.


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