29 de julio de 1971, 4:30 de la madrugada; antiguo rancho de La Guaira. Yo soñaba desde hacía un rato con Adela, la muchacha a quien había sometido a la fuerza la noche anterior. En el sueño había algunos pequeños cambios con respecto a la verdadera situación: ella no era la mujercita patética de la realidad sino un maravilloso ejemplar hembra muy parecido a la actriz Lupita Ferrer. No estaba vestida con aquellas hilachas hediondas a trapo de cocina, sino con el vestido que Lupita había lucido en el capítulo anterior de la telenovela de moda, Esmeralda. Ella no estaba llorando ni clamando a gritos por su mamá –como en efecto– sino que se desvestía lentamente, se humedecía los labios y me desafiaba con aquellos ojazos que resplandecían incluso en el blanco y negro del televisor. El lugar del encuentro no era un baño clausurado de la escuela municipal, sino una habitación de ese hotel escalofriante que llaman Caracas Hilton, con su cama de agua incluida. Por último, no era ella la virgen de la partida: era yo quien estaba a punto de realizar mi estreno sexual.
Lupita-Adela se ubicó a medio metro de distancia y me tomó suavemente una mano. De pronto me dio dos golpes de feria en el hombro, me sacudió con fuerza por las costillas y a mí no me quedó más remedio que despertar. Quien me estaba estremeciendo era el viejo Santos, amanecido, mal afeitado y cayéndose de la borrachera pero emocionado como un niño porque aquel era un día especial, fuera de lo común. "Ya va a empezar la pelea", me gritó en el oído al ver que yo intentaba dormirme de nuevo para finiquitar mi asunto con la hembra del sueño, y entonces recordé que ese día uno de nuestros ídolos, el cumanés Alfredo Marcano, iba a pelear en Japón por el título mundial Ligero Júnior, a las cinco de la mañana hora de Venezuela.
Santos fue a la cocina a preparar dos plastas de café, una mezcla que según él debíamos tomar los hombres arrechos como nosotros: dos cucharadas grandes de café y una de azúcar disueltas en media taza de agua, la suficiente para convertir el preparado en un buche caliente y espeso como el petróleo. Nosotros masticábamos y chupábamos aquello hasta escupir una arena seca y descolorida, y en pocos minutos no había borrachera, sueño ni cansancio que se resistiera, pues el menjurje tenía la propiedad de dejarlo a uno bien despierto y hasta alegre.
Nadie en Venezuela se había atrevido a pronosticar un triunfo de Marcano sobre el campeón mundial, un japonés llamado Hiroshi Kobayashi que había defendido su título con éxito en seis ocasiones. Marcano, por su parte, venía de realizar una pelea aceptable contra el consagrado Ernesto Ñato Marcel, pero había perdido por puntos, de modo que ni el físico, ni la moral ni el escenario le favorecían. Esa madrugada, pues, nos sorprendió haciendo preparativos para ver por televisión un combate que muy probablemente iba a culminar con un fracaso del boxeo venezolano, algo resentido después de las caídas consecutivas del Morocho Hernández y de Betulio González, aunque prevalecía un buen ambiente por el campeonato conquistado cinco meses atrás por Vicente Paúl Rondón.
Fue preciso esperar hasta las seis de la mañana porque la transmisión no comenzó a la hora prevista. El viejo Santos parecía sereno, adormecido o en vías de dormirse, pero cuando Carlos Tovar Bracho anunció que estaban recibiendo la señal y sonó el himno nacional de Venezuela –algo distorsionado por la distancia que tuvo que viajar desde el culo del mundo hasta nuestro televisor– volvió a la vida y comenzó a caminar de un lado a otro con un frenesí de caníbal.
Los 38 minutos siguientes se me quedaron grabados en la memoria para siempre, tanto por los acontecimientos que vimos en el ring de Aomori, Japón, como por la actitud esquizofrénica del viejo Santos, allá en el rancho. Mientras en la pantalla los dos gladiadores protagonizaban una de las peleas titulares más salvajes y emocionantes en que se hubiera visto envuelto peleador venezolano alguno, Santos llevaba a cabo su propia pelea particular en la sala, lanzando unos alaridos de paraulata cada vez que Marcano conectaba una buena derecha y palideciendo y guardando un silencio fúnebre cuando el japonés se burlaba del poder de los nudillos del nuestro, y contragolpeaba con la fuerza que lo había llevado a convertirse en uno de los campeones más sólidos del momento.
El noveno round fue pavoroso. Kobayashi había recibido en su esquina instrucciones de acabar con aquella suerte de juego de ajedrez sin solución que, si bien parecía diezmar con mayor dramatismo y rapidez a Marcano, se estaba tornando demasiado larga para ambos. El japonés acató las instrucciones al pie de la letra y desde el primer segundo se adivinó su disposición de liquidar de una vez por todas a aquel maldito retador que le había aguantado más de la cuenta. No bien sonó la campana comenzó a castigar con una combinación de gancho de izquierda-recto de derecha que vulneró la defensa de Marcano con una facilidad preocupante. En un momento de ese asalto el réferi intervino para contarle ocho segundos de protección al venezolano aun sin haber caído éste a la lona, pues no parecía estar en condiciones de soportar y mucho menos de responder al sostenido ataque del rival. Un fugaz close up mostró la cara del venezolano convertida en una mueca deforme de la cual caían colgajos de saliva mezclada con sangre y sudor, pero cuando el árbitro le preguntó si deseaba continuar respondió que sí. Miles de televisores en Venezuela se apagaron de vergüenza en esos instantes, porque Marcano parecía un pedazo de alfeñique bamboleado a placer por el asiático, y el desenlace, según podía verse con toda claridad, iba a resultar grotesco y humillante, no sólo para el púgil sino también para el boxeo nacional. El japonés se acercó casi trotando y en las rayitas que eran sus ojos se le notaba el placer que iba a causarle rematar de una vez por todas al aparatoso latino a quien le había dado ese día por echárselas de difícil.
Kobayashi atacó con un gancho de izquierda y el cumanés logró esquivarlo por puro instinto, antes de tomar impulso hacia arriba. De pronto, con el mismo movimiento, y nadie sabe de dónde ni con qué ganas, sacó una derecha en upper que se encajó con un sonido compacto en la primera mandíbula que consiguió en el camino, y el japonés se derrumbó en el centro del ring como un muñeco de trapo. El grito de Santos tronó más alto que los anteriores –y él mismo se elevó por los aires en un salto prodigioso– pero no más alto que el coro de gritos que salieron disparados de los ranchos vecinos: no éramos los únicos madrugadores que estábamos padeciendo aquel combate terrible. El barrio se llenó de gritos de triunfo, jamás tantos imbéciles juntos celebraron con tanto ruido por una suposición, y la suposición de todos nosotros en ese momento era que el japonés no iba a poder levantarse por sus propios medios, debido al potente vergajazo que lo había tirado a la lona. Pero, ante la angustia general, lo logró, cuando el réferi llevaba la cuenta por siete. El asiático se movía como si su columna vertebral estuviera hecha de gelatina, pero, increíblemente, estaba de pie. Asquerosa, milagrosa, desesperadamente de pie ante los ojos de millones de aficionados japoneses y venezolanos.
Entonces se escucharon mil plegarias implorando que el árbitro mandara a detener allí las acciones, no fuera a ser que Kobayashi se recuperara y reiniciara el trabajo interrumpido en el cuerpo de Marcano, el cumanés que hacía pocos segundos parecía haberse encontrado un boleto de ida a la tumba pero que de repente tenía a la gloria cogida por la cintura. Quiso el avance del reloj que la campana sonara en ese preciso momento y todo quedara en unos miserables puntos a favor del venezolano, aquí no ha pasado nada y a comenzar todo de nuevo en el round 10, con ambos boxeadores destrozados, muertos en vida, y con un público maligno a más no poder como el público japonés pidiéndole a Kobayashi la cabeza, el hígado, las tripas, la mierda y la sangre de Alfredo Marcano.
En el minuto de descanso la estrategia se decidió en las esquinas respectivas, pero la cuestión del honor no podía decidirse sino en el corazón y en las bolas de ambos púgiles, exterminados ya físicamente. Si alguien necesitaba comprobar si de verdad el alma y la hombría pueden más que cualquier técnica depurada cuando se trata de resolver situaciones cruciales, eso que llaman la chiquitica, aquel era el momento de comprobarlo.
Sonó la campana. El venezolano salió al centro del cuadrilátero arrastrando los pies, con la visión casi nula debido a la hinchazón de los ojos y tan mermado en sus condiciones como el japonés. Pero cierta carga extra de municiones comenzó a burbujear en lo secreto de la sangre, cierta reserva construida en el aprendizaje sin maestro de la guapeza, esa cosa anterior al aprendizaje de los recursos técnicos en el gimnasio. Sólo teniendo en cuenta ese elemento invisible, que no se enseña ni se transmite, puede uno explicarse cómo en pocos segundos, después de haber sobrevivido a nueve rounds de candela y barbarie, pudo Alfredo Marcano derribar tres veces más al monarca universal de los Ligeros Júnior con una docena de golpes furiosos y desordenados. Venezuela pareció un enorme y múltiple viejo Santos, celebrando con mucho ruido y mucho orgullo desde la madrugada el nacimiento de otro campeón del mundo, apenas el tercero del boxeo venezolano.
Micaela apareció en la sala, desgreñada, con una cara de no haber dormido en varias noches y asustada porque en medio del escándalo recordó que tal día como ese, pero en 1967, un terremoto le había dado en la madre a Caracas y al litoral. Cuando verificó en la televisión el motivo del alboroto se limitó a decir: "¿Y esa es la cara del ganador? A ustedes sí les gusta esa porquería". Y Santos me estrechó la mano con fuerza para confirmarlo con un grito etílico: "Nos gusta, nos gusta que jode".
Esa misma mañana terminé de convencerme de que en mi porvenir estaba proyectada, esperándome, una pelea como esa, gloriosa y bestial, por el campeonato del mundo. Pobre gusano, incapaz de darle una revisión de control al mañana.
El 31 de enero de 1981, a eso de las 8:30 de la noche, nueve años y medio después de tanta gloria y tanto derroche de gallardía y emoción patriótica, un cabrón de florero, un rolitranco de inútil que respondía al nombre de Santiago Leiva, nuestro hermano menor, se disponía a insultar con su debut al boxeo profesional y a esa categoría tan llena de heroísmo como la Ligero Júnior. En todo lo ocurrido aquella madrugada de 1971 pensaba yo con mucha amargura, recostado de una pared en el rancho de Catia La Mar, mientras esperaba la transmisión del combate de Santiago por Venezolana de Televisión.
Micaela se había armado de sinceridad para confesarle que no iba a poder asistir en persona a una pelea de él, su menor hijo, porque ahora sí era verdad que los nervios podían fulminarla, pero le prometió seguir las incidencias del combate por la TV. "Total, yo nunca he visto a nadie de mi familia en esa pantalla y el orgullo va a ser grandísimo", razonó, y yo aproveché para decirle que tampoco podía ir porque debía acompañar a la vieja.
La situación en el rancho era en esencia la misma de hacía una década aunque con sus tremendos cambios, lo cual me hacía pensar también en la secuencia Adela-Lupita. El televisor de ahora era a color, lo cual por supuesto no era la diferencia más importante. Santos ya no estaba; en su lugar, unos quince vecinos y vecinas, que hacía un mes ni saludaban al pasar, de pronto querían mucho a Micaela porque su hijo iba a salir en la TV y se dignaron llevar al rancho comida y unas cuantas cervezas, obsequios que al parecer los hacían sentir importantes y llenos de derechos pues ocupaban los muebles y sillas y estremecían la sala con sus comentarios idiotas, casi todos para opinar que Santiago iba a ganar por nocaut porque ese muchacho era muy fuerte y muy sano y muy aplicado y todo lo demás, mientras preparaban a Micaela porque esa noche le salía celebración.
Por mi parte, yo dudaba que las pesas y el entrenamiento le hubieran dejado al Santiago algo más que un montón de músculos y una pegada regular, pero no dije nada porque no estaba de humor para ponerme a rebatir estupideces. Allí en el ring, Santiago tendría que fajarse con un tipo más grande, más pesado y, sin duda, mejor preparado que todos los curracos que había enfrentado hasta entonces. Como no había nada que hacer mientras llegaba el momento en que al Santiago y a mi vieja Micaela los iban a despertar de su sueño con una estremecida de las feas, simplemente me dediqué a esperar frente al televisor.
A las 8:30 en punto, una voz dijo "Promociones internacionales Rafito Cardona y Venezolana de Televisión presentan, a nombre de", mencionó un puñado de anunciantes y después tronó: "Boxeo profesional". Un boxeo que, por cierto, ya venía en decadencia y esto se veía con mucha claridad en el paisaje. Pero semanalmente, sin falta, el canal 8 transmitía aquellas jornadas desde la plaza de toros del Nuevo Circo –meses más tarde se realizarían en el Poliedrito, y luego en el Poliedro de Caracas.
En las semanas anteriores a este programa del debut de Santiago se habían producido dos descalabros terribles, dos derrotas de aspirantes a ídolos del boxeo venezolano. El 17 de enero, en Boston, Fulgencio Obelmejías –un barloventeño inmenso, todo un caballo de 160 libras– perdió su invicto frente al único peleador de verdad que había enfrentado en su vida, el campeón mundial de los Medianos, Marvin Hagler, quien lo destrozó en el octavo round. Y el 24, Rafael Oronó entregó su corona mundial de los Super Moscas ante el surcoreano Chul Ho Kim. Sorprendió y dolió esa derrota, pues el muchacho había ganado ese título en una pelea memorable. Se había fracturado la mano derecha en el segundo round y estuvo los trece asaltos siguientes golpeando a su contrincante, un pedazo de coreano anónimo, con la mano izquierda, con lo cual obtuvo un triunfo más o menos épico. Tanto esfuerzo para venir a perder de manera ridícula pocos meses después frente a Ho Kim, otro boxeador coreano de tercera. Oronó lo había estado dominando a placer por espacio de nueve rounds, cuando de pronto un izquierdazo se le metió hasta el codo en pleno hígado y el moreno no pudo levantarse en toda la noche. Ocurrió en la plaza de toros de San Cristóbal. Así que no había mucho ánimo entre los aficionados al boxeo, después de ese par de bochornos.
Y ahora venía lo de Santiago. Sí, señor, es oficial: el boxeo estaba en decadencia.
Los invitados de mamá Micaela guardaron silencio, por fin, cuando un súbito salto de la transmisión equivocó la onda y se fue directo a un capítulo de la serie National Geographic. La cámara enfocó una especie de danta que chapaleaba en una jaula y se revolvía como con problemas para incorporarse, luego trepó por las paredes y volvió a caerse porque olvidó sacar una de las patas de una cuerda ubicada en la parte inferior, mientras otro ejemplar de su misma especie permanecía a su lado y lo observaba con una mezcla de sorna e indignación. Como nadie en la sala ni en la televisión se atrevía a decir la verdad acerca de lo que estaba ocurriendo en la pantalla, yo lo solté con todo el desparpajo, como parecía corresponder al nefasto acontecimiento: "Mire a su hijo, Micaela, lo están coñaceando".
La frase fue como un conjuro, una oración de esas que tienen la propiedad de sacarle los malos espíritus a la gente. Todo el mundo de dio cuenta entonces de que el programa de la National Geographic no era en realidad el programa de la National Geographic, el narrador que estábamos escuchando no era el gallego que suele traducir del inglés la descripción de los hábitos de los animales sino el muy conocido locutor Antonio Madrigal, y aquel engendro de aspecto lamentable que chapoteaba en el piso no era una especie en extinción de Nueva Zelanda sino el joven boxeador profesional Santiago Leiva, quien a las primeras de cambio había sufrido un resbalón y sus piernas no encontraban la fortaleza ni la plataforma para levantar con buenos auspicios al resto del cuerpo. El árbitro le secó los guantes, lo llamó a combatir y entonces comenzó una mala danza folklórica. El rival de Santiago era un tal Eduardo Briñoles a quien presentaban como un prospectazo llamado a escalar posiciones en muy poco tiempo. Si por rivales le iban a poner siempre a sujetos como nuestro hermano, pensé yo entonces, con toda seguridad íbamos a tener no a un boxeador, sino a un alpinista escalando tan alto como el monte Everest, a fuerza de tanto masacrar esa clase de lagartos sin sangre en las venas.
Los dos primeros rounds –en una pelea pautada a cuatro– transcurrieron con la misma tónica, un par de galápagos dándose unos dulces manotazos incapaces de lastimar a una anciana, mientras los pocos aficionados presentes en el Nuevo Circo bostezaban hasta las lágrimas. El rancho, entretanto, parecía la sala de emergencias de un hospital debido a los gritos, y Micaela estaba por desollarse a mordiscos los dedos cuando ya no le quedaron uñas por devorar. En el tercer asalto, una de las cordiales bofetadas del Briñoles le rozó una ceja a Santiago y éste arrugó la cara como si le hubieran dado con un martillo. Sin embargo, el poco oficio del otro le hizo más fácil la vida y la tercera vuelta culminó sin novedades.
En la puntuación de los jueces con toda seguridad Santiago iba perdiendo, pero el descalabro no se veía tan aplastante como para dejarme satisfecho. Comencé a rogar con todas mis fuerzas por que el bailarín o pianista Briñoles tuviera un momento de iluminación y diera el golpe decisivo para liquidar aquella farsa por nocaut. Mis oraciones fueron escuchadas, sí, porque hubo un golpe sorpresivo y tremendo cuando faltaban unos quince segundos para finalizar la pelea, pero el golpe no lo dio quien debía darlo sino Santiago: Briñoles recibió aquella derecha en forma de recto en el centro del rostro y cayó de espaldas en la lona, pero se levantó en el acto con una expresión asombrada, como si de pronto le hubieran contado que él era boxeador y estaba peleando contra un saco de cebollas puesto allí para ayudarlo a escalar posiciones, y se suponía que debía ganarle muy fácilmente.
La explosión de gritos en el rancho se multiplicó por diez millones y aumentó un poco más cuando, unos segundos más tarde, sonó la campana final y cada peleador se fue a su esquina. La puntuación de las tarjetas, anunciada momentos después, fue de 38-37 a favor de Santiago por parte de dos jueces, y un tercero votó empate 38-38. El triunfo le correspondió al hermano, nada se podía hacer, y allí estaba Micaela llorando otra vez de la emoción, como si acabara de presenciar la resurrección del Crucificado.
Por enésima ocasión no tuve hígado para estropearle la fiesta, me reservé los comentarios y dejé la celebración prendida para ir a acostarme. Me dormí tan profundamente que ni me enteré del regreso de Santiago ni del curso de la fiesta.
Al día siguiente el flamante boxeador profesional me despertó para dos cuestiones. La primera, regalarme una entrada para verlo pelear en persona tres semanas después. En medio de la euforia de su triunfo se había acordado de su hermano el parásito, así que yo podría, después de tantos años, ver un programa de boxeo desde las tribunas, pues para protagonizarla en el ring estaba incapacitado. Acepté el obsequio pero, por supuesto, no iba a ir a verlo. La segunda razón era que deseaba pedirme mi opinión respecto a su pelea de anoche, y se la di. No se puede ser mezquino con los hermanitos menores.
–Cómo la viste.
–Qué cosa.
–La pelea.
–Aburrida. Muy mala. La gran cagada, hermano.
–Pero ¿no viste esa conexión, ese derechazo?
–Sí. Me extrañó mucho que no le hubieras dado diez más. Ese tipo con que peleaste ayer era un pendejo, cualquiera lo hubiera noqueado en menos de un minuto. A ti te duró cuatro rounds.
–¿Cómo me vi en la televisión?
–Mal. Pero no te mortifiques, por ahí anda Micaela muy contenta.
Micaela alcanzó a oír la conversación y se metió en mi cuarto después que Santiago se hubo ido. Por supuesto, me reprochó aquella forma de tratar al muchacho. Sin embargo, tuvo la honestidad de confesarme algo que debió haberla atormentado durante toda la noche, porque me lo dijo con una cara de preocupación de esas que sólo pueden poner las madres afligidas: "No me gusta que le hables así, pero sinceramente yo también lo vi muy mal. Tú deberías aconsejarlo". Le dije que eso era exactamente lo que yo había hecho durante los últimos meses, y ella lo había tomado como una ofensa.
–No estoy diciendo que lo aconsejes para que se retire –me aclaró la vieja–. Quiero decir, sería muy bonito si tú lo enseñaras a moverse mejor, a tirar los golpes, no sé. Cuando tú peleabas por lo menos se entendía lo que estabas haciendo.
–Hay un entrenador que está cobrando una bola de billetes por enseñarle a pelear a Santiago –le respondí, fastidiado–. Y además tiene sus dos brazos sanos y completos; no me jodas, Micaela.
Mucho de su ritmo habitual recuperó la vida en la casa en los días siguientes, aunque se notaban algunos cambios. Mamá Micaela no podía levantarse a las diez de la mañana como de costumbre sino a las seis, porque Santiago se despertaba a esa hora para salir a trotar. Micaela le daba una taza de café y se quedaba preparándole un proyecto de desayuno que él devoraba dos horas más tarde, cuando regresaba. Las ganas con que Santiago se comía aquello, moviendo todos los músculos para masticar y gruñendo elogios como si se tratara de un banquete de reyes, me producían algo parecido al asco. Pero no, él no lo hacía para disimular ni por consideración hacia Micaela, como yo sospechaba. Santiago se embutía con aquellas combinaciones fantásticas –espaguetis con lentejas, huevos fritos con mayonesa, plátanos maduros con diablitos, jamón con sardinas– por una razón más elemental: le gustaba aquella comida, incluso parecía agradecerle las recetas a su madre –no con hipocresía sino con el corazón– porque sencillamente tenía un mal gusto de antología.
Mi opinión respecto a su gusto fatal se confirmó pocos días antes de su segundo combate. Una tarde apareció por el rancho tomado de la mano con una negra raquítica y desteñida que, con un hilo de voz, moduló la palabra "Carmencita" cuando Micaela le preguntó el nombre. Mi mente enferma la bautizó enseguida como Etiopía. Esto casi me reivindicó con la vida, porque después me enteré del sobrenombre que los muchachos del barrio, con su mente muy limpia, le habían puesto: Mojón de Momia. No, Etiopía estaba bien. Tampoco era para martirizar a la mujercita con semejante apodo.
Mojondemomia fue al rancho de mamá Micaela el sábado 21 de febrero, fecha del segundo encuentro profesional de Santiago. Otra vez el Nuevo Circo recibió a un puñado de fanáticos que pagaron su entrada para ver a los campeones del futuro –mentira infame de Cardona para venderle al público ignorante sus caricaturas de boxeadores– y nuevamente el rancho se llenó de ruidosos admiradores del hijo de Micaela. Una vez más permanecí de pie junto a la pared del fondo para ver a Santiago cumplir con su trabajo.
Guardaba su interés para mí aquella pelea, no tanto por lo que hiciera o dejara de hacer nuestro hermano sobre el ring, sino porque la empresa le había prometido incluirlo en la cartelera de la semana siguiente si ganaba ese combate sin agotarse demasiado. El motivo no era que quisieran ayudarlo a ascender en poco tiempo, sino que Santiago había contraído una serie de deudas con la empresa para comprar a crédito algunos artefactos y darle aspecto habitable a nuestra barraca del litoral, y las deudas, ya se sabe, son para pagarlas. Había que verlo. El tipo tenía fuera del ensogado unas responsabilidades que debía comenzar a enfrentar dentro de él, y esa situación iba a atacarle de frente los nervios, sin duda alguna. Había que ver si podía soportar el acoso de tantos rivales al mismo tiempo: el miedo, los apuros monetarios, el ojo atento de la empresa de Rafito Cardona, los puños y la destreza del otro gladiador. En fin, el tremendo rival que es la vida de un pugilista.
Una fanfarria anunció el inicio de la transmisión de la cartelera boxística, la voz del pelotero Antonio Armas pronunció en un comercial una parrafada incomprensible: Acumacumán –traducido al castellano, "Algo más que un Banco", eslogan del Banco de los trabajadores de Venezuela–, y enseguida la imagen del ring ubicado en la arena del Nuevo Circo. "Señoras y señores, muy buenas noches", y la figura de un boxeador de nombre Orlando Orozco –récord de dos peleas, una ganada y un empate– dando pequeños saltos de calentamiento mientras le colocaban los guantes en su esquina. En el otro ángulo, el espanto produciendo muecas en la cara sudada de Santiago Leiva. Estaba por comenzar la primera pelea de la noche.
En el rancho, los aplausos de los vecinos y la angustia de Micaela crecían al mismo ritmo. En cuanto a Mojondemomia, se encontraba muy distraída intentando sacar de una botella los restos de una pepsi cola congelada, de modo que la pelea comenzó sin que esta pobre criatura se diera cuenta del histórico momento: su papito lindo estaba en la TV, disparado por la atmósfera rumbo a miles de antenas en todo el país, y ya el tal Orozco le había lanzado los dos primeros ganchos de izquierda y derecha como ensoberbecido por la campana inicial del encuentro.
Santiago esquivó el ataque con un brusco desplazamiento hacia atrás, y hubiera seguido corriendo en eterna huida de no ser porque a pocos pasos de él había unas cuerdas que le impedían volar a esconderse bajo una roca en las planicies de Australia. El golpe siguiente de Orozco –muchacho fogoso y valiente, pero demasiado novato– fue una izquierda que hizo diana en las costillas de Santiago. Este dobló la cintura, pero cuando el otro se le vino encima le fue fácil agarrarlo por el tronco para impedirle mayores libertades.
Dos o tres veces más se amarraron aquellos señores en aparatoso clinch –un clinch, Carlos, es la acción de abrazarse al rival para evitar sus golpes; ¿ves qué fácil es el boxeo? ¿Conoces otro oficio tan sencillo?– sin haber logrado colocar un golpe más o menos regular, pero en la casa el griterío era tal que aquella pobre gente parecía estar viendo en acción a los mejores boxeadores del planeta. En cuanto al árbitro de la pelea, sudaba piedras para separar a aquellos esperpentos sin más motor que el instinto y sin más motivación que la desesperación por no caerse a la lona. El narrador del combate se limitaba a referir situaciones más importantes y entretenidas, como la parrilla a la cual había asistido por invitación de un amigo, los quince años de una ahijada, el bingo organizado por el comité de damas de Santa Mónica, el estado de la ciudad después de las últimas lluvias.
Así marchaban los pesados minutos en aquella refriega, cuando Santiago aprovechó un descuido de su oponente para colarle una izquierda por encima del hombro. Para mi decepción, aquel caramelo marca Orozco trastabilló como si hubiera sido alcanzado por una bomba y puso una rodilla en tierra. Mientras mamá Micaela elevaba una plegaria, los vecinos explotaban de júbilo y Mojondemomia daba señales de vida con una risa llena de dientes devastados, el réferi contó hasta cinco, Orozco se levantó sin problemas y en seguida sonó la campana decretando el final del primer round.
Durante el minuto de descanso de los boxeadores Micaela volvió a llorar de la emoción, los vecinos aseguraban estar en presencia del boxeador más maravilloso después de Sugar Ray Robinson y yo intentaba distraer mi dolor de tripas prestándole atención al comercial en que el pelotero balbuceaba la frase: Acumacumán. La tortura que significaba el soportar a todos aquellos estúpidos –quienes además me miraban de reojo, esperando quizá que yo caminara por las paredes de felicidad por tener un hermano tan insigne– acabó pronto, por fortuna.
Apenas sonó la campana para el segundo asalto, Santiago salió al frente con una decisión inusitada, atacó con un gancho –defectuoso– de izquierda que se perdió en un enredo de brazos, pero con el mismo impulso disparó un recto de derecha que fue a encajarse en la cara del Orozco, que esta vez no pudo conservar la verticalidad y cayó debajo de las cuerdas con estrépito. El árbitro contó hasta ocho y, cuando el caído pudo levantarse, estaba en tan malas condiciones que ni siquiera respondió a la pregunta de rigor: "¿Puedes seguir?". En consecuencia, Santiago Leiva se anotó su segundo triunfo como profesional y dejó abierta la posibilidad de un nuevo encuentro para la semana siguiente, promesa que Cardona y los suyos cumplieron con celeridad.
El 28 de febrero, pues, la escena en el rancho y en la TV se repitió con insoportable precisión: Micaela contenta y hecha un mar de mocos cuando su hijo apareció en la pantalla, los vecinos –casi los mismos de las otras veces, aunque ahora se sumaron unos señores recién aparecidos– eufóricos y prodigándole a Santiago y a Micaela unas adulaciones colosales. Mojondemomia enterrada de cuerpo entero en el sofá y susurrando de cuando en cuando "Ay, qué bueno" –el comentario más entusiasmado que era capaz de producir su energía de sifilítica–, y yo esperando con indignación al hombre capaz de encender los motores de la realidad ante tanta farsa, mientras me distraía saboreando el Acumacumán de Antonio Armas en la propaganda.
Aquella pelea –la tercera de Santiago– prometía, de verdad. El nuevo oponente de nuestro hermano era un sujeto de apellido Rojas cuya única presentación había culminado con un feroz nocaut en el tercer round a David Siso, un prospecto que había mostrado sus buenas condiciones en combates previos. Este Rojas tenía suficiente fuerza para desbaratar a cuanto escollo se le presentara en su incipiente carrera, sobre todo porque su mano derecha parecía estar cargada con electricidad, según había quedado claro en su pleito de estreno en el profesional. Iba a ser un momento interesante, pues, cuando al Santiago le tocara asimilar la contundencia de un golpe bien conectado por un joven con poder.
El momento llegó y se esfumó con enorme velocidad. El eco de la campana todavía reverberaba en el ambiente cuando de súbito apareció Santiago a medio metro de distancia del tremendo prospecto que era Rojas y le encajó un upper en la mandíbula. Un upper que todavía, más de quince años después, debe dolerle al masticar. El réferi ni siquiera se molestó en contarle los diez segundos reglamentarios, porque apenas sonó la trompada y el muchacho cayó en la lona las tribunas rezaron un "¡Coño!" asombrado, y tanto el entrenador como los seconds subieron al ring para recoger a su marioneta fulminada: tercera victoria para Santiago, sin derrotas, con dos nocauts a favor.
Aquella noche, como cosa rara, los invitados apenas gritaron un poco, felicitaron a Micaela y comenzaron a partir uno a uno y en silencio, sin esperar la llegada del campeón, hasta que al final sólo quedaron unas viejas amigas de Micaela y la Mojondemomia. Puede entenderse. A medida que la magia del sujeto-protagonista de televisión se iba disipando ante la verdad del sujeto cotidiano y de carne y hueso, se disipaban también las ganas de celebrarle tantas veces seguidas sus dudosos laureles. Más de uno de los asistentes a las peleas y a la celebración posterior parecía además conocer algo del boxeo de verdad, por lo cual la supuesta gloria de Santiago no debía haberlos impresionado mucho. Por otra parte, aunque el rancho de nosotros no era todavía el peor de la zona, a los vecinos les estaba comenzando a fastidiar esa rutina del tipo famoso a quien no le alcanzaba para pagar ni una sola de las cervezas que se consumían en su honor. Era como demasiado, eso de gastarse los pocos centavos en casa de un señor que al llegar lo único que repartía era sonrisas y muchas gracias, vainas que uno le puede aguantar a una reina de belleza pero nunca a un negro más feo que el hambre, por lo menos no antes que demuestre ser capaz siquiera de mudarse de un nido de gorilas como aquél y de comenzar a vivir con un poco de dignidad.
Esa última victoria tuvo la particularidad de ayudarme a cambiar de actitud –actitud aparente, se entiende– hacia Santiago. No es que de pronto le reconociera alguna virtud, pero las circunstancias, los vuelos de la mente, algo relacionado con la supervivencia y con la necesidad de aliviar a cierta bestia interior, me hicieron reflexionar mejor sobre determinados puntos: ¿no era preferible permanecer cerca, muy cerca de Santiago, de su carrera profesional, en lugar de mantenerme al margen, siempre rabiando y estableciendo una distancia entre yo y el muchacho? Cada vez lo veía más claro. Si el animal que me estaba creciendo en el pecho estaba interesado en salirse con las suyas, las oportunidades para darle rienda se iban a presentar más seguido si me mantenía lo más involucrado posible con la carrera y la vida de Santiago. Después de analizar esto, aquella noche de la pelea con Rojas fui a recibirlo aprovechando que la mayoría de los vecinos se habían marchado, esperé a que Micaela y Mojondemomia lo abrazaran y me acerqué para decirle unas palabras que me dejaron al salir una estela caliente desde el estómago hasta la boca.
–Muy bueno, ahora sí aprendiste a lanzar esa derecha.
Y le estreché la mano con fuerza, con la misma sonrisa que debía tener Judas cuando fue a darle el beso a Jesucristo.
La reacción de Micaela fue otra sesión de llanto. Sus retoños se estaban saludando al fin con afecto, qué lindo, qué acontecimiento. Y no sólo me quedé en ese gesto, sino que estuve varias horas de la noche conversando con él sobre algunos detalles tácticos.
Le dije, por ejemplo, que a pesar de su estilo arrollador y su pegada fulminante, y a pesar de que su tamaño no le iba a permitir pelear de una manera muy distinta a la actual, era importante aprender a utilizar el jab de izquierda para abrirle camino a la derecha, a golpear en los primeros rounds en la zona media del cuerpo para minar la resistencia del otro antes de lanzarse al remate. Y lo más importante: a esquivar los golpes con un movimiento de cintura, el weaving, y no con esos saltos de energúmeno que lo dejaban siempre mal parado y en una posición muy vulnerable. Santiago escuchó mis consejos y explicaciones con mucha atención, y yo hubiera creído que su interés era real y sincero si no hubiera descubierto la sombra de Micaela, nítida en la pared: la vieja, parada a mis espaldas, le pedía con señas a Santiago que se dejara aconsejar, que me diera la razón y me agradeciera la enseñanza. Esto no me desanimó, por el contrario: aquella lástima que me tenían iba a ser el instrumento a explotar para ganarme su confianza. En una pausa de la conversación se lo solté, casi sin pensarlo: "Me gustaría estar en el gimnasio contigo, trabajar para ti. Tú sabes, como ayudante, como second en las peleas, para hacerte algunas observaciones".
Pobrecito él, no pudo negarse. Su buen corazón y las súplicas de mamá Micaela lo obligaron a decidirlo en el acto: debía complacer al hermano lisiado, no se fuera a ofender o a sentirse más inútil de la cuenta. Así que días después regresé al gimnasio de La Guaira, ante la sorpresa del entrenador Jacinto Vergara y de todo caminante que me conociera, pero no para calzarme otra vez los guantes –no faltaba más– sino para enseñarle algunos secretos, atajos y trucos del oficio a mi hermanazo del alma, el novel Santiago Leiva.
Y a sangrar, corazones. Acababa de sonar la hora de la trampa y el puñal.
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