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28 de septiembre de 2017

EL VERDADERO FINAL DEL "NOVILLO PAIVA" - Capitulo 7-12


Ni modo. Había llegado la hora de inventar la excusa del siglo, la gran explicación: ¿por qué diablos Santiago había caído preso y Gerardo no? ¿No andaban juntos ellos dos esa noche de los acontecimientos, como lo habría de testificar el entrenador Vergara apenas le hicieran la pregunta? ¿No se supone que el lisiado es el asesino, el hampón, el que tiene en su haber un expediente policial lo bastante grande para cubrir con papeles sellados las torres del Parque Central? Mientras caminaba Montesano arriba –serían las 4 de la tarde– hacia el rancho de Santiago y su Carmencita, y trataba de fabricar un cuento medianamente creíble. A medida que iba dejando atrás las casas más o menos bien plantadas y me adentraba en el territorio de los ranchos tasajeados por el sol, menos lograba dar con una historia decente, creíble, tragable. ¿Qué hacer, qué decir? Convertir a la buena de Carmencita en testigo de mi preocupación por encontrar al hermano extraviado parecía la única estrategia clara, al menos en lo inmediato. Carmencita, la única aliada. Quién lo diría.

Llegué al rancho con el cerebro en blanco, demasiado en blanco, y para variar Carmencita me recibió con una letanía oscura y tartamuda. Después de mucho esfuerzo entendí lo que me decía: Santiago había llegado y se había marchado pocos minutos antes para la casa de Micaela. Estaba un poco alterado y quería saber si yo me encontraba allá. Horror. Le di la espalda a la ex aliada Carmencita –quien desde ese momento volvió a ser la Mojondemomia de siempre– y me disparé a correr por esas veredas, cerro abajo en mi rodada, a ver si le ganaba la carrera a Santiago y llegaba antes a casa de Micaela. Antes de irme, Mojondemomia me gritó: "Límpiate esa frente", y entonces me di cuenta de que tenía una cortadura muy larga, aunque superficial, desde la ceja izquierda hasta la oreja derecha, quién sabe si producida por algún vidrio escapado en el billar o por alguna rama o basura en mi dormitorio al aire libre de aquella noche. Al fin tenía algo a mi favor. Por supuesto, no iba a limpiarme, sino más bien a frotarme la herida y quizá abrírmela un poco más, para que se viera lo más precaria posible.

A pesar de que ahora los planes y algo más estaba en peligro mortal, allí tenía la justificación que necesitaba. Ahí estaba, nítida y en technicolor, la trama: me habían dado una revolcada de antología durante la trifulca del billar, me metieron más patadas que una película de kung-fú, me escupieron y me vejaron, perdí el conocimiento y también el poco dinero que cargaba. Tuve que irme a Catia La Mar pidiendo limosna en aquel estado lamentable, pero eso sí, antes había pasado por Montesano porque ni con todo el dolor del mundo hubiera dejado de ir a verificar cómo se encontraba mi hermano del alma. 

Animado por el sabroso giro que estaba tomando el asunto, hice algo un poco más aventurado escondido en unos matorrales: tomé un vidrio y me hice un corte al lado del ombligo. En unos minutos la camisa iba a estar llena de sangre. Ya me imaginaba la escena. Yo llego al rancho y, a pesar de estar herido de muerte, casi con un pie en la urna, al ver al hermano menor el corazón me da un salto de alegría al verte vivo, sangre de mi sangre, Santiaguito, negro querido, Santiago. Y gracias a ti por la revelación, Mojondemomia. Para retribuirte el favor, algún día volveré a llamarte Carmencita.

Un poco de alivio mientras bajaba, y después la preocupación renovada, repotenciada, cuando comencé a subir el otro cerro, el de Catia La Mar. Un simple intercambio de palabras entre Santiago y mamá Micaela y mis maniobras y embustes quedarían expuestos a la intemperie. Ah, jodienda. Subí los últimos 50 metros a toda carrera, me di unos golpes extras en la frente para que el paisaje de mi cara se viera un poco más áspero, y parece que el maquillaje funcionó.

Cuando entré al rancho, sudado, jadeante y simulando un dolor que no me dejaba doblar el tronco, Micaela se echó a llorar y Santiago casi me cargó en brazos para ayudarme a acostar en una especie de tabla-sofá que teníamos en la sala. "Creo que ahora sí me jodieron", fue lo único que pude decir, y no hizo falta más. Bueno, no creo que hayan pensado que estaba a punto de morirme, pero estaban preocupados y eso me ahorró la explicación gruesa. Nada más le dije a Santiago: "Esos tipos barrieron el piso conmigo", y él se soltó a pedir disculpas por no haberse fijado dónde estaba yo en los momentos más ácidos de la contienda. Cuando Micaela desapareció para hacer un poco de café, aproveché para hacer un experimento con la memoria de Santiago. Le dije en voz baja: "No busques problemas así. No te conviene. Eres una figura pública".

–No lo vuelvo a hacer. No lo vuelvo a hacer. No bebo más, –respondió. Perfecto. No recordaba cómo había comenzado la pelea y se veía de verdad muy apenado por haberme colocado en una situación tan dura.

En pocas palabras me contó cómo lo habían llevado a la comandancia de la policía. Alguno de los agentes le había dado duro por la nuca para someterlo. No recordaba el momento en que ocurrió, pero se había dado cuenta porque al despertar y tratar de enderezarse había sentido unas tenazas de plomo en esa zona, y en general todo el cuerpo estaba a punto de abrirse en dos pedazos. Horas después, cuando logró incorporarse, los policías de guardia retrocedieron y llamaron a los demás. ¿Qué les había hecho él para tenerlos así de aterrorizados?

Más tarde, cuando estuvo más despierto, le contaron que uno de los funcionarios había reconocido al famoso Trueno del Litoral y se había tomado la molestia de averiguar el teléfono de Rafito Cardona para explicarle lo que pasaba. El gordo Rafito fue en persona a verlo muy temprano, acompañado por el mismísimo comandante de la policía, según le contaron. Rafito le dio unas cachetadas para reanimarlo, le limpió con un pañuelo sus babas y sus lágrimas, y el comandante le pidió a los agentes que no lo metieran en la celda con los demás presos. Se trataba de un atleta muy querido por la afición y etcétera, y lo mejor era que lo recostaran en cualquier rincón para que durmiera y no fuera a deambular solo por las calles. Rafito se hacía responsable de sus actos. Así mismo lo hicieron. Santiago durmió unas horas, despertó después del mediodía y corrió al litoral para informarse acerca del paradero de su hermano. Muy conmovedor.

Sobre estos acontecimientos conversábamos cuando de pronto escuchamos una voz conocida. Una voz antigua, recia, dolorosa pero muy conocida, que pronunció desde la puerta de la calle un "Amigo Santiago" mitad sumiso, mitad afable. Era el viejo Santos. Después de dos años, allí estaba, tan chistoso y preparado para la celebración como antes, cuando parecíamos ser una familia.

¿A qué había ido? ¿Qué tenía Santos que decirnos? ¿Qué tenía que explicarle a Micaela? No tuvo tiempo de decirlo él mismo, al menos en un primer momento, porque apenas comenzaba a prepararse para entrar apareció Micaela desde la cocina. La cara de la vieja realizó un cambio de formas y colores que no duró más de dos parpadeos y dejó caer las tazas de café en el piso. Yo he visto grandes boxeadores en mi vida, y puedo asegurarte que ni Alfredo Marcano, ni Antonio Gómez, ni Vicente Paúl Rondón, ni Simón Chávez, ni Betulio, ni Lumumba, ni Obelmejías, ni ninguno de los ídolos reales o falsos del boxeo de este país; ninguno de ellos, en ninguno de sus combates más célebres, había lanzado jamás un derechazo con la furia y la puntería con la que tu madre Micaela Leiva Martínez conectó a Santos, su ex marido, en el centro de la nariz. El trancazo sonó como si alguien hubiera dejado caer una panela de hielo en una iglesia.

Santos alcanzó a decir algo como "Coño", y después, al tocarse la nariz, dijo también "Ay", pero no hizo ningún intento por controlar ni mucho menos enfrentar a mamá Micaela, porque la orden única y terminante era que no se le ocurriera pisar jamás la misma porción de terreno que estuviera pisando ella, "Maldito, sucio, rata, gonococo". El viejo se limpió como pudo la sangre que comenzó a salirle en sábanas por la nariz, y fue retrocediendo poco a poco mientras Micaela completaba su descarga: "Gusano, pichón de pato, prostituto". En una pausa de la vieja, Santos le gritó desde lejos a Santiago:
–Echale bolas, carajito. Tú sí puedes llegar. No la cagues como la cagó tu hermano.

Y a ese hermano, por supuesto, ni siquiera le dedicó un saludo, ni una señal de cordialidad. Apenas detuvo en mí una mirada que duró medio segundo. Justo el tratamiento que merecen los objetos inútiles, los animales y los desconocidos.

Esa tarde miré de cerca y con detenimiento a Micaela, mientras ella lloraba. Hasta ese momento no me había fijado en lo vieja que era, o más bien en lo vieja que se veía. ¿Cuántos años tenía? ¿50? ¿Casi 60? Nunca supe su edad ni me había tomado el trabajo de preguntárselo, y tal vez por eso, por primera vez en mi vida, y a pesar del nocaut técnico que acababa de propinarle a Santos, pensé en lo indefensa que era, en lo poca cosa que parecía dentro de esas ropas vueltas mugre e hilachas, en el hambre que había pasado y la que le tocaría pasar en lo sucesivo. Pobre. ¿Cuánto más iba a aguantar antes de que perdiera para siempre el rastro de su famosísimo e ilustre hijo menor, quizás su único vínculo con la alegría?

En parte por la vergüenza que estaba comiéndoselo en vida, y en parte por mi tenaz propaganda en favor del descanso y la relajación, Santiago estuvo ausente del gimnasio por diez días. Regresó cuando por fin se sintió con energía y moral suficientes para retomar los entrenamientos y darle la cara al entrenador. No había terminado de llegar al gimnasio cuando Vergara lo llamó para que hablaran aparte. Yo quise irme con ellos.

–Quiero hablar con él. A solas –me atajó el entrenador.

–Yo soy su hermano. Tengo derecho.

–Quiero hablar con él. Vete a comprar un kilo de aire para respirar. Anda a joder a otra parte.

–Soy su hermano.

–Caín también era hermano de Abel.

Juego trancado. No pensaba dejarlos solos. Prefería que estallara una crisis de una buena vez. Si eso pasaba, Santiago se iba a ver obligado a defender a su ídolo en ruinas. Vergara cedió un poco.

–Déjame hablar con Santiago –dijo–. Después hablo contigo.

Los dejé conversar en privado. Estuvieron unos minutos dentro de la oficina del entrenador y de rato en rato se escuchaba un grito de Vergara seguido de un manotazo en la mesa. Cada vez que Santiago comenzaba a susurrar Vergara lo interrumpía con otro grito y otro manotazo. El entrenador parecía estar castigando a un hijo suyo, a un hijo de los malos. Cuando Santiago salió por fin a hacer sus calentamientos, me acerqué al entrenador. Estaba preparándome para un feroz forcejeo, para intentar todas las defensas y explicaciones, y sobre todo para detenerlo con una patada en el estómago cuando me gritara por primera vez, pero la conversación fue más bien breve. Me dijo, cansado, casi suplicante, como si estuviera a punto de llorar: "No sé qué estás haciendo con Santiago, pero sé que es algo malo y quiero pedirte que no lo hagas más. Ese carajito puede ser campeón mundial, de verdad. Vamos a ayudarlo".

–Yo estoy ayudándolo. ¿Santiago te dijo que no lo estoy ayudando?

–Eso es todo lo que quería decirte –cortó Vergara, sin mucho trámite–. Por favor, no lo jodas más. Y no trates de engañarme: cuando yo empreñé a mi tercera mujer tú todavía jugabas con tierra y te meabas en la cama.

Me fui con Santiago después de la jornada de entrenamiento. Le pregunté por la conferencia con Vergara. Me respondió fastidiado. "Nada, dice que me estoy echando a perder. Rafito le contó todo y dijo que me mantuviera vigilado por un mes. Quiere estar seguro de que estoy en buena forma antes de conseguirme otra pelea".

–¿Un mes sin pelear? –Salté de la emoción, y esforzándome por parecer escandalizado–. ¿Un mes sin pelear y sin cobrar? ¿Cómo cree ese gordo de mierda que vas a vivir? Te lo dije. Ahora está molesto porque le malograste a su Rosso. Le dañaste todos los planes.

Santiago guardó silencio, caminó todo el tiempo mirando hacia el piso. Cuando llegamos a Montesano, se despidió con la noticia que yo esperaba desde hacía tanto tiempo.

–No me busques en el gimnasio. Creo que no voy a entrenar más.

El mes de inactividad que había planeado Rafito para Santiago amenazaba con prolongarse más de la cuenta, porque el muchacho se tomó en serio lo de divorciarse del gimnasio y estuvo sin aparecer por allí hasta el 10 de julio. Llevaba más de dos semanas sin entrenar, y apenas un día de fogueo después de su pelea más reciente. En resumen, un mes perdido, sin siquiera calzarse un par de guantes, sin salir a trotar, sin intercambiar golpes con un sparring para ejercitar los movimientos y controlar la distancia: nada. Lo cual, por cierto, no fue su falta más importante en ese período. La perdición apenas estaba asomando los colmillos.

Aquella visita, aquel reencuentro con mamá Micaela que podía parecer una reconciliación, perdió su efecto pocos días después. La vieja recibió una notificación de una mueblería de La Guaira, porque tenía vencidos unos giros de la nevera, de la cocina y de la cama, y si transcurría un mes más sin que pagara iban a ir a llevarse esos artefactos –que estaban a nombre de Micaela, por un gesto de buena voluntad de Santiago–, así tuvieran que hacerlo a la fuerza. Micaela no supo qué decir cuando le leí el telegrama, y yo la tranquilicé asegurándole que iba a buscar a Santiago para pedirle ayuda. Y fui a buscarlo, sí, pero no para hablarle de esas cuestiones.

Entonces me enteré de algunas historias, en primer lugar por boca de Mojondemomia. Santiago estaba perdido desde hacía unos días. Ya antes se había quedado por largo tiempo fuera de la casa, y cuando regresaba era para dormirse como un oso, insultar a su mujer y a los niñitos con unos eructos incomprensibles, y luego salía de nuevo para perderse una, dos noches seguidas. "La última vez que vino llegó desnudo. Ojalá no se me acostumbre", remató Mojondemomia.

Más tarde bajé a La Guaira para indagar en los bares de siempre, en Macuto, en Caraballeda, y pude enterarme de algo más. Santiago había sido visto varias veces, borracho o drogado hasta los huesos, corriendo desnudo por la playa y aterrorizando a las muchachitas. Supe que en uno de esos arranques violentó la puerta del gimnasio, una madrugada, y cuando la policía llegó, alertada por unos vecinos que oyeron los golpes, lo encontraron mojado y desnudo golpeando el saco, solo, en la oscuridad. Intentaron calmarlo pero se puso bestia, lo sometieron por las malas y amaneció en la jefatura de policía de La Guaira. Igual que aquella vez del billar, Rafito Cardona fue a pedir que no lo golpearan ni lo abandonaran a su suerte junto con los demás presos, y a hacerse responsable por el ilustre detenido. Amaneció en la jefatura, escuchó el par de consejos que el comisario tuvo la delicadeza de proporcionarle y salió a la calle, encandilado, a mediodía. En la noche lo tenían allí de regreso, otra vez drogado, otra vez deshecho, otra vez desnudo.

¿Era yo culpable de esa conducta? Ah, por favor, Carlos, ya sabes que con mucho gusto lo reconocería y lo contaría como una conquista bien buscada y mejor lograda, pero no, ahora estoy seguro de que Santiago tenía esa afición por la blanca nieve desde antes, sólo que nunca nos habíamos enterado y nunca había tenido suficiente dinero en el bolsillo para conseguirla en buenas cantidades como cuando empezó a pelear y a cobrar. Y la afición por las exhibiciones de su cuerpo de orangután tampoco era una novedad. Poco después, en el gimnasio de El Paraíso, escuché decir a Fulgencio Obelmejías que ya él antes lo había visto en ese plan, causando pánico en las playas de Río Chico entre la concurrencia femenina, con sus gestos de orangután y su paloma negra de lo mismo. Honor a quien honor merece: no fui yo quien lo desvió del camino de la abstinencia y la cordura. Mis planes eran desviarlo de todos los demás caminos.

El jueves 9 de julio, a altas horas de la noche, volvió a tener aquel súbito ataque de irritación. Rompió la puerta del gimnasio, pero esta vez sólo se quedó allí dormido. No se desnudó ni golpeó el saco ni hizo ruido alguno, simplemente entró, aseguró la puerta por dentro, se acomodó en el centro del ring y durmió a pierna suelta hasta el día siguiente. El viernes, muy temprano, cuando llegó Vergara, se encontró a su pupilo tendido en la lona. Lo despertó, le metió un sermón paternal, le dijo con mucho tacto que no se dejara envolver por mi perversa influencia –con mucho tacto: hablar mal de mí delante de él ya era causal de guerra–, y le ofreció su apartamento para que se quedara unas semanas mientras se desintoxicaba, para que regresara al gimnasio con chance de recuperar su forma física. Santiago se negó. Explicó que tenía a la mujercita y a los niños abandonados y tenía que volver allá. Además, estaba muy resentido con Rafito y esa decisión de no buscarle peleas. "No seas pendejo, ya teníamos listo tu próximo combate para el 20, dentro de 10 días", lo alentó Vergara, antes de desinflarle de nuevo la esperanza: "Hasta ahora no le he dicho a Rafito que estás perdido del gimnasio, pero de todos modos en ese estado no puedes pelear. Ven a entrenar y te conseguimos una pelea para dentro de un mes".

Santiago se puso frenético. Le aseguró que había estado corriendo a diario en la playa. "Sí, ya me enteré. Ahora corres desnudo y espantas a las niñas", le dijo Vergara. Santiago puso todo su empeño: "Estoy en forma, estoy bien, me siento como un tigre, estoy rápido, fírmame esa pelea". Vergara se negó. Dijo que no quería verlo lesionado ni dando un feo espectáculo, había un físico y una imagen que cuidar. "Te invito a que vengas a entrenar otra vez, pero ahora el régimen es militar. Te espera un mes de trabajo duro, sin bebida ni cogeculos extraños, y después hablamos de la pelea". La súplicas de Santiago se prolongaron toda la mañana, y mientras los demás boxeadores se incorporaban al entrenamiento él estaba pegado del pantalón de Vergara, quien permaneció inflexible.

–Llora, jódete, pero en ese estado no vas a pelear. Ahora, si tienes tantas ganas, deberías ponerte a calentar de una buena vez. ¿Qué esperas? ¿Estar en forma ejercitando nada más la lengua?

Al escuchar esto pidió prestado un pantalón corto y fue a cambiarse, hizo un calentamiento de veinte minutos y regresó al lado del entrenador, a seguir implorando por una oportunidad. En eso estaba cuando yo llegué al gimnasio y vi el resto de la escena. Un cuadro lamentable. Vergara, agrio, le decía que parecía un saco de papas, que tenía una barriga cervecera del carajo, que se mirara en el espejo a ver si esas ojeras le parecían de atleta. En ese momento terminó de calentar Mauricio Bravo, un peso Welter que estaba bien ubicado en el ranking mundial y era una de las piezas duras de Rafito en la categoría más lucrativa del momento, la de Leonard, Hearns, Mano’e Piedra Durán. Mauricio se quejó ante el entrenador por la ausencia de sparrings de su peso. A esa hora sólo había muchachos de 55 kilos o menos, y él necesitaba cruzar guantes con hombres de 65 o más para entrenar completo. Entonces Santiago, que tal vez por la falta de ejercicio tenía cierto sobrepeso, pero no llegaba a 63 kilos, se metió de un salto en el ring de prácticas, sin pedirle permiso a Vergara: "Pásame el protector. Mauricio, vamos a guantear".

El entrenador, medio arrecho ya por la impertinencia de Santiago, lo dejó montarse, pero les indicó que sólo pelearan en el cuerpo a cuerpo, en rounds de dos minutos. Y, dirigiéndose a Mauricio Bravo: "Métele por las costillas, para que aprenda a respetar el gimnasio".

El intercambio de golpes fue intenso, pero breve. Un Santiago tambaleante, impreciso, fuera de distancia, asumió aquella práctica como un combate decisivo de su vida, pero apenas Mauricio lo tocó con la izquierda se fue hacia atrás y tuvo que amarrarse de las cuerdas. Eran las manos de un peso Welter, ocho kilos más pesado y ocho centímetros más alto que cualquier rival que hubiera enfrentado antes. Santiago se recompuso, volvió a meterse en la candela y esta vez, ante la sorpresa de Vergara, los ayudantes, los mirones y los demás boxeadores, un derechazo de Santiago explotó en el centro del pecho de Mauricio Bravo y éste cayó sentado junto a las cuerdas. Mauricio se incorporó, alisó la lona con el pie para disimular un poco y hacer ver que la caída había sido por un resbalón, y regresó al combate, a reanudar el furioso intercambio de ganchos y uppers cortos a los costados. Diez segundos antes de culminar el primer round otra derecha de Santiago alcanzó su objetivo, que esta vez fue el rostro de Mauricio, y de nuevo el mejor peso Welter del país visitó la lona, sorprendido, con el protector de la cabeza desencajado de su sitio debido a la fuerza del impacto. Esta vez se levantó, salió del ring y le dijo a Vergara: "No me pongas a guantear más con ese loco. ¿No le dijiste que era nada más una práctica?".

Santiago volvió a lo suyo.

–Te dije que estoy en forma, Vergara. Y necesito pelear, ya no hay con qué comer en la casa.

Vergara se mordió la lengua, lo llamó aparte y le anunció su decisión como si fuera un castigo: "Okey, te quedan ocho días para entrenar. Te quiero aquí en el gimnasio, encerrado desde las seis de la tarde hasta las doce del día siguiente. En la tarde vas a tu casa y resuelves lo que tengas que resolver, pero si me entero de que estás bebiendo o metiéndote mierdas por la nariz no entras más a este gimnasio y le dijo a Rafito que te cancele el contrato. Te lo advierto: nada de mirar para los lados desde hoy hasta el 20".

Santiago casi se arrodilló a besarle los zapatos para darle las gracias.

La pelea que le firmaron era contra Rubén Véliz, todo un veterano de guerra. Había sido campeón nacional peso Pluma desde 1978 hasta 1980, pero había abandonado la división por problemas de peso y ahora militaba entre los pesos Ligero Júnior y Ligero, donde no había llegado a ser una gran figura pero tampoco le había ido mal. En total tenía 31 peleas, con 27 victorias (18 por nocaut), tres derrotas y un empate, así que se trataba, ni más ni menos, del peleador más experimentado que había enfrentado Santiago hasta entonces, y además le llevaba cierta ventaja de estatura, algo así como seis centímetros. Y algo más: era un boxeador zurdo, y pocas cosas resultan tan incómodas en el boxeo como pelear contra un zurdo. La guardia es diferente a la de los derechos, se paran con la mano y la pierna derechas adelante y la izquierda atrás, y no se puede abusar con ellos con el jab, porque por encima de la izquierda de uno puede venir la derecha de ellos. Un verdadero martirio.

Santiago, por su parte, había cumplido con la totalidad de las exigencias de Vergara y había registrado en la balanza 59 kilos 800 gramos, lo mismo que su rival. Pero tenía apenas una semana de entrenamiento, y esto podía pasarle una alta factura, sobre todo si la pelea se prolongaba durante muchos rounds. En vista de eso, Vergara insistió hasta el tormento en que la estrategia a seguir era conectar a Véliz abajo, en la zona media, para no dejarlo correr mucho. No podía arriesgarse a que esta pelea tuviera el mismo signo que la de Rosso, y Véliz iba a hacer exactamente el mismo planteamiento que él: desplazarse por todo el ring, no estarse quieto ni pararse a intercambiar golpes jamás. Su plan, como buen veterano y estilista que era, iba a consistir en no dejar que Santiago llegara con sus golpes, mantenerlo siempre a raya y golpear desde afuera para aprovechar su estatura y su rapidez. "Métele por el hígado y por el estómago. Cuando se pare, le arrancas la cabeza", fueron la palabras finales de Vergara antes de bajar del ring y escuchar el tañido inicial de la campana.

Contra todo pronóstico, contra toda regla, apenas comenzó el primer round Rubén Véliz salió adelante y desechó todo lo que la teoría boxística indicaba que debía hacer. Obvió el asunto de su estatura privilegiada, ignoró el trámite de los desplazamientos y la velocidad, le supo a mierda la ya célebre potencia de Santiago, y, sin pararse a pensar en guardias monolíticas ni en maniobras escurridizas, conectó un tenebroso izquierdazo en el centro de la boca del Trueno del Litoral y éste se fue hacia atrás sin balance hasta caer sentado, íngrimo y desconcertado ante la general estupefacción. Estuvo quieto en la lona durante cinco segundos, escuchando gritar al público, que se levantó en pleno para mirar bien aquella escena tan fuera del libreto. Cuando el árbitro llevaba la cuenta por seis se levantó con lentitud, mirando con unos ojos de vidrio a Rubén Véliz, profirió la frase "Puta de tu madre" con una convicción de piedra, esperó que el réferi le secara los guantes, y entonces ya no pudo controlarse, ni él mismo ni nadie más pudo controlarlo.

La primera derecha alcanzó a Véliz en la frente, la primera izquierda describió un abanico y se perdió en el vacío. La segunda derecha, en upper, impactó en el mentón, y cinco segundos después ya el cuerpo del veterano Véliz parecía una pobre almohada dando tumbos entre los puños de Santiago y las cuerdas del ring. Cuando había transcurrido un minuto de combate Véliz logró llegar con una izquierda larga al pómulo de Santiago, pero ya todo estaba decidido. Desde la última tribuna del gimnasio Leopoldo Márquez, desde cualquier ángulo de las pantallas de televisión, podía verse con nitidez que el deseo más profundo de Véliz era, no que sonara la campana, no que Santiago sucumbiera ante su desorden y su cansancio, sino que cayera un rayo celestial que dejara sin luz a Caracas y las autoridades se vieran obligadas a suspender ese maldito combate, que ya no era tal combate sino una cacería, una persecución.

El desenlace se produjo al minuto 32 segundos. Véliz, molido ya por varios impactos, separó los brazos en un acto reflejo para apartar los indecentes pero terribles manotazos de Santiago, y recibió una izquierda sólida que lo dejó indefenso junto a las cuerdas. El réferi se percató de su pésimo estado, pero antes de que interviniera para detener la masacre y decretar el final de la pelea Santiago le puso el punto final por sí mismo. Un avión en forma de derecha se estrelló contra la boca de Véliz y éste quedó colgado en las sogas como una vulgar concha de plátano, con medio cuerpo afuera. Ante la ovación del público, Santiago apenas levantó las manos y se bajó del ring, casi huyendo, sin esperar el protocolo final, la lectura del resultado y el levantamiento de su mano por parte del árbitro en señal de victoria. En lugar de ello, se fue directo al camerino.

Aunque no tuvieron la oportunidad de entrevistarlo, los comentaristas de la televisión comentaron entusiasmados el triunfo de Santiago Leiva. Aquella última derecha le había arrancado de cuajo un diente a su rival –buen odontólogo, nuestro hermano– y lo más interesante de todo era que había demostrado tener un instinto de batallador, pues su caída no había hecho mella en su ánimo sino que le había removido la bestia capaz de convertirlo de víctima en victimario. "Recuerden ustedes esta actitud, esta fortaleza", dijo Miguel Thoddé, "y, si no les parece una herejía, compárenla con el estilo y la actitud de Samuel Serrano, quien estará la próxima semana en el Poliedro de Caracas defendiendo su título ante nuestro compatriota Leonel Hernández. ¿Será muy temprano en la carrera de Santiago Leiva para aspirar a esa corona? Preferimos dejarle a ustedes el análisis. Por cierto, a Leonel le vemos el chance que su condición de gladiador experto le otorga, pero parece que su edad y sus condiciones..." y blablablá, paja, paja, blablablá. Otra vez asomaba por allí la intención de llevar a Santiago a una pelea por el título. Lo cual comenzaba a preocuparme más de la cuenta.

Cuando fui a buscar a Santiago lo encontré armando un escándalo menor en el ring side. Estaba señalando con el dedo y gesticulando en la cara de uno de los representantes de la empresa. Vergara lo sostenía y trataba de calmarlo, mientras el interpelado hacía esfuerzos por refrescarle la memoria a Santiago: "Caballero, a usted se le pagó esta pelea por adelantado. ¿No recuerda que el propio Rafito le pagó por el combate de Rosso y por el siguiente, es decir, por el de hoy?". Santiago ya no argumentaba, ahora informaba. "Es que necesito plata, no hay con qué comer en la casa" y ese tipo de brebajes. "Hable con Rafito, pero tendrá que ser mañana, porque él se fue temprano".Nuevo arrecherón de Santiago. Tal como Vergara lo temía, no aceptó quedarse una noche más en el gimnasio, y tampoco en el apartamento del entrenador. Y algo preocupante, tampoco aceptó que yo lo acompañara. Quise insistir e irme con él, pero preferí que su rabia se cocinara sola, sin necesidad de ayuda, con sus propias candelas.


CONTINUA - CAPITULO 8-12

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