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29 de septiembre de 2017

EL VERDADERO FINAL DEL "NOVILLO PAIVA" - Capitulo 8-12



El campeonísimo Santiago Leiva estuvo de nuevo unos cuatro días sin ir al gimnasio, pero reapareció, sano, y comenzó a entrenar con regularidad. Vergara tomó aquella breve ausencia como el descanso de ley después de cada combate –aunque en realidad contra Véliz no había sudado mucho– y no lo sometió a ningún tormento en particular. El muchacho había regresado solo al carril y era conveniente llevarlo con calma, para ver hasta dónde podía decirse que estaba recuperado. Al parecer ayudó mucho el que Vergara le hubiera ofrecido un préstamo para salir de sus apuros, pero cierta bronca sin regreso estaba comenzando a distanciarlo de Rafito Cardona. ¿No había sido el gordo quien le había salvado la vida al gestionarle un trato preferencial en la cárcel? Sí, pero había un crimen mayor en su cuenta, el tiempo transcurría, el mundo giraba, los gatos maullaban y Rafito no le conseguía un combate contra un peleador rankeado, y ni soñar con Serrano, quien a estas alturas estaba muy ocupado preparándose para sacudirle el polvo de la cara a Leonel Hernández.

A ese programa de la pelea Leonel-Serrano acudimos él y yo, juntos como buenos hermanos, por razones más o menos similares aunque totalmente distanciadas por el factor esperanza. A ambos nos obsesionaba uno de los protagonistas de la reyerta: el campeón mundial Samuel Serrano a Santiago, y Leonel Hernández a mí. La diferencia era clara. Yo jamás enfrentaría a Leonel ni a nadie sobre un ring de boxeo, mientras que Santiago, a pesar de las trabas legales y a la esquiva dinámica de los campeonatos, tenía con qué alimentar expectativas. Cualquier día podía salírsele una rueda a la carreta y Santiago tendría su chance. El era joven, estaba en manos de un habilísimo empresario, estaba en un momento de inspiración, había desmadrado a todo lo que le habían puesto por delante. Y, coronación de coronaciones, estaba entero, tenía dos brazos, podía pelear. Para qué insistir más en mi desgracia.

Ocurrió en el Poliedro de Caracas, el 29 de julio de 1981. Cuando llegamos, a eso de las 7:30 de la noche, había muchos asientos vacíos. No era de extrañar. Buena falta nos hacía un campeón del mundo, pero Leonel ya había fallado cuatro veces en peleas titulares, y de Serrano no podía decirse que era un imán de multitudes y ni siquiera un tipo con diez gramos de carisma. Aquella era sólo una pelea entre dos tipos curtidos, con oficio, que ya se conocían –Serrano había derrotado a Leonel en el año 77, en Puerto La Cruz–, pero ninguno de ellos parecía capaz de despertar emociones y tensiones como un Roberto Durán, un Hagler, un Argüello. Por cierto, Argüello estaba presente en la zona de prensa, contratado como comentarista del canal 8. Era bueno ver a un peleador de verdad en este territorio de cartuchos quemados.

Había otras razones para la ausencia de público, y era que la afición ya se estaba dando cuenta de la clase de farsa que eran esos ídolos de acá. Nadie se explicaba cómo era que un país que organizaba una cartelera boxística semanal, con tanto apoyo financiero y con un empresario con las espuelas del tamaño de las del Rafito Cardona, había producido apenas un campeón en los últimos años, el manso Pantoño Oronó. Después de Pantoño y Fulgencio Obelmejías habían sucumbido en contiendas por el título mundial Ildefonso Bethelmí –un bicho extraño apodado El ciclón de Güiria–, Reinaldo Becerra –un Mini Mosca a quien se le notaba el hambre hasta en la forma de mirar–, Luis Primera –la Primera víctima del campeón Welter Thomas Hearns–, y, apenas tres días atrás, Jóvito Rengifo. Este último, un barloventeño con un bonito estilo y una pegada regular, le estaba dando una lección ilustrada de pugilismo al monarca, el mexicano Guadalupe Pintor, pero cuando lo tocaron donde debían tocarlo se cayó como un monigote y no volvió a levantarse. Apolinar Martínez bautizó a este rebaño de perdedores como "El Salón de la Fama de los caídos", en un artículo burlón pero trágicamente acertado publicado en el diario Meridiano. Ahora le tocaba a Leonel demostrar que no merecía figurar en ese lote, como le tocaría tres días más tarde, el primero de agosto, a otro ídolo, a otro gladiador vendido como sensacional e indestructible de la cuadra de Cardona, el peso Pluma Carlos Pïñango.

Principio y fin de los estremecimientos: por primera y única vez en mi vida veía de cerca a Leonel Hernández, mi rival imposible. Santiago y yo nos acercamos sucesivamente al pasillo por donde se dirigirían el campeón y el retador al ring ubicado en el centro del Poliedro. Cuando Leonel salió de su camerino sentí un escalofrío, para qué negarlo. Vi como avanzaba con un trote corto, haciendo movimientos de calistenia, cubierto por una bata blanca. Cuando pasaba al lado de nosotros no resistí la tentación e hice lo que hacían muchos aficionados al verlo pasar: darle una palmada en el hombro. En realidad lo toqué con el puño cerrado. ¿Me creerías si te digo que sentí esa musculatura muy frágil para mi poder –mi poder de 1974–, que estuve a punto de detenerlo y preguntarle si por una de esas remotas casualidades de la vida le sonaba en la memoria el nombre de Gerardo Leiva, y que por un momento pensé también en arrojarme sobre él para propiciar un combate callejero que supliera al combate profesional que nunca fue? Lo vi tan pequeño, tan al alcance. Creo que sí pude haberlo derrotado.

Por su parte, Santiago hizo lo propio con el campeón Samuel Serrano, pero fue un poco más allá. Lo persiguió por entre la gente y le soltó dos o tres veces en su cara que no se fuera a encariñar mucho con esa corona, porque él iba a arrebatársela apenas le dieran la oportunidad. Y de colofón: "Eres una mamita, retírate, tú no puedes conmigo". El campeón no se dio por enterado, continuó su caminar parsimonioso hacia el cuadrilátero y subió, flaquísimo y veloz, a encontrarse con su retador.

La escena estaba ya lista. Serrano, campeón mundial, había pesado 58 kilos 800 gramos. De él se había dicho que tenía problemas para rebajar hasta el límite de la categoría y allí residía una flaqueza que podía ser aprovechada por Leonel. Este, por su parte, registró 58,300, y se veía infinitamente más pequeño que el campeón. Serrano le llevaba 12 centímetros de estatura y sus brazos parecían estar hechos a la medida para no permitirle acercarse demasiado a sus contrarios. Serrano traía un récord de 45 victorias –15 nocauts–, tres derrotas y un empate, mientras que el venezolano se presentaba con 50 triunfos –28 nocauts–, ocho derrotas y un empate. Serrano, de 28 años, se suponía que estaba en el tope de sus condiciones, y Leonel, a sus 32, estaba al borde del retiro. Apenas sonó la campana, y en el transcurso del combate, pensé en lo marchitos que estaban los laureles del boxeo de antes, los de verdad.

Todo un fiasco, un verdadero fiasco. El retador, que se supone es quien debe buscar esa corona a como dé lugar, estuvo toda la noche haciendo fintas, moviendo las piernas en la bicicleta más inútil que yo haya visto en mi vida, amagando y amarrándose del cuerpo de Serrano como si su labor allí consistiera en mantenerse de pie y con el cutis limpio para protagonizar no un combate sino un simulacro. Y Serrano, feliz. No hay nada que favorezca más a un campeón que un retador pasivo. De cuando en cuando lanzaba una derecha, corría hacia atrás, jabeaba para no perder la oportunidad de hacer un poco de ejercicio y aceptaba con mucho gusto las invitaciones de Leonel a abrazarse. El poco público presente en las tribunas apenas tuvo dos oportunidades para levantarse a animar al compatriota, y fueron las dos veces que el venezolano llegó a tocar la cara de Serrano con algo de mala intención. Pero después, el silencio. Otra vez las fanfarronadas sin sentido, los golpes lanzados fuera de distancia, el cordial abrazo para darle trabajo al árbitro. Un asco de contienda. Y era un campeonato mundial. Santiago no dejó de producir saliva en toda la pelea. Tres veces en cada round repetía, ya absolutamente convencido, que Serrano era una mamita, que qué fácil iba a ser revolcarlo por ese piso, que maldito sea el gordo Cardona si no le conseguía ese combate.

El baile terminó, por fin, con la campana final del round 15 y una rechifla de antología por parte de los pocos seres vivos que quedaban en esas gradas. No se había producido ni una caída en toda la pelea, nadie resultó lesionado, el rostro de aquellos hombres estaba fresco, apenas sudaban. Otra refriega infeliz para el cajón de la basura del boxeo. Los jueces le otorgaron ventajas de ocho a diez puntos al campeón, que bajó del ring muy orgulloso, como si acabara de vencer a un guerrero muy difícil de doblegar, y Leonel anunció su retiro minutos después del combate. Hombre retirado y dentro de poco olvidado, a los 32 años; casi tuve lástima de él. Después de todo, mi frustración podía estarse tranquila al escuchar aquel nombre.

En cuanto a Santiago, al ver a Serrano bajar tan campante y feliz rumbo a los camerinos tornó a perseguirlo para molestarlo con el cuento acerca de quién era el campeón y quién la mamita. Entonces Samuel Serrano volteó para buscar con la mirada al impertinente. Santiago, en un arranque de furia, se abrió paso entre el público y los seconds y le lanzó un manotazo al campeón del mundo. En medio de la algarabía de las tribunas, que parecieron más animadas que durante el combate, hubo brazos y empujones suficientes para evitar que el enfrentamiento subiera de tono y Serrano llegó ileso al vestuario. Los periódicos mencionaron brevemente el percance en la edición del martes 30 de junio, pero ninguno dijo que Santiago Leiva había sido el "aficionado enfurecido" que originó el forcejeo.

"Ese Serrano sí es mamita, Dios mío", repetía Santiago por enésima vez, cuando vimos a Vergara a lo lejos, conversando animadamente con un hombre que, al ver a Santiago, lo llamó a grandes voces, lo saludó afectuosamente y se quedó abrazado a él mientras reanudaba la conversación con el entrenador.

–A este toro hay que sacarlo de aquí, –le dijo a Vergara con un acento que parecía ser colombiano–. No tiene que romper con su país, nada de eso. Lo firmamos por unos meses, lo ponemos a pelear en Panamá, en Miami, en Puerto Rico, y después, si así lo quiere, regresa a pelear para Cardona, y no hay ningún problema. ¿Por qué le parece mal que pelee en el exterior?

–Tenemos un contrato muy provechoso con Rafito Cardona –explicó Vergara–. En otras palabras, nos quedamos aquí. Ya he visto a bastantes extranjeros pasando trabajo en todas partes por irse muy temprano del nido. Los campeones se hacen en su país, después salen a viajar.

–Hermano querido –ripostó el hombre, muerto de la risa–, ¿usted no se acuerda de un Pambelé, colombiano, hecho inmortal a martillazos aquí en Venezuela?

–Sí, me acuerdo de Pambelé. Y me acuerdo también de quién lo hizo campeón. Pambelé tiene la marca de fábrica de Rafito Cardona. Con Cardona nos quedamos. Y me disculpa.

El hombre le metió una tarjeta a Vergara en el bolsillo, y antes de marcharse insistió: "En el exterior es más fácil darlo a conocer que dejándolo metido aquí. Y le repito: en Panamá también tenemos espacio y dólares, ¡dólares!, para un ayudante y un entrenador. Ahí nos vemos". Vergara le sonrió sin ganas con la mitad de la boca y lo vio alejarse. Después se dirigió a Santiago: "Nunca falta un buitre. Quiere que traicionemos al gordo y nos vayamos con él". Un fogonazo me cruzó desde una oreja hasta la otra. Me quedé al lado de ellos unos segundos más, los suficientes para enterarme de que aquel tipo era Leonardo Espada, empresario panameño en busca de prospectos y víctimas para los peleadores emergentes de su país, y también para hacerme una reflexión mínima: "Si se llevan a Santiago tendré que decirle adiós a los planes, pero si me voy con él tendré más libertad para actuar. ¿Quién va a abogar por él en el extranjero?". Entonces tuve un pálpito, un estremecimiento de la glándula de las ideas. Me fui por el camino contrario al que había tomado Espada, le di la vuelta completa al ring y me dirigí hasta donde el hombre se encontraba. Me presenté: "Soy hermano de Santiago Leiva".

Le reiteré que, en efecto, había un contrato con Rafito Cardona, pero que ese contrato se vencía en diciembre. ¿Había un lugar donde contactarlo? "Mi residencia está en Panamá, aquí está mi tarjeta. Una vez al mes vengo a Caracas para ver las peleas. Aquí puede ubicarme en el hotel President". Le propuse un trato. "Que nadie se entere de esto, pero en breve voy a ser el apoderado del muchacho. Entonces hablaremos". Ningún problema por parte de Espada. Con tal de arrebatarle piezas a Rafito, cualquier propuesta le parecía buena.

Nueva jornada en el Poliedro, esta vez para ver cómo Eusebio Pedroza, campeón mundial del peso Pluma, iba a darle al retador venezolano Carlos Piñango la coñamentazón de su vida. En efecto, la última hazaña de Cardona consistía en traer a Venezuela a un señor Campeón Mundial como Eusebio Pedroza, un caballero con doce defensas exitosas de su título y mil batallas a sangre y fuego realizadas en los escenarios más exigentes y frente a los públicos más agresivos; un señor a quien en su patria, Panamá, ya consideraban el mejor boxeador libra por libra, incluso por encima de figuras como Roberto Mano’e Piedra Durán. Pues los manejadores de ese faraón de los ensogados habían sido convencidos por el gordo Cardona para venir al Poliedro a enfrentar a un pobre flaco sin estrella ni blasón llamado Carlos Piñango, un carajo que se había cansado de sacar del camino a cuanto rival le ponían enfrente, pero ya sabemos qué clase de rivales: dominicanos recién sacados del puerto, algún colombiano obligado a pelear para ocultar su condición de indocumentado, uno que otro malandro recogido en el terminal del Nuevo Circo para abultarle el récord

En total, Piñango presentaba récord de 22 combates: 21 victorias y una derrota, con 16 nocauts. Pedroza, por su parte, acumulaba 31 triunfos y tres reveses en 34 actuaciones, y 21 ganadas por la vía rápida. En su lista de rivales figuraban colosos como Rubén Olivares, Alfonzo Zamora y Rocky Lockridge. Aunque fuera para ver en acción a una de las estrellas del momento valía la pena volver a acudir al escenario y ver el resto del programa, mientras pensaba y ponía en orden algunas ideas que me habían estado rondando. Santiago no andaba conmigo. Tenía un dinero sobrante en los bolsillos y prefirió quedarse en La Guaira. Decidí dejarlo hacer su siembra personal, ya me tocaría a mí recoger la cosecha.

Esa tarde, en el mismo programa, otro peleador de apellido Piñango –Bernardo– se disponía a realizar su primer combate como boxeador profesional. El medallista de plata en las olimpiadas de Moscú, héroe de la parroquia 23 de Enero y una de las esperanzas para repotenciar al alicaído boxeo criollo, estaba anunciado para la primera pelea. Mientras yo paseaba mis reflexiones alrededor del ring del Poliedro, sonó la campana y allí estaba sobre el ring el otro Piñango, el corajudo y brillante de verdad, el Bernardo del bloque 44.

Pero fíjate qué decepción. Aquel hábil pegador que electrizó al país en las Olimpiadas de Moscú, en 1980, subió al ring con más cautela que ganas de pelear y su rival le complicó de tal forma la vida que al público no le quedó otro remedio que abuchear al ex ídolo y aplaudir a su contendor, un Angel Torres ampliamente conocido en su casa y en el bar de la esquina. Pero cuando el anunciador leyó el veredicto de los jueces lo que se levantó de las tribunas fue un bullicio de indignación, pues el resultado oficial fue un empate asqueroso, que revelaba la necesidad que tenía el gordo Rafito de comenzar a fabricar con urgencia un ídolo, para lo cual le regaló una pelea al potente boxeador sin importarle para nada el riesgo de convertir a los jueces, ante los ojos de los fanáticos, en un despreciable racimo de corruptos descarados. La trampa la percibió todo el mundo en el Poliedro y también quienes vieron aquella bárbara estafa por televisión. Una indigna antesala para el combate grande, el que todos esperaban.

Tal como lo esperaba todo aquel que conocía algo de boxeo, Eusebio Pedroza no tuvo que hacer más nada sino bailar un poco alrededor del venezolano, conectarle unas cuantas derechas para hacerse respetar y esperar que Piñango se fuera desinflando poco a poco, cosa que comenzó a ocurrir hacia el quinto round. En el octavo lo arrojó por las malas contra las cuerdas, amagó con la mano derecha y, cuando el venezolano se cubrió la cabeza con ambos brazos, lo que le lanzó fue un relámpago en forma de gancho de izquierda en pleno hígado, y el prospecto Carlos Piñango, la esperanza venezolana del peso Pluma, el recio y guapo peleador de La Vega, el joven pujante destinado a acabar con el reinado del mejor pugilista panameño de todos los tiempos, la última pepsi cola del desierto, la verga de Triana, se derrumbó como un desahuciado y esperó la cuenta de diez segundos acostado en la lona, haciendo esfuerzos por atrapar con su bocota un milímetro de aire.

Si la declaración de Piñango ilustró mejor que ninguna lo que había ocurrido con él esa noche de su desgracia –"Me dieron donde no hay hueso y se acabó la pelea"–, la actitud del campeón mundial reveló la clase de hombre que era, y la diferencia abismal que hay entre un pobre con clase y pobre sin nada de nada. Cuando lo recibieron al bajar del ring para entrevistarlo para la prensa y la televisión venezolana, estaba llorando sin consuelo como si hubiera perdido el combate, y un pedazo de pendejo de la televisión le preguntó si lloraba de la emoción por haber noqueado a un rival tan difícil. El campeón respondió que lloraba de pesar porque ese día, justo antes del combate, había recibido la noticia de la muerte del presidente de su país, "Mi Comandante Omar Torrijos. Como comprenderá, Panamá no podía sufrir dos pérdidas el mismo día, por eso salí a matar".

Y si la declaración de Piñango fue aquella cagada y la de Pedroza esta joya, lo que se divulgó poco después sobre el empresario Rafito Cardona no entra en ninguna categoría conocida dentro del limpio y respetable espectro de la mediocridad. Al parecer, al llegar Eusebio Pedroza y los suyos lo primero que hizo el gordo fue invitarlos a comer y decirle a Pedroza, en un momento en que la conversación había entrado en confianza: "No me vayas a maltratar al muchacho, no me le pegues tan duro". Grandiosa generación de boxeadores se estaba levantando, apenas una década –y menos– después de la gloria de Marcano, Antonio Gómez, Rondón, Lumumba Estaba, Betulio, Ernesto España y no contemos los que fueron inmensos sin haber podido ganar una corona mundial. Grandiosa generación. Por allí andaban Rondón y Víctor Sonny León locos de bola por esas calles, mendigando un poco de comida en una ciudad que deliró más de una vez ante sus hazañas, mientras el más importante de los empresarios boxísticos del país le imploraba a los campeones por la vida de curracos del pelaje de Carlos Piñango, Reinaldo Becerra y Jóvito Rengifo –después de enriquecerse ofreciéndoles espléndidas oportunidades. Y ahora, para mayor gloria de Dios y del deporte, iba a tocarle a Santiago Leiva. Grandiosa generación.

Las peleas siguientes de Santiago se caracterizaron por parecerse demasiado a las que elevaron como la espuma los records de Fulgencio Obelmejías y sus amigos. En la décima, celebrada el diez de agosto, enfrentó de nuevo a Julio Morales, el Ligero puertorriqueño a quien había despachado unas semanas atrás. Esta vez presentó un poco más de combate, se fajó de verdad en los dos primeros rounds, alcanzó a Santiago con dos izquierdas potentes pero en el tercero cogió una derecha en la mandíbula que lo envió a la lona. Se paró a echar el resto, como un varón, hasta que la campana vino a socorrerlo. En el cuarto soportó el ataque de Santiago con mucha valentía aunque sin mucho éxito en lo físico, y en el quinto recibió otra derecha durísima que lo hizo poner las rodillas en tierra para la cuenta de diez: nocaut número nueve en diez peleas para Santiago.

La undécima, realizada el 7 de septiembre, fue apenas un trámite formal. El tailandés Yim Poltarat subió al ring ejecutando unos saltos mortales de acróbata y unos movimientos de fiera asiática que le arrancaron aplausos al público, pero cuando el réferi los colocó frente a frente para darles las indicaciones de rigor la fiera asiática miró al Trueno del Litoral a los ojos y se cagó en los pantalones. Treinta segundos más tarde, después de perseguir tenazmente a su escurridizo rival por todo el cuadrilátero, Santiago largó su primer y único izquierdazo de la noche y con él le desbarató la nariz al pedazo de chino, que cayó partido de dolor en una esquina. Decimosegunda pelea, el 28 de septiembre. Forcejeo enredado e intenso contra el Diablito Iriarte, soldado de muchas batallas, antes de pulverizarlo con una combinación perfecta en el sexto asalto.

Once nocauts en doce presentaciones. Su fama iba hacia arriba –lo mismo que su desbocada afición por el alcohol, la coca y las carreras por la playa con las pelotas al aire– cuando llegó el mes de octubre y entonces la angustia explotó en serio en el corazón de Santiago. Rafito insistía en conseguirle las mismas peleítas contra boxeadores sin jerarquía, los mismos rivales sin sangre y, sobre todo, tan lejos del ranking mundial como los pingüinos de las playas del litoral. Hubo un altercado más o menos serio –propiciado por mí, lógico. Santiago fue a la oficina de Rafito a reclamar por su vieja promesa de ubicarlo entre los diez primeros, y el gordo lo puso en su lugar recordándole que la promesa la había roto él mismo, al cambiar el gimnasio por la droga. "Los campeonatos son para los deportistas, no para los marihuaneros", le gritó Cardona, y Santiago salió del sitio tumbando jarrones y cuadros a su paso.

Regreso al desenfreno: Santiago estuvo detenido por partirle el pómulo derecho a un hombre que le reclamó lo de su desnudez, en plena mañana y delante de un montón de mujeres y niños sorprendidos, y esta vez Rafito decidió darle una lección. No fue a buscarlo en la jefatura ni dio ninguna instrucción respecto al tratamiento que debía dársele. Simplemente se olvidó de él y esperó. Si era todo lo bravo que parecía, podía sobrevivir a una temporada en la cárcel, y si era todo lo inteligente que necesitaba ser para salir adelante, él mismo iba a regresar y a poner de su parte para regenerarse. Entretanto, el ciudadano agredido se había dedicado a ir de periódico en periódico para denunciar a ese sujeto peligroso, ese cáncer, ese drogadicto disfrazado de deportista que llaman Santiago Leiva. Lo único que me incomodó de todo aquello fue que un periodista más curioso que los demás investigó un poco e hizo mención a mi caso: "Sería lamentable que el llevar la sangre de su hermano, Gerardo Leiva –un prospecto que arruinó su futuro por su imposibilidad de dejar la delincuencia– no le vaya a deparar igual destino: la autodestrucción en un depósito de desechos humanos". Pedazo de Imbécil. Llamar desechos humanos a una gente tan hermosa como la que abunda en las cárceles.

Estuve muy hacendoso y feliz durante su encierro, que duró veinte días. Lo visité varias veces, intenté animarlo con falsas noticias sobre los trámites que estaban en marcha para sacarlo de la prisión, y le proporcioné lo que más anhela un hombre que, además de preso, está acabado o en vías de acabarse por el vicio: algo duro para el día, algo suave para la noche. A Micaela le aseguré, dos días después de haber aparecido aquellas noticias en la prensa, que ya Santiago estaba libre y a salvo en su rancho. Por fin Santiago estaba solo en la tierra, y lograr que la gente lo olvidara parecía ser cuestión de poco tiempo. La venganza sabe a sangre.

Todo terminó el 23 de octubre. Un grupo de presos recluidos en el retén de Catia aprovecharon la visita de unos diputados para hacerles formal entrega de una carta, una petición de misericordia para con ellos y con su ilustre compañero de prisión. Santiago permanecía desnudo en una celda, bañado en vómitos y en desperdicios corporales varios, y ay de aquél, preso o guardia, que se atreviera a acercarse para prestarle alguna ayuda. Cuando la noticia se hizo pública Rafito se condolió del pupilo y volvió a movilizarse, acudió a sus contactos y Santiago fue sacado de la prisión, en vida y sin lesiones que lamentar, pero vuelto un asco, por dentro y por fuera.Pude haber dejado que las aguas siguieran este rumbo, pude haberme hecho el desentendido aprovechar hasta el máximo sus sentimientos de culpa. Pero el nombre de Panamá sonaba bien, demasiado atractivo, incluso en el tono fúnebre que le imprimía a sus lamentaciones la vieja voz oscura de mis adentros.



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