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4 de octubre de 2017

EL VERDADERO FINAL DEL "NOVILLO PAIVA" - Capitulo 9-12


"Micaela te desprecia por ser un delincuente. Rafito ha dicho en privado que ahora sí, en serio, no va a conseguirte ninguna pelea titular ni contra ningún rankeado. Estás frito, estamos fritos todos. Se acabó el dinero, tenemos más deudas que arrugas en el culo. Micaela tuvo que devolver la nevera y vender la cocina para pagar lo que debíamos, puedes estar seguro de que no quiere verte, ni hablarte. Eres carne muerta para ella. Vergara está a punto de darte –de darnos– la espalda también: sabe lo que piensa Rafito y sin embargo no acepta que te vayas –nos vayamos– con otro empresario". Propaganda dura, insistente, tenaz, a la orilla de la playa y ejerciendo ahora unas labores inéditas de padre salvador, "Nada de alcohol ni drogas, hermanito, sólo unos refrescos por esta vez para recuperarnos y ver la vida con un sabor más dulce, ¿ah?". Tierna vuelta a la niñez, a la vida sana. En cinco días El Trueno perdió ese color amarillo sifilítico que otorga el encierro, recuperó unos kilos –había perdido cuatro o cinco en su temporada carcelaria– y volvió al gimnasio con la cara de lo más limpia.


A Vergara, increíblemente, todavía le quedaba bondad y hasta un poco de cariño para Santiago. Casi sin pronunciar palabra sobre el pequeño problema del pasado reciente lo admitió de regreso a las prácticas, lo trató como a uno más entre los pupilos y hasta le dio buenas noticias: su décima tercera pelea estaba ya concertada, sería el 16 de noviembre. Santiago se entusiasmó y el entrenador aprovechó esa emoción para dispararle dos o tres reproches que fueron consejos, consejos que fueron súplicas, súplicas que fueron llamados a la cordura. Creo que hasta una sonrisa se pintó en los labios de Vergara al decirle que podía contar con él, siempre que sus planes no fueran lanzarse al precipicio y arrastrar a unos cuantos cristianos junto con él. Cuando noté que Santiago estaba a punto de ceder, de plegarse ante aquel tono protector, decidí intervenir.

–¿Es contra un rankeado la pelea?

Vergara se quitó los lentes y me miró con un par de cañones encendidos.

–No –dijo, con la sonrisa hecha pedazos-. No está rankeado el tipo.

Santiago sacudió la cabeza, puso su habitual cara de mono, le dio la espalda a Vergara y caimanes a nadar, se acabó el encanto, todo el mundo a su sitio. Mi hermano me pertenecía.

Colmo de colmos, lotería de loterías: la pelea prevista para el 16 fue cancelada. El rival que habían conseguido, al enterarse de quién iba a ser su oponente, se dejó de estupideces y prefirió quedarse sin cobrar ese mes antes que servir de cabra de sacrificios. ¡Ni de vaina!, nunca iba a encerrarse en un ring contra un sujeto hecho a la medida para la pulverización de gentes indefensas. Entonces la angustia del Santiago estalló en serio. Vergara intentó tranquilizarlo y por supuesto no lo logró. En el estúpido cerebro de Santiago ya estaba establecido que el entrenador era un personaje más en mitad del complot que Cardona había montado en contra de él, el mejor peleador del país, para neutralizarlo, anularlo, convertirlo en una pieza inservible, en un proyecto abortado del engranaje de Cardona para favorecer a pupilos más aventajados o más queridos. 

"Qué error cometiste al ganarle a José Rosso", suspiré de angustia.

Por supuesto, nada de esto pasaba de ser una idiota fantasía, una fantasía que yo alimenté hasta que pude convertirla en cena navideña: sin mayor esfuerzo, convencí a Santiago de que lo mejor era romper con el gordo del carajo, pues había mejores oportunidades a la vista, como por ejemplo esa de cuadrar un contrato lo más jugoso posible, sin Vergara de por medio, con el individuo de Panamá, el tal Espada.

Todo estaba listo: el contrato con Rafito estaba por morir y yo mismo, el hermano mayor, curtido en lides de toda clase, estaba preparado para ser su entrenador y apoderado. Y, al sacar cuentas, las nuestras se veían bastante claras: repartir un dinero entre dos es mejor que repartirlo entre tres. Adiós, Vergara, bonita faena cumpliste mientras se pudo.

Pura porquería, simple y llana porquería. Pero lo interesante es que, mientras más claramente le explicaba la real situación el propio Rafito Cardona –a cuya oficina asistimos el último día de noviembre, es decir, el último día antes de que se venciera el contrato de Santiago con la empresa, con el fin de manifestarle nuestra decisión de no renovar el acuerdo e irnos con otro promotor– más convencido parecía el pobre muchacho de que su carrera estaba mejor encaminada en manos extranjeras.

–Mira, carajito –comenzó Rafito, acomodándose en su asiento con un esfuerzo físico y mental que se notaba a varias cuadras–. Vamos a empezar por el problema legal, que no lo has entendido. Ahí en el contrato que tú firmaste en diciembre del año pasado dice muy claro, en castellano, sin nada que se preste a equivocación, que mi parte del acuerdo consiste en firmarte por lo menos una pelea cada mes y medio. En otras palabras, mi compromiso era conseguirte ocho peleas en el año. ¿Qué quiere decir? Pues esto: yo he cumplido contigo más allá de ese maldito acuerdo, porque tú has peleado 12 veces en 11 meses, es decir, has peleado más de una vez al mes. Y todavía estás arrecho y vienes a reclamar porque no te hemos conseguido la pelea número 13. ¡Qué cojones, qué cabeza de paloma tienes, primo!

"Por otra parte", continuó el gordo después de tomarse media jarra de agua, "En ninguna parte estaba escrito que yo iba a prestarte dinero ni a cancelarte peleas por adelantado. Yo lo he hecho, de buena fe". Santiago respondió con el arma más simple que encontró a la mano.

–Hace cinco meses me dijiste que este mismo año iba a pelear por el título mundial, y ni siquiera he entrado en el ranking.

–Bueno. ¿Dónde están los papeles que te firmé? ¿Dónde dice que me comprometí a llevarte al campeonato, vergajo sangrón?

–No, no hay papeles. Pero tú me dijiste...

–Te dije un carajo, y mira que he cumplido lo que te dije y lo que no te dije: te saqué mil veces de la cárcel, te presté plata, te conseguí más peleas que a ninguno de mis muchachos. ¿Quieres saber por qué? ¿Porque eres un niño bonito y yo creo que te mereces la fama? No: lo hago porque mi negocio es éste, venderlos a ustedes, creo que tú eres un buen negocio y lo que es bueno para mí es bueno para ti. ¿Quién más organiza peleas todas las semanas en Venezuela? ¿Tú sabes cuántas veces peleó Obelmejías en el año? ¡Cinco!, y se queda conmigo porque nadie en este país le ofrece más. ¿Sabes cuántas veces peleó Oronó? Ocho veces. ¿Y Ernesto España? Ocho veces también. ¡Y esos son campeones! –el gordo perdió la compostura y se levantó de la silla para que la panza lo dejara vociferar con más fuerza–. ¡Esos son campeones, no son drogadictos! ¡Ni tu padre se ha portado tan bien contigo! ¡Me cago en la revergación de Judas y en la Santísima Trinidad! Y tú –dirigiéndose a mí– a ver si le das un consejo a este muchacho en vez de dedicarte a corromperlo. Buena falta les hace a los dos un simposio de correazos por esas nalgas. ¡Váyanse de aquí!

Fin de la reunión, y del contrato, y de toda mierda. Santiago podía darse el lujo de proclamar su libertad, es decir, de su absoluta soledad. Ahora faltaba la decisión del panameño Espada. Me apresuré a establecer contacto con él, pero en el hotel President me avisaron que se había marchado a su país el día anterior. Ni modo. Tal como se veía el horizonte después de la descarga de Rafito, parecíamos haber llegado a una temporada de inmovilidad, una de esas temporadas bravas para cualquiera. En todos los sentidos. Santiago lo entendió así también, pero se mantuvo firme conmigo.

Fue un diciembre de los más abominables –quizá el peor de todos para Micaela, Santiago y Mojondemomia, pero apenas uno más para mí: ya yo conocía algo peor, que son las navidades en la cárcel– y no puedo precisar si los golpes de la miseria llegaron con más fuerza en el rancho de Micaela o en el de Mojondemomia. Nada con qué celebrar, ni una botella de nada para engañar a la miseria con unos tragos. Entonces tuve la oportunidad de medir lo profundo que era el desprecio de mamá Micaela hacia Santiago, y también lo profundo que había calado en el ánimo de Santiago ese desprecio. Yo, en funciones de mediador, me limité a comunicar en uno y otro bando un par de mensajes tan falsos como agrios, disimulando una terrible falta de interés y de consideración por parte de los remitentes, para dar a entender que a cada uno le importaba un melón la opinión del otro. Ninguna táctica más fácil que esa para forzar hasta un extremo difícilmente salvable aquella separación, recrudecida por las carencias de cada día y por las burlas de los vecinos: ¡cómo disfrutaron el regreso de Micaela a las avenidas con su cajón de golosinas, calcomanías y cigarrillos!

Enero de 1982 nos sorprendió en esa dinámica: lamentándonos, rumiando cada quien en su barraca lo amargo de la miseria, lo duro que pegaba el hambre a eso de las tres de la madrugada, lo injusta que era la vida del pobre, cuando de pronto tuvimos noticias de Cardona. El empresario, por intermedio de Vergara, y éste por intermedio de un muchacho que ayudaba en el gimnasio, le comunicó a Santiago que deseaba verlo –Cardona– allá en Caracas, para una cuestión que le interesaba. Santiago corrió al gimnasio de La Guaira para informarse, pero Vergara lo sacudió sin verle siquiera la cara.

–Sí, Rafito quiere decirte algo. No sé qué será.

–Voy para allá –dijo Santiago–. Necesito un dinero para el pasaje a Caracas.

–Mire, amigo –tronó Vergara, frío como las nalgas de un pingüino– usted me debe plata desde hace uno o dos meses. Yo no voy a cobrarle, pero tenga la bondad: retírese de este gimnasio, usted no vuelve a entrenar conmigo.

Tuvimos que irnos escondidos en un autobús para Caracas.

Llegamos a la oficina de Cardona. Una secretaria tenía un cheque a nombre de Santiago. Un cheque por una cantidad pequeña pero salvadora que un portavoz se apresuró a explicar: "Aquí están hechos los descuentos por todos los préstamos que le hizo la empresa". Sólo por curiosidad quise saber de dónde habían descontado ese dinero, cuál era el abono que estaban haciéndole a Santiago. Entonces el hombre sacó un documento y nos lo puso enfrente. "Esto es un contrato renovado, por tres meses. El señor Rafito se compromete a conseguirle en ese lapso un mínimo de tres peleas internacionales, y le adelanta los honorarios de la primera, que se va a efectuar el 18 de enero contra un rival puertorriqueño".

Una vez más los tentáculos y la habilidad de Rafito –ya sabíamos que no era su bondad– estaban en marcha para atar para siempre a una ficha-espectáculo como el ya famoso Trueno del Litoral, aunque el contrato decía que era sólo por espacio de tres meses. Los suficientes –supongo que pensaba– para volver a pintarle con bellos colores el camino mientras le exprimía utilidades y ganancias, y junto a ellas, el jugo vital de sus condiciones. Era viernes 8; Santiago estaba fuera de forma, teníamos apenas una semana para entrenar, no teníamos gimnasio ni entrenador. Había llegado la hora de mi debut como tal. Le hice señas a Santiago para que firmara aquello y nos fuimos, después de cobrar el miserable cheque, al gimnasio de El Paraíso.

Allí nos recibieron con reservas. Después de aquellas noticias tremendas de octubre y noviembre, nadie quería tener mucha relación con unos elementos como yo y mi hermano. Luego fuimos a Quinta Crespo, de donde nos sacaron con la excusa de que tenían muchos boxeadores y poco espacio. Nos jugamos una última carta en el gimnasio de La Cañada, en el 23 de Enero. Allí tampoco tenían suficiente espacio, pero el profesor Camacho dio con la fórmula. "Si no les interesa viajar todas las noches, pueden entrenar y quedarse aquí".

–¿Cuánto va a cobrarnos?–, quise saber.

–Páguenme con esta promesa: no van a dejar que nadie más entre aquí, y se van a ir el último de este mes. No puedo darles más tiempo.
Trato hecho.

Santiago salió a pelear con 62 kilos de peso y estaba en un estado lamentable, como puede suponerse; llevaba casi cuatro meses sin combatir. Nuestra esquina no podía ser más paupérrima: yo era el entrenador y un muchacho prestado por la gente de Bernardo Piñango era el second. Y el equipo: un tobo para que escupiera, dos litros litros de agua, un frasco casi vacío de vaselina, dos toallas para secarlo. La vida es dura.

Su indecente condición física la percibió todo el mundo apenas sonó la primera campana: aquel hombre resoplaba, perdía el balance y quedaba desprotegido cada vez que lanzaba un golpe, sólo que el borinqueño –un tal Pernía– traía en sus hombros un cargamento de cautela y esto le impedía acercarse lo suficiente para colocar sus impactos. En el segundo round hizo un intento por parecer decidido y logró conectar dos buenas manos, a las que Santiago respondió con una izquierda feroz en el hígado. Esa izquierda lo decidió todo, pero tres rounds más tarde. El puertorriqueño, cansado de doblarse y huir, recibió una derecha sin mucha dinamita en la oreja y se desplomó casi pidiendo auxilio. Se levantó, recibió otra derecha similar y esta vez se quedó acostado para que el árbitro contó hasta 10.

El público abucheó a rabiar a Santiago cuando éste levantó las manos en señal de victoria, y Miguel Thoddé en persona subió al ring para entrevistarlo antes de que se diera a la fuga. Le preguntó cómo estaba de salud, le preguntó por la familia, lo obligó a decir ante miles de televidentes que esa pelea significaba su regreso, no al boxeo sino a la decencia. No lo felicitó. Por el contrario, le manifestó su preocupación porque muchos jóvenes del país estaban fijándose en él, en cada paso que daba, y la imagen que estaban recibiendo no era la de un héroe sino la de un muchacho alocado que había desviado su camino.

–Pero por fin, aquí lo tenemos de vuelta. Santiago Leiva, El Trueno del Litoral, está nuevamente con nosotros, en el sitial donde lo ha ubicado su propio talento y el cariño de ustedes. Para Promociones Internacionales Rafito Cardona es un honor poder decirles que 1982 será el decisivo en la carrera de este noqueador, este año lo veremos luchar por un título mundial y, lo más importante, de regreso a su condición de atleta ejemplar y hombre de familia humilde y preocupado por sus hijos.

Luego, fuera de las cámaras: "Dentro de poco vamos a enviar el equipo a tu casa para que nos muestres cómo has mejorado. Manténte sano. No nos falles".

No les falló. El 15 de febrero apareció por su casa la gente de la televisión con Alberto Perdomo en la vanguardia, y lo encontraron cortando unas maderas con un serrucho para hacer una silla. Antes de comenzar la grabación del reportaje –me imagino que le pondrían "Así vive el campeón", o algo por el estilo–, Santiago abordó al comentarista para preguntarle si por casualidad sabía cuándo diablos iba a ser su próximo combate. Perdomo le dijo con una sonrisa: "Ya tienes combate. La primicia te la doy frente a la cámara para que el público vea la sorpresa y la alegría en tu cara". Clase de noticia. Teníamos más de una semana otra vez sin gimnasio, y los centavos se habían agotado hacía bastante rato.

El rancho de Mojondemomia lucía con su aspecto habitual de escenario de guerra. Los niños, más odiosos que nunca, sobresalían por sus grandes alaridos y por sus barrigas llenas, Dios sabe con cuántas docenas de lombrices. La dueña de la casa, feliz, aceptó incorporar a su muy estudiada y conocida declaración –"Mi marido es un altista"– un set extra de sollozos y comentarios sobre la suerte que tenía su familia al poder contar con un hombre tan bueno como Rafito Cardona. Entonces vino el momento de la gran primicia: Perdomo se instaló junto a Santiago en las afueras del rancho y comenzó su parlamento. "Bien, amigos, sepan que nadie, ni siquiera nuestro sensacional ídolo, está al tanto de la noticia que vamos a darles. Así que vamos a recibirla como un adelanto, una primicia, un regalo, cortesía de Venezolana de Televisión. Hace pocas horas fuimos informados de la fecha del próximo combate de Santiago Leiva. Será el lunes primero de marzo, y su rival será el peligroso fajador Lou Palmer, campeón Ligero Júnior de Aruba. Qué le parece esta noticia al Trueno del Litoral". Santiago balbuceó durante cinco segundos, se apartó de Perdomo y fue a continuar su trabajo con las maderas. De aquella felicidad que según el entrevistador iba a hacerlo dar saltos de tirabuzón, nada. Tenía más razones para odiar a Rafito que para amarlo. Al fin pensaba con algo de lógica el hermanito, sin ayuda de mi parte. Marzo no es febrero y por lo tanto ya no eran posibles las cuatro peleas establecidas en el contrato. Por otra parte, Aruba es casi Venezuela. Pelear con un negrito de Aruba viene a ser lo mismo que revolcar al vecino que vive en la casa de enfrente, eso no cabe dentro del término internacional.

Santiago llamó al camarógrafo y le dijo: "apunta aquí, a mis manos, a las maderas, para que veas cómo trabajo". El camarógrafo lo hizo. Sin obedecer a libreto alguno, dijo de pronto: "Creo que no voy a poder pelear ese día, Perdomo". El periodista le preguntó por qué, casi con un temblor. "Porque estoy lesionado", respondió Santiago. Acto seguido, desvió del trozo de madera la larga hoja del serrucho y se la pasó veloz, limpiamente, por el dedo índice de la mano izquierda.

–Qué mala suerte. Sin mi dedo no voy a poder pelear.

Durante las horas que siguieron se cambiaron los roles, se alteró el sentido de las pertenencias, las convicciones y el control de la situación pasaron a ser asuntos demasiado incómodos para analizar: se cagó la gata en la cama, mi hermano, aquello no estaba en mis previsiones. Mientras la gente de la televisión llevaba a Santiago a una clínica yo clamé ante él, sudé, temblé de verdadera preocupación. ¿Cuándo en mi vida me había preocupado antes por mi hermano menor? La respuesta no me salía con claridad, como tampoco me salía otra frase distinta a "Qué hiciste, qué coño hiciste". Santiago enmudeció, y mudo estuvo mientras le lavaban el dedo, que no se había desprendido del todo pero tenía su buen trozo de carne levantado; mudo cuando le aplicaron la primera vacuna antitetánica, mudo mientras le hacían la radiografía, mudo cuando nos llevaban de regreso a Montesano, mudo mientras se hacía la tarde y oscurecía; mudo mientras yo insistía en preguntar sin esperar respuesta: "Qué coño hiciste". Entonces, cuando yo también decidí cerrar la boca, despertó él por fin, con sus parrafadas que querían ser hondas reflexiones.

Me pidió que ya no hiciera esfuerzos, si es que había hecho alguno, para encontrarle salidas a su condición de huérfano de entrenador, promotor y gimnasio. Abatido, como doblegado por un cansancio espantoso, vaticinó que ya nunca más habría peleas para él, que Rafito estaba burlándose de él y de su mujercita en público, y por lo tanto no había razones para seguirle el juego aceptando combates de lástima. En cuanto a mí, parece que al fin la lástima estaba cediendo ante las pruebas de la realidad. No fue exactamente dolor lo que sentí al escucharlo, pero sí me estremeció aquel repentino arranque crítico –aquí comenzó lo del cambio de roles–: "Como entrenador te acepto porque no tienes que hacer nada sino darme instrucciones, pero ¿no ibas a conseguirme algo con el panameño? ¿Con esa velocidad pensabas manejar mi carrera?".

Parálisis repentina: Santiago acababa de sorprenderme con el golpe más elemental, el de las verdades sencillas. No sé si fue por eso, o por el pánico que me atacó al escucharlo hablar en pasado, pero fue como si hubiera recibido una bofetada de alguien mayor y más experimentado en las cosas del mundo. Tuve la entereza suficiente para mentirle: "Me dijo que lo llamara esta noche. Iba a decírtelo, pero te volviste loco. Ahora va a ser más difícil, con el dedo así".

Bajé a toda carrera hacia la avenida en busca de un teléfono público, saqué de un confín del bolsillo del pantalón la tarjeta de Espada y llamé al hotel President. Bingo: no se encontraba pero con seguridad llegaría el sábado 20 de febrero, esto es, cinco días después. Regresé al rancho de Santiago para darle la noticia: "Acabo de hablar con el hombre. El sábado converso con él. Pero tienes que ponerte las inyecciones, cuidarte esa herida. Recuperarte".

Cambio de roles: allí estaban Santiago el impositivo, el que impartía las órdenes, y Gerardo el sumiso, el servil. Afortunadamente ese juego de intercambio fue corto y dio sus frutos, antes de regresar cada quien a su sitio. Terapia, creo que llaman a eso.

Leonardo Espada me citó para conversar en el President. Me cuidé de no avisarle a Santiago para tener mayor libertad a la hora de conversar los aspectos técnicos de nuestro nuevo acuerdo. Yo era su apoderado. Un apoderado sin poder, pero apoderado al fin. Mi función era decidir por él lo que más le convenía. El empresario me recibió, ya no con aquella actitud eufórica y entregada con la cual se había dirigido a Santiago en el Poliedro, sino con la firme cautela de quien va a negociar con un tipo hábil y hasta un poco peligroso en materia de contratos y legislaciones. El mismo inició la jornada de negociaciones.

–Les ofrezco 150 dólares por combate más el porcentaje de ingresos por publicidad en radio y televisión, que será del 0,1 por ciento de la inversión total. En peleas de campeonatos regionales o contra elementos rankeados, entre 300 y 650 dólares según la oferta de los rivales, y si ingresa en el ranking, que no lo dudo, esa cantidad puede triplicarse. Tenemos un seguro para el peleador en caso de lesiones en el gimnasio, 10 dólares mensuales para el entrenador –usted deberá negociar con su representado el porcentaje que le tocará por cada combate– y viáticos cuando salgamos a pelear en otro país. Tengo dos pasajes de ida para ustedes, una habitación para los dos en un hotel céntrico de la capital y un gimnasio lo bastante grande y equipado a su disposición. Los ayudantes de esquina deberán contratarlos ustedes allá mismo, por pelea o por hora. No es difícil encontrar algunos en el gimnasio. Me gustaría que el acuerdo fuera por dos años. Si tiene otras demandas, le ruego que hable ahora.

Me acomodé en mi asiento. Tomé agua. Me aclaré la voz e inicié mi intervención.

–Todo eso está muy bien. Acepto. No hay problema. Nos vamos a Panamá.

Espada soltó un gruñido interrogativo, sonrió por un segundo; después puso un rostro muy serio y grave. Dijo, casi susurrando:

–¿Nada? ¿Ni un adelanto?

–Bueno, si le sobra algo por ahí para preparar las maletas...

Se acarició la barbilla. Volvió a sonreír. Miró por la ventana, se alisó el cabello, intentó tomar agua pero una risa burlona se le escapó y por poco se echa encima el contenido del vaso. Estaba turbado, confundido, quizá hasta desilusionado: yo acababa de frustrarle uno de sus mayores placeres, la posibilidad de entablar un largo forcejeo, una hábil discusión sobre beneficios y concesiones, una partida de ajedrez: una negociación de verdad. A fin de cuentas, negociar y superar incomodidades era su oficio, su vida. Cuando se recompuso se me acercó, me dio un abrazo fraternal y disimuló sus carcajadas siguientes contando un mal chiste sobre el whisky panameño y el escocés. Aprovechó para servir uno de los de Escocia, me puso un vaso en la mano y brindamos por el provechoso acuerdo: "Ya va a ver usted, ¿cómo es que te llamas? ¡Gerardo!, ya vas a ver, socio, cómo ponemos en las nubes a ese niño tuyo, el Santiago. ¡Lo elevamos al cielo, por Cristo!".

Después que se hubo hartado de información sobre mi condición de muchacho pendejo y torpe, quiso saber si por casualidad tenía allí el poder, el documento que me autorizaba para representar a Santiago en todos los actos legales y demás payasadas. Le pregunté qué documento era ese. Espada dejó un momento el vaso de whisky.

–Necesitas un documento para cerrar el negocio. ¿Tienes un abogado?

–No tengo abogado.

–Yo mismo te redacto el poder y también nuestro contrato, lo firmamos y no me pagas nada. Es un obsequio. La semana que viene nos vamos de aquí.

La emoción me hizo cometer una pendejada más: le dije que por cierto, se me olvidaba, el contrato con Rafito estaba vigente hasta marzo. Espada comenzó a molestarse.

–¿Me vas a poner a pelear con el gordo? ¿Cómo van a romper un contrato que está en pie? ¿Tú quieres que nos metan a los tres en la cárcel?

Entonces le expliqué nuestra molestia por las promesas incumplidas de Rafito: el cuento de las tres peleas, la lesión temporal de Santiago. El hombre me miró por primera vez con desprecio, ese desprecio que yo le notaba a todo el mundo cuando me tenía enfrente, y fue a llamar a alguien por teléfono. Minutos más tarde regresó a mi lado. "Parece que tenemos una oportunidad. El contrato es hasta marzo, pero la lesión obliga a Santiago a estar disponible un mes más. Les sugiero que esperen hasta el último de abril, pero si les dan una pelea, háganla y llámenme. Y sobre todo, no le firmen ni un papel más al gordo. Entonces podremos hacer algo. Pero ahora no, ¡marrano con papas, caballero!, no me tires de enemigo al Cardona".

Las cosas marcharon tal cual: Santiago regresó al gimnasio de La Cañada la segunda semana de marzo –otra vez ayudado por el entrenador Camacho– con el dedo curado a medias y el ánimo bastante más arriba que hacía pocos días. Al final del mes le anunciaron que tenía un combate para el cinco de abril, y el combate se dio: nocaut número 13 en fila para Santiago, esta vez a costillas de un pobre dominicano que quiso impresionarlo con unos pasos de merengue antes de caer pulverizado en el segundo asalto con dos izquierdas al estómago y un recto de derecha al mentón.

Acto seguido, hicimos lo que Espada nos indicó: le preguntamos a Rafito Cardona cuándo sería la próxima pelea. El gordo dijo que tuviéramos paciencia, ya aparecería alguien dispuesto a venir. "Además, primitos, les tengo una buena noticia: ya les tengo listo el contrato hasta el año que viene". Entonces saltamos al frente con el puñal de la despedida: teníamos una propuesta más jugosa en el exterior y según las leyes no estábamos obligados a aceptar las cadenas de Rafito. El gordo dio un salto, enrojeció, botó espuma por la boca, nos nombró a nuestra puta madre, "Vergajos, malagradecidos, ustedes tienen el pan de cada día gracias a mí". Pero Espada ya tenía la sartén legal cogida por el mango. En dos semanas firmamos con él, el último de abril brindamos por nuestra libertad definitiva y el 15 de mayo estábamos montados en un avión con destino a la Ciudad de Panamá, previo cobro de un adelanto facilitado por el muy generoso Espada para resolverle el sustento a los nuestros.Así que adiós querida viejita Micaela, adiós entrañable Mojondemomia, adiós carajitos lombricientos; adiós al mar de La Guaira y a sus lindos cerros florecidos y verdes de agüita fresca de cloaca. Adiós Rafito, adiós Vergara, adiós a todos. Ya nos tocaría regresar, primero en forma de noticia, y después... y después... y después...


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