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7 de octubre de 2017

EL VERDADERO FINAL DEL "NOVILLO PAIVA" - Capitulo 11-12



Después de mucho explicar y jurar por Dios y por esta cruz –hacía una cruz con los dedos y la besaba– Santiago tuvo al fin que quedarse callado, ante la sólida evidencia: un narcotraficante es basura en cualquier parte del mundo, y nosotros lo éramos. Cuatro noches estuvimos en manos de las autoridades de extranjería. Pudimos salir en ese corto tiempo debido a la intervención de Leonardo Espada y de un personaje de esos que llegan para quedarse, de esos que uno no puede olvidar: Francisco Lameda, el señor cónsul de Venezuela en la capital de Panamá. Este venezolano adoraba el boxeo, a los buenos boxeadores venezolanos, y por lo tanto tenía sus razones para admirar a Santiago.

Nuestro caso no era tan grave, según nos explicaron después. Sucede que no entrábamos en la categoría de distribuidores de drogas porque la porción que nos encontraron no llegaba a 200 gramos, peso considerado el límite para fichar a alguien como traficante. La porción fue registrada en nuestro expediente como "cargamento para consumo personal", pero de todas formas nos habíamos convertido en los muchachos malos de la cuadra de Espada. La justicia, muy benévola por cierto, nos concedió la ciudad por cárcel y exigió el pago de una fianza. Espada se encargó de hacer ese pago.

La noticia se propagó por toda la capital panameña y también por Venezuela, adonde sí llegó esta vez el nombre correcto del hombre-noticia. Santiago Leiva en problemas de drogas. Quién iba a pensarlo. De mí no se dijo nada, o quizá se dijo muy poco. Se entiende. Que un tipo acostumbrado a hacer maldades las haga una vez más no es material bueno para hacer ningún escándalo periodístico.

En el hotel Bombay, adonde regresamos de la mano de Espada, el sistema de relaciones también se nos derrumbó de una manera brutal. Apenas llegamos la gente se alejó de nosotros como de un par de leprosos, como cuando alguien enciende la luz y los insectos huyen por todos lados. Nadie quiso saludarnos, mucho menos entablar una conversación o permitir que reanudáramos nuestro negocio de compra-venta de comida. Ni siquiera por dinero quisieron recibirnos las putas. Una vez vi a Santiago hacer guardia toda la noche esperando a Magnolia, y cuando ésta llegó, casi a las seis de la mañana, le pidió que no se le acercara. "¿Por qué?", se desesperó Santiago. "Por nada. Hueles mal. No quiero que te acerques", le dijo ella, y le cerró una puerta eterna en las narices.

En uno de aquellos encierros obligatorios conversamos con detenimiento sobre nuestra difícil posición. Tal como ocurría siempre que Santiago necesitaba explicaciones, las que yo le daba, sin ser de muy buena factura, eran las únicas que tenía disponibles y esto lo obligaba a tragárselas sin oponerles muchas observaciones. Lo atormenté con una hipótesis: ¿no parecía lógico que Espada se estuviera vengando de nosotros –o de él, para ser exactos– por haberle partido por la mitad a un pupilo que estaba a medio paso de un campeonato mundial? "Pero me tiene a mí. Ahora sabe que puedo ser campeón, y a él le conviene que lo sea, por aquello de recuperar su dinero", ripostó Santiago, incrédulo. "No seas pendejo", lo atajé. "Un empresario es un empresario, pero siempre está el corazoncito. ¿De dónde es el corazón de Espada? Pues de Panamá. ¿Qué interés puede tener en llevar al campeonato mundial a un venezolano? Creo que está muy claro: te necesitaba para darle un poco de ejercicio y abultarle el récord a Hidalgo. Tú llegaste, te tomaste a pecho un papel que no te correspondía y retiraste a Hidalgo del boxeo. 

¿Todavía piensas que Espada te aprecia y te tiene cariño?".
Santiago se inquietó, dio vueltas por la habitación, comenzó a resoplar.

–Gerardo, tú me convenciste para que dejáramos a Cardona. ¿Ahora me vas a decir que hicimos mal?

–Espada nos engañó, nos jodió. Me di cuenta de lo que planeaba cuando vi con quién te puso a pelear en tu primera pelea. Y cuando me reclamó por haber dado un récord falso para protegerte. Nos estafó, nos metió esa droga en el equipaje. Ahora nos tiene en sus manos. Más nunca nos va a conseguir una pelea.

Santiago se aprisionaba la cabeza con las dos manos. Sudaba como una regadera. Murmuraba frases extrañas. Valiente pelea la que estaba librando ahora. El peor contrincante viene en estuche invisible.

Pasaron diez días y Santiago se presentó de nuevo en el gimnasio. En general la actitud de los compañeros de prácticas era menos dura hacia nosotros. Hubo un par de saludos. Alguien cedió su turno en la pera o en el saco para que Santiago golpeara. Una voz dijo desde el fondo: "Qué clase de mano le clavó el negro al Hormiguita". Cero celebraciones, cero fuegos artificiales para Santiago, pero el trato era más que soportable. Al menos convivían con nosotros como con dos tipos más y no como a los gusanos corruptos a quienes no es bueno tener cerca. Buenos sujetos, los boxeadores panameños. El gimnasio se convirtió en el mejor oasis.

Pero la situación no era nada buena. Transcurrieron unos días, un par de semanas, y todavía no se producía el anuncio de la próxima pelea de Santiago. En vista de que Espada no daba señales de vida y Santiago me pedía que hiciera algo al respecto, intenté ponerme en contacto con él, pero fue imposible. Lo mismo me daba. Estaba demasiado ocupado en darle forma al cierre de feria que necesitaban mis planes –¿recuerdas, Carlos?–, mis viejos planes de redención. Afortunadamente las herramientas para acabar de esculpirlo llegaron solas, sin mucho esfuerzo.

El primero de julio de 1982 Espada apareció de imprevisto en el hotel, subió hasta nuestra habitación y nos habló con franqueza.

–Vengo a informarles que estamos clavados. Nadie quiere firmar peleas con el señor aquí presente. Y no es un halago, no es porque seas un boxeador peligroso y potente, sino porque ustedes dos han jugado muy sucio desde que llegaron aquí.

Tomó aire, se apoyó de espaldas a la puerta de entrada y prosiguió con un tono calmado que, lejos de tranquilizar, helaba los nervios, por lo menos los de Santiago.

–Yo he hecho lo que ha estado en mis manos, y mucho más, para que alguien nos dé un combate, aunque sea en peso Ligero, en Welter Júnior, contra quien sea, para mantenernos activos. Pero aquí en Panamá no te quieren. Has levantado una fama perra, mi socio. He tratado de conseguir algo en el exterior, pero tienes prohibida la salida del país, y los boxeadores aquí están molestos por ese esfuerzo que he hecho para traerte peleadores de afuera. Dicen que lo hago para favorecer a otro extranjero, que eres tú, mientras algunos de los míos deben esperar un mes y más para pelear con gente de otros países. Estamos clavados. Crucificados. Enterrados en vida.
Nueva pausa, un carraspeo fuerte y cierre violento del discurso, con sus conclusiones.

–En consecuencia, camaradas venezolanos, me voy a ver obligado a suspender por un tiempo este contrato. Significa que no es conveniente que los vean cerca del gimnasio, al menos en estos días que siguen. Ya he pagado la cuenta del restaurant, un poco alta, por cierto, pero no me deben nada. El amigo Lameda, cónsul de su país, me ha pedido que los lleve a su oficina. El puede resolverles el problema del alojamiento y también la asistencia legal mientras están en Panamá. Cuando salgan de eso, búsquenme. Tú eres joven, Santiago. Puedes darte el lujo de descansar un tiempo mientras acaba de llover. Recojan sus maletas. Los espero para llevarlos al consulado.

Hizo el gesto de abrir la puerta, pero el gesto quedó a medio camino. El carajazo de Santiago en la cabeza de Espada no se escuchó afuera porque sus propios gritos ahogaron el sonido. Pero lo mismo no ocurrió con el segundo golpe, ni con el tercero, ni con los demás. Cuando Espada cayó en el piso decidí incorporarme a la paliza aportando unos pesados puntapiés que encontraron blanco en plena cara del empresario. Cuando más gusto le estaba cogiendo al ejercicio los vigilantes entraron en la habitación y se acabó la fiesta, esa fiesta. La mejor estaba por venir.

Creo que se llamaba cárcel Federal, o cárcel Centenaria, o cárcel Nacional, qué demonios importa eso ahora. Espada sufrió traumatismos múltiples, una dislocación severa de no sé cuántas docenas de vértebras a la altura del cuello y parece que quedó postrado en una silla de ruedas, o en una cama neumática, o en un tambor de feria. El papel legal y los periódicos hablaban de agavillamiento, lesiones graves, asalto con ventaja y alevosía. Nos tocaba un año y tres meses de prisión, y tres meses más por haber roto las condiciones de la libertad bajo fianza.

Quizá fue algo distinto lo que se escribió y lo que se dijo, pero pocas cosas pequeñas de las muchas que ocurrieron importan a partir de ahora. Cierto: casi nada puede aportarle una memoria minuciosa a la parte final de este relato, así que perdámonos la abundancia de detalles que ocuparon mi vida –ah, y también la de Santiago– mientras estuvimos en aquel laberinto de jaulas que olía a animal como todas las cárceles, pero que además se permitía una crueldad extra en medio de su esencia cruel. Desde el techo altísimo, por las rendijas y las grietas entrecruzadas de rejas y cabillas, se dejaba colar la brisa del mar. Así era de inhumano aquel encierro. Alguien se había encargado de dejar entrar el sonido de la libertad para martirizar a los internos.

El cónsul, movido por su admiración y quizá también por las obligaciones propias de su cargo, fue a visitarnos, dijo haber hecho lo posible por sacarnos de allí, pero nuestra inclinación hacia el crimen pesaba demasiado en los tribunales. Además los delitos que cargábamos encima habían sido cometidos en territorio panameño y no podíamos ni soñar con una repatriación. En vista de ello, el cónsul nos recomendó tener paciencia, dio media vuelta y se fue, no sin antes prometernos que se ocuparía de nuestro caso cada día, hasta vernos libres y a salvo. Una semana más tarde comprobé lo que ya sospechaba: aquellas habladurías eran sólo eso y, de pronto, Santiago y su asqueroso hermano Gerardo estaban solos y extranjeros en la soledad de una cárcel putrefacta. Lo ideal hubiera sido que sólo le tocara a él, pero esta situación de ahora también estaba prevista. Y sí: fui feliz. Fui feliz porque no sólo estaba por concretar mis anhelos, sino porque me había tocado ser testigo de sus efectos.

Santiago estuvo las primeras semanas muy callado, en casi absoluto silencio, apartado de todos nuestros colegas convictos. Murmuraba una frase a veces, luchaba un rato contra la lengua, que cada vez se le enredaba más al hablar, y al final optaba por callarse de nuevo. En esos días se acostumbró a caminar con la cabeza inclinada, mirando hacia abajo. Al cuarto mes de reclusión le entró una fogosidad formidable, se pasaba el día entrenando, haciendo sombra, lanzando ganchos cortos y uppers contra un rival invisible. Creo que se emocionaba más cuando los reclusos armaban el gran alboroto al verlo realizar aquellos movimientos. Supongo que se sentía bañado en otras glorias, que regresaba a los cuadriláteros de afuera, cuando aquel público llenaba el recinto con sus alaridos formidables. Hasta que al fin, cuando ya no tenía dudas sobre el alcance de su idolatría, a un súbito rival se le ocurrió cortarle el camino hacia el baño. El Trueno del Litoral respondió al desafío como en su mejor momento: una derecha larga describió un arco y se estrelló contra el cráneo del retador.

Pero algo inesperado ocurrió: dos de los dedos de Santiago tronaron como hielos partidos y el ex aspirante a campeón dio un grito de dolor, por primera vez desde quién sabe cuánto tiempo. El hombre a quien acababa de golpear permanecía incólume ante él, un poco sorprendido pero entero, sin acusar de ninguna forma el castigo recibido. En dos segundos estaba sobre Santiago, golpeando y rompiendo piel como un carnicero, sin obtener resistencia. Hasta que cometió el error de sujetar a Santiago por la barbilla. Entonces fue él quien comenzó a aullar de dolor, porque Santiago obedeció a un impulso primario y le cercenó el meñique con un mordisco sin ley ni control. Alguien intentó separarlos y entonces vino el caos, el motín, la explosión de las rivalidades. Hubo un muerto en el lance, varios hombres salieron heridos rumbo a la enfermería y a los hospitales. Y los responsables, a la celda de castigo: un antiguo pozo séptico ya clausurado donde arrojaban a los sujetos incurables, como el Santiago. Un túnel sin sonidos, ni luz, ni final. Un cuarto para enloquecer de frío, de soledad y de miedo.

Santiago salió de allí 40 días más tarde, vuelto un esqueleto. La nueva manía adquirida era un poco distinta a las anteriores: ahora permanecía circulando de un lado a otro, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ya nunca más lanzó golpes, ya nunca más se creyó campeón. Cada cierto tiempo lanzaba un grito sin dirección ni sentido y se quedaba en silencio cuando la población del penal lo mandaba a callar con sus largos silbidos y expresiones de burla. Poco después se repitió la escena de la provocación y el llamado al combate, otra vez los dientes de Santiago funcionaron como armas terribles y las autoridades volvieron a encerrarlo en el túnel. Un mes más estuvo en aquel sitio que yo no conocí nunca, pero del cual los otros presos hablaban con demasiado respeto como para no imaginárselo.

En los primeros días de diciembre de 1983 se presentó de nuevo el cónsul Lameda, con noticias: dado que nos faltaban pocos días para cumplir la pena, y en vista de que era diciembre y ese era un mes de reconciliaciones y de gracias, el tribunal nos adelantó el beneficio de la libertad, con la condición de que abandonáramos el país en los próximos tres días. El cónsul lo arregló todo para que así fuera, se dio el gusto de abrazar a su antiguo ídolo Santiago Leiva, tuvo ocasión de condolerse hasta las lágrimas por su estado general y nos ubicó en un hotel cercano al consulado. Pocos días más tarde me llamó a su oficina para entregarme los boletos de regreso para Caracas, y me aseguró que ya tenía listos los contactos en el país para internar a Santiago en un lugar donde pudieran atenderlo. Al buen cónsul aún no le habían llegado noticias sobre mí, de modo que puso en mis manos las riendas de nuestras vidas, y hasta me trató con alguna amabilidad. Le di las gracias, prometí regresar un día antes del vuelo para despedirnos, y me fui al hotel a buscar a Santiago.

Quise ver su actitud en las calles, calibrar su reencuentro con la ciudad, y pude darme cuenta de que su deterioro avanzaba a una velocidad insospechada. Una vez en la calle dejé que caminara solo adelante, y lo observé. Miró unas vitrinas, se detuvo a conversar en voz baja con unos maniquíes, quedó estático frente a unos televisores que transmitían dibujos animados. Mirando aquellos televisores se fue doblando poco a poco, hasta que no pudo conservar el equilibrio, y cayó sentado en la acera. Corrí a levantarlo; al verme, me saludó con unos balbuceos sin sentido y me apretó la mano, como si tuviera mucho tiempo sin saber de mí.

Seguimos adelante, cruzamos una avenida con la luz del semáforo en rojo. Un carro tocó la corneta para apurarnos y Santiago se fue de bruces en mitad de la calle. Sentí un sabor de golosinas en la lengua. Sin pensarlo, sin preparar ni planificar nada, me fui con él hasta el terminal de autobuses. Yo no conocía Panamá, por supuesto, así que escogí el primer nombre de pueblo o ciudad que vi en los letreros. En pocos minutos viajábamos por una carretera rumbo a la provincia de Los Santos; en el último terminal abordamos otro autobús y fuimos a caer en Guararé, el pueblo de Roberto Durán. Me pareció un escenario propicio para un final, y el hallazgo me hizo recobrar el entusiasmo perdido en la cárcel.

Al avanzar la noche llegamos al pueblo. Nada que decir sobre la música, sobre los colores de la navidad, ni sobre las nieves artificiales o las luces de colores. Sólo me importaba que estábamos en un pueblo remoto, y por sus aceras nos echamos a caminar. Santiago, desconcertado quizá por tanto aire libre, tornó a distraerse con los objetos y sucesos más insignificantes como la inmovilidad de una luz roja, y con sucesos más complicados como unas faldas cortas, ante las cuales no dudaba en soltar su risita boba. Lo hice caminar un rato por varias calles en busca de un sitio lo bastante solitario para fabricarle un epílogo adecuado a todo aquello. ¿Cómo lo haría? ¿Quizá con una piedra directa en medio de la cabeza? ¿Tal vez un empujón al pasar un camión? ¿Una zancadilla al llegar a algún precipicio o a una azotea lo bastante alta? La experiencia misma daría las instrucciones.

En un momento del recorrido, ya de noche, pasamos frente a un circo que comenzaban a levantar. Nuevo embeleso de Santiago con la carpa, con las luces. Sin quererlo, porque no era la idea, no era una buena idea, nos mezclamos con los curiosos y la gente que trabajaba. Allí estaban los elefantes; más allá unos equilibristas que ensayaban, los enanos, varios obreros y algunos niños del pueblo que enloquecían mirando a los animales. Santiago se vio especialmente atraído por el tigre, un tigre de Bengala. Junto a su jaula se quedó extasiado, ausente. Entonces, por última vez, surgió desde el fondo mi sabia voz oscura, la que me brotaba de adentro: tal vez no era necesario acudir a ninguna violencia, tal vez bastaba con simularla. Entonces retrocedí unos pasos. Caminé rápido en sentido contrario por la misma calle que nos había llevado hasta el circo. A mitad de la cuadra volteé para ver por última vez al famoso Trueno del Litoral; allí estaba, dormido en su triste vigilia junto a la jaula del tigre. Tenía los ojos apagados, la boca abierta.

El tigre espantó unas moscas con un movimiento de sus orejas. A Santiago ya no había mosca sobre la tierra que lo hiciera reaccionar. Regresé, solo y sin deudas por cobrar, a Ciudad de Panamá.

Un día antes del señalado para emprender el viaje de regreso a Caracas me comuniqué con la línea aérea y pregunté si había cupo para viajar antes del día previsto; no quería tropezarme con el cónsul ni en el aeropuerto ni en ninguna otra parte. Creo que fue el día 15 de diciembre cuando abordé el avión y regresé a Venezuela. Cuando llegué al aeropuerto estaban esperándome un puñado de periodistas y agentes policiales. Antes que pudiera hacer nada me abordaron, los policías en primer lugar, y me llevaron detenido. Comenzaron a golpearme, a preguntarme por el paradero de Santiago. El cónsul, al recibir informes más exactos sobre mí, le había avisado a las autoridades en Venezuela que yo estaba en camino y que tenía mucho que explicar. No me quedó más remedio que improvisar una historia. Una historia que habría de arrojarme de nuevo a la oscuridad, pero historia útil al fin, porque iba a servir para que mi rabia de tantos años, mis voces negras y mi maldito y ya casi terminado plan me dejaran descansar en paz.

–Sí, lo maté. El sufría mucho por su locura, el cónsul es testigo. Tuve que matarlo. Me subí con él en un bote alquilado, me adentré en el océano y cuando vi los primeros tiburones lo empujé para que cayera al mar. Lo confieso, me arrepiento, vengo a cumplir con la justicia de mi país. He matado, he manchado mis manos, perdón, mi única mano, con la sangre de mi querido Santiago, etc.

Hubo una conmoción de gritos de asco y de pavor, unos gritos que aparecieron reseñados en letras rojas en los periódicos, donde ensalzaron las virtudes de Santiago y arremetieron contra mí hasta ubicarme a niveles de pozo séptico. Creo que a un periodista le ratifiqué lo del ahogamiento y a otro le dije algo de una cuchillada en la espalda, pero no repararon en eso. ¿A quién podía importarle? A la hora de una confesión las precisiones están de más. De cabeza y sin fórmula de juicio fui a parar al retén de Catia, mi viejo lugar de esparcimiento. Ya me las arreglaría para salir de allí, con vida o en una urna. O para sobrevivir mientras caía la lluvia. Eso era lo de menos. Mi viejo orgullo de luminaria truncada, muerto y sepultado varios años atrás, por fin respiraba tranquilo.

CONTINUA; CAPITULO FINAL 12-12

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