El hotel donde nos alojamos, llamado Bombay –cosa extraña, porque casi todo se llama El Canal en Ciudad de Panamá– quedaba a pocas cuadras del gimnasio, de modo que no tendríamos preocupaciones por el transporte. Y no estaba nada mal, el tugurio. Corrijo: el hotel estaba demasiado bien para aquel par de negros acostumbrados a vivir entre paredes hechas con cajas de zapatos y techos que dejaban entrar el agua incluso cuando no estaba lloviendo. Había hasta cucarachas, un lujo innegable tomando en cuenta que en el rancho de Catia La Mar esos insectos habían desaparecido tiempo atrás, espantadas por la suciedad y por las ratas. Teníamos dos camas, un baño, un televisor, una nevera, toallas limpias, sábanas blancas, agua caliente, papel higiénico –íbamos a extrañar la costumbre del periódico multiuso, bueno para leerlo y bueno para limpiarse. Y lo mejor de todo, un detalle bestial, grandioso, fuera de todo contrato y de toda aspiración humana: aquel era un hotel habitado por prostitutas. Nenas de toda clase, de las buenas, de las malas, de las viejas, de las otras. Un paraíso.
Los dos niveles superiores del hotel, un edificio de nueve pisos –uno de cuyos dueños, según nos enteramos casi enseguida, era Leonardo Espada– estaban ocupados por estas reinas, y los dos primeros por varios boxeadores, pupilos del empresario. Espada había tenido la previsión de separar con seis pisos de distancia a las diablas de los guerreros para evitar el gran descucamiento, pero aun así se daban los encuentros, inevitablemente. No hay edificio lo bastante grande para controlar algo tan fuerte como el olor a hembra. Un problema de cierta magnitud, pues no hay nada que ablande más las piernas de un boxeador que pasarse la vida metido entre las piernas de una mujer.
Al tercer día ocurrió algo que yo preví apenas nos registramos en el hotel: Santiago, un niño que nunca había tenido en sus manos nada más hermoso que ese esperpento llamado Carmencita, no pudo soportar ni cinco segundos la primera sonrisa casual de una tal Magnolia, y se enamoró. Grave, fatal. La chica cobraba 30 dólares y nosotros teníamos apenas lo suficiente para tomarnos un café en las mañanas, un refresco en el gimnasio y agua, mucha agua, cuando el estómago reclamaba. Algo más teníamos por allí pero yo decidí que lo utilizaríamos en caso de alguna emergencia, sobre todo si esa emergencia tenía que ver con mi plan –que, por si no te has dado cuenta, estaba marchando mejor que nunca. Además, Espada nos había concedido otra facilidad: a tres cuadras del hotel quedaba un restaurant en el cual podíamos comer una vez al día y firmar a su nombre, beneficio que duraría mientras empezábamos a verle las ganancias al convenio.
No tuvimos que esperar demasiado para tener acción. Temprano, durante el primer día de entrenamiento, Espada en persona nos anunció que a la semana siguiente, exactamente el jueves 27 de mayo, iba la primera pelea de Santiago en suelo panameño. Y había otras buenas noticias. El rival iba a ser un boxeador muy conocido y querido en el país, y figuraba desde hacía cuatro meses en el ranking mundial del Consejo Mundial de Boxeo en el peso Pluma, lo cual nos garantizaba una bolsa de 500 dólares más televisión, más una regalía según la taquilla. Además, no sólo estaba rankeado el individuo, sino que figuraba de primero entre los Plumas del mundo, así que el combate contra Santiago era algo así como un trámite antes de su combate titular contra el mexicano Salvador Sánchez, el monarca. Espada quiso saber si Santiago podía hacer el peso Pluma, esto es, rebajar hasta 57 kilogramos para poder aspirar a un puesto en esa categoría. Yo me apresuré a decir que sí, pero Santiago se mostró dudoso y el propio Espada quiso ver cuánto marcaba la balanza. Pesó 60 kilos 500 gramos. "No, bajar siete libras en ocho días es un suicidio, sobre todo si nunca has peleado en ese peso", le dijo. "Pero lúcete, un rankeado es un rankeado. Vas a pelear con ventajas en el peso. Lúcete, gústale a la gente, para la próxima conseguimos a un clasificado de tu misma división".
Sólo por decir algo, le pregunté al promotor el nombre del rival de Santiago.
–Reinaldo Hidalgo. Lo llaman Hormiguita Hidalgo.
El buen Espada. Miren al generoso Espada. Ya estaba clara su intención: necesitaba a Santiago como ratón de laboratorio, como carne de cañón. Iba a ponerlo a pelear, de entrada, con una semana de entrenamiento apenas, contra Reinaldo Hormiguita Hidalgo. Yo sabía quién era este tipo. Fue el mismo que acabó con la carrera de aquel colombiano llamado Céspedes, víctima también de Santiago, hacía un año; Hormiguita, el mismo que todos señalaban como el panameño llamado a reemplazar a su compatriota Eusebio Pedroza en el trono universal de los Plumas, y como una amenaza potencial incluso para un coloso como Salvador Sánchez. Ya antes había peleado y perdido con Pedroza, y tenía una victoria por nocaut frente a alguien que luego sería una leyenda del boxeo dominicano y campeón mundial, Leo Cruz.
Sus números eran tan grandes como los nombres de su lista de oponentes: tenía 38 peleas, con 33 victorias, 3 derrotas y dos empates, y 25 nocauts propinados. A sus 29 años de edad, estaba en el mejor momento de sus condiciones físicas y de su madurez. No, señor, la miel de los planes de Espada no apuntaban hacia ningún Santiago Leiva: la tierra estaba repleta de peleadores de relleno como él, de ovejas de sacrificio como él, de bultos de arena como él para hacer subir a los mejores. Pero Santiago, ciego como una bola y emocionado como un muchacho, le puso más empeño que nunca a su preparación y nos dedicó racimos de oraciones y venturas a Espada y a mí, por haberlo librado de Rafito y por haberle allanado el camino a la gloria. Raras veces había sentido lástima por él; esa fue una de las veces.
Para no verme demasiado simple ni demasiado descarado en mi despreocupación me esmeré en mis labores de entrenador y de estratega. Cuando la prensa fue a entrevistarnos para preparar la promoción del combate, hice la acostumbrada maniobra de la alteración del récord, aunque con una ligera variación: en lugar de adornar los ya impresionantes numeritos de Santiago, los teñí un poco de gris para deformarlos. Declaré que tenía 15 peleas, 8 ganadas, 6 perdidas y un empate, y que había propinado 6 nocauts. "El mío pega duro. Creo que puede ganar", les dije. Ni siquiera terminaron de escucharme. Simplemente bostezaron, me dieron la espalda y se fueron a preguntar por otros records más interesantes. A mango me sabía. Yo no había viajado para fabricar un campeón, sino para liquidar a un aspirante a campeón.
Con ese objeto hice lo que hice, que fue bastante, comenzando por entregarle a Santiago un manjar envenenado: con el pretexto de que habíamos recibido un dinero extra y necesitábamos un estímulo adicional para alegrar el alma, una noche antes de la pelea le entregué 30 dólares y le facilité la parte verbal de una jugosa y espumante negociación: esa noche, la del 26 de mayo, Magnolia lo recibió en su habitación con besos y con cavernas profundas, y Santiago, rendido ante una divinidad desconocida, gozó hasta el amanecer y se dejó sacar de las entrañas buena parte de su energía de bestia en celo.
El escenario del combate no era una arena de segunda. Se trataba del gimnasio Nuevo Panamá, un coliseo donde han visto acción los mejores peleadores del Canal y muchos de los inmortales del Caribe y del mundo. Cuando llegamos allí había unas 5 mil personas y se notaban todavía muchos espacios vacíos en las tribunas. Leonardo Espada se lo atribuyó a mi maniobra con los numeritos de Santiago: se suponía que si yo revelaba su verdadero récord el combate iba a crear una expectativa fuera de lo común y el coliseo iba a llenarse. No es lo mismo vender la pelea como el clásico combate de rutina entre un peleador excelente y una víctima necesaria, que anunciar que el campeón Hormiguita Hidalgo va a enfrentarse a una verdadera amenaza por su poder, por su peso y por su actitud ganadora. Escuché con atención a Espada pero no le di ninguna respuesta. Si el estadio iba o no a llenarse, no era mi problema.
Al colocarse el pantalón y los guantes en el camerino, Santiago ya estaba temblando y respirando con algún trabajo. Era su primera pelea en el exterior, su primer compromiso contra alguien clasificado: era el primer Pluma del mundo quien iba a recibirlo en ese escenario extraño, donde nadie iba a aplaudirlo ni a animarlo sino a clamar por su muerte. Cuando nos tocó salir miramos alrededor; a mí mismo me sobrecogió la cantidad de gente que había en el coliseo, a pesar de que aún no estaba completamente lleno. Una vez en el cuadrilátero, vimos de cerca a Hormiguita Hidalgo. Lucía muy confiado y veloz. Saludaba a la gente, sonreía, ya tenía cara de ganador. Las ventajas de pelear en el patio.
Por alguna razón, en el momento de presentar a Santiago el anunciador leyó un papel equivocado y, en lugar de presentarlo por su nombre, lo llamó Alfredo Paiva, El Novillo Negro. En pocos días, pues, Santiago había quedado trasmutado –con otro récord, otro nombre, otra mujer grabada en la piel– en algo distinto a lo que había sido hasta entonces.
El drama no cesaba de empeorar para Santiago. Los reflectores estaban demasiado abajo sobre el ring, lo cual hacía subir la temperatura hasta límites insoportables. Nada que no hubiéramos conocido allá en La Guaira, pero aquel sudor y aquella palidez de Santiago no eran de calor sino de susto, de puritos nervios. Y en esas condiciones, mi hermano, no se pelea contra el primero del mundo. Ya no había nada que hacer. La campana retumbó en el coliseo y, cinco segundos más tarde, Santiago Leiva, El Trueno del Litoral, trasmutado en Novillo Negro y en quién sabe cuántas personalidades más, recibió en plena cara el derechazo inicial de los muchos que habría de recibir a lo largo de aquella pelea, la más importante de su carrera, y también la última de su vida.
Muy fogoso, veloz, durísimo, salió Hidalgo a golpear, a mandar, a imponer su poder y su jerarquía. Santiago, por la fuerza misma de los acontecimientos, a medida que recibía los impactos iba entrando en confianza, pero al tratar de golpear sus brazos se notaban lentos, casi inútiles. Reinaldo Hidalgo había pesado 58 kilos exactos, y Santiago 59 y medio. El panameño le llevaba una ventaja de dos centímetros de estatura, pero Santiago se veía más corpulento, más macizo. Hormiguita era pura fibra, pura reciedumbre y velocidad; Santiago era una mole que parecía peligrosa pero sus movimientos eran laboriosos y recibía muchos golpes. Al final del primer asalto, y después de recibir recio castigo, ya la moral de Santiago estaba otra vez en su sitio, pero el físico no le respondía como era debido. Algo estaba funcionando mal. El cuerpo no parecía obedecer las órdenes de la pasta achicharrada que era su cerebro.
Segundo round, igual: Hormiguita Hidalgo golpeó a placer por los costados, en la cabeza. A pocos segundos del final del round se amarró para forzar el clinch y Santiago lo levantó por los aires como en un combate de lucha libre. En Caracas el público le hubiera celebrado la ocurrencia, pero en Panamá aquellos miles de personas reaccionaron con indignación: ¿qué clase de payaso era aquél, que jugaba en lugar de pelear? Al borde de la campana, el panameño lanzó una combinación impresionante: dos, tres, cuatro, cinco, seis golpes de hermosa variedad, y las masas se levantaron a homenajearlo. Bárbaro. El round finalizó y el ojo izquierdo de Santiago ya comenzaba a cerrarse; la masacre apenas comenzaba.
En la tercera vuelta Santiago silenció a la concurrencia con uno de sus pocos impactos nobles: un corto de derecha hizo diana sobre el pómulo de Hormiguita y el panameño se fue contra las cuerdas. Al ir a buscarlo para el improbable remate, Santiago descuidó la guardia y recibió otra andanada violenta de seis, siete, ocho golpes seguidos. Terrible realidad: esos golpes que en Caracas demolían, sacaban dientes y anestesiaban a los rivales, ahora no alcanzaban ni siquiera para detener el implacable avance del panameño, mojado ya con la gracia de los jueces en el resultado parcial de sus anotaciones. El pómulo y el párpado izquierdos de Santiago adquirieron un color rojo escarlata.
Cuarto round, idéntico: Hidalgo volvió al ataque, esquivó las escasas tentativas de Santiago por voltear la pelea con un solo golpe, se movía con igual destreza en la larga distancia y en el cuerpo a cuerpo. Santiago, sin brújula, intentó pegar a la zona media, y sólo consiguió conectar un golpe ilegal, en los genitales de Reinaldo Hidalgo. La torpeza le costó el descuento de un punto en las tarjetas de los jueces. Aunque llevaba protector, Hidalgo pidió unos segundos para disipar el efecto del golpe, y cuando recomenzó la pelea se desquitó con manos legales, sin trampa alguna, en la cara y el cuerpo de Santiago Novillo Negro Paiva, o Leiva. Fin del round. El ojo comenzó a tornarse morado. "No lo puedo ver", me dijo al llegar a la esquina. "Búscalo con el olfato", le dije. Lo tomó como un chiste para levantar la moral y no como la insultante burla que era.
En el quinto asalto Hidalgo salió a descansar un poco, giró un rato sobre su presa hasta que, faltando 10 segundos para finalizar el round, arremetió de nuevo y logró pescarlo con un impacto que por poco lo derriba. La campana llegó a tiempo.
Sexto round de fábula, porque Santiago decidió por cuenta propia echar el resto y conectó tres derechazos a la cabeza que consiguieron detener durante dos minutos a Hormiguita, quien por primera vez pareció retroceder por cautela y no por razones de estrategia. Al finalizar el round Hidalgo reaccionó y una derecha suya levantó chispas de sangre en el rostro de Santiago. El ojo casi no existía en medio de aquella masa verde oscuro que era el lado izquierdo del rostro.
Unas indicaciones en la esquina: "Prueba con la izquierda abajo, a ver si deja de bailar". Fue lo menos abstracto que le dije en toda la noche.
Malditas instrucciones. Durante el primer minuto y medio del séptimo asalto hubo un intercambio interesante: Hidalgo, concentrado en aquel ojo sepultado en la carne, atacaba a la cabeza, y Santiago, con un accionar rígido y mecánico, y sin movilidad de la cintura hacia abajo, golpeaba en el hígado, en el estómago, apoyado de espaldas a las cuerdas. Durante el resto de la pelea estuvo así: las piernas muy separadas, inmóviles, sembradas en la lona, y jugando a balancearse contra las sogas sin posibilidades ni capacidad para caminar por el ring; mi sincero reconocimiento al sexo de Magnolia. Iba a caerse, parecía estar escrito que tenía que caerse, pero uno de sus ganchos lanzados contra la zona media encontró un lugar blando debajo de las costillas, y Reinaldo Hormiguita Hidalgo se separó de él para tomar aire y relajar las piernas y los brazos a una distancia prudente.
Octavo round: nunca Santiago había llegado tan lejos en una pelea, jamás había combatido durante ocho vueltas. Su ojo derecho, vidrioso y empañado, amenazaba con cerrarse igual que el izquierdo, envuelto ya en mitad de una morcilla sin forma. El panameño se dio cuenta de esa novedad, cambió de posición su guardia y comenzó a lanzar la izquierda, una linda, elegante izquierda que no tardó en hacer su trabajo en el lado derecho de aquel rostro inidentificable: ¿Santiago Leiva o Alfredo Paiva? ¿Trueno o Novillo? Los ataques de Hidalgo habían disminuido su ritmo y Santiago continuaba sin caminar, se sentía menos vulnerable pegado a las cuerdas. Combate bravo: sólo un par de veces se habían amarrado, el réferi se había limitado a girar alrededor de ellos y mirar, atento.
Penúltimo round para restaurar las energías. Hidalgo ganaba con facilidad en las tarjetas, pero no quería irse esa noche sin noquear. La víctima estaba allí, a su disposición, pero no se lanzó al ataque sino en el último medio minuto: más golpes en el lado izquierdo, nuevo ensayo sobre el lado derecho; el cuerpo de Santiago sin movilidad, refugiado en las cuerdas. Fin del asalto. Ya no había que esperar por un ganador sino por la forma del desenlace.
Round diez, el de la verdad, el decisivo. Hidalgo se acomodó con su guardia izquierda, bailoteó un poco, esquivó una derecha de Santiago, ejecutó un baile en el centro del ring, como restándole importancia al rival. De pronto, atacó. Atacó de frente, sin dudas ni contemplaciones, recio, decidido, con un recto impecable de su mano siniestra que llegó neto al centro de la cara de Santiago. Un instante después sucedió, por fin. Fue una derecha corta, loca, mal lanzada, sin técnica alguna pero potente, la que se coló por encima de esa izquierda y estrelló su furor en la punta de la barbilla del panameño. El ídolo tuvo apenas tiempo para retroceder un paso, y cuando sus arrestos campeoniles le indicaron que el honor se cobraba con un ataque y no con una huida, recibió una derecha más, una larga derecha, otra vez en el mentón, que lo lanzó de cara contra la lona. Silencio en el gimnasio Nuevo Panamá, silencio en los televisores, silencio en mi alma: Santiago fue a una esquina neutral para dejar que el árbitro contara hasta 10 y Hormiguita hizo el esfuerzo de su vida para ponerse de pie. Lo logró, sí, pero esa boca abierta, esa pelota gigantesca que se levantaba debajo de su oreja derecha era una señal espantosa, era el anuncio de una catástrofe, de algo para desgarrarse las ropas. El árbitro miró el cronómetro; faltaba un minuto y 20 segundos para el final. Le preguntó a Hidalgo si deseaba seguir, y éste, varón de plomo en las venas, dijo que sí. Su esquina, en cambio, entró en pánico, el entrenador se apresuró a subir hacia el ensogado para lanzar la toalla y pedir que se detuviera el combate, pero ya era algo tarde. Una sola derecha de Santiago, una más, y la carrera del primer Pluma del mundo murió de muerte sucia, fea, trágica. Una mandíbula separada del cráneo no es una lesión que se repare nunca, al menos no en este planeta, el de los héroes de carne y hueso.
En los minutos que siguieron, los gritos de triunfo de Santiago eran los únicos que se escuchaban en la noche negra del boxeo de Panamá. Pocos pasos hay entre la alegría y la locura; la de Santiago se manifestó de la forma más peligrosa: se dedicó a lanzarle insultos y burlas al público, que ya bastante horror y preocupaciones tenía encima con su ídolo como para dejarse además ofender de aquella forma por un recién llegado. Yo, entretenido como estaba viendo las convulsiones del Hidalgo y la cara sin color de Espada, que miraba desde su puesto en ring side el derrumbe de sus propósitos, tardé un poco en sumarme a la celebración. Por fortuna no lo hice en el primer momento, porque cuando me decidí por fin a entrar al ring comenzó el caos, la explosión de indignación de los fanáticos.
Primero fue la rechifla creciente y los gritos amenazadores. Luego, un vaso de cartón que aterrizó en el centro del cuadrilátero; poco después, unos trozos de hielo, enseguida una silla entera y en breves segundos la lluvia de botellas y objetos contra el imprudente Santiago. Una rueda de guardias tuvo que intervenir para sacarnos del gimnasio con vida, y lo lograron a duras penas, pues mientras avanzábamos hacia la zona de los camerinos recibimos unos cuantos golpes y amenazas de linchamiento por parte de la gente desbordada.
"Deicidio en el Nuevo Panamá", tituló un periódico deportivo panameño al día siguiente. Otros reseñaron la noticia con menos estruendo, pero todos sin excepción hablaban de la inesperada derrota de Reinaldo Hidalgo, "Ante un rival recio pero desprovisto de la más elemental técnica boxística". También se comentó "El lamentable comportamiento de un grupo de aficionados, que arremetieron contra el boxeador venezolano cuando se decretó su victoria, una victoria inesperada pero legal". Sin embargo, los medios no fueron a entrevistarlo en protesta por su fea actitud después de la pelea hacia el caído y hacia su patria. Supe que en Venezuela también hubo movimiento de noticias, aunque no todo el mundo fue capaz de detectar la confusión: el diario Meridiano fue el único que mencionó a Santiago Leiva, El Trueno del Litoral, como el vencedor del ídolo panameño. Los demás transcribieron la nota tal como llegó por las agencias de noticias, esto es, como si el triunfo hubiera correspondido a "Un venezolano residenciado en Panamá llamado Alfredo Paiva, y apodado El Novillo Negro". Un equívoco que en pocos días iba a disiparse, gracias a mis movimientos –o por culpa de ellos, según se vea.
En cuanto a Hidalgo, fue a parar a una clínica con toda la urgencia del caso. Tenía un desprendimiento de la mandíbula y fractura abierta. Ya empezaba a fastidiarme aquella preferencia del azar por Santiago: las veces que más cerca había estado de perder, un descuido, un cambio inoportuno de la estrategia del otro le ponía en lecho de flores la victoria. Pero habíamos llegado ya a la etapa final de la farsa, ya casi sentía en las plantas de los pies la arena cálida y babosa, el lodo florecido del fondo del estanque. Santiago estaba en el punto máximo de su felicidad. Era preciso forzar ahora el aterrizaje.
Hidalgo, por supuesto, no pudo combatir por el título mundial. Realizó tres presentaciones más y perdió en dos de ellas. Traumatizado y cauteloso, nunca volvió a ser aquella pantera que buscaba el triunfo con gallardía y ferocidad. Santiago le había inutilizado la capacidad de aguante: cada vez que lo tropezaban en la mandíbula huía despavorido, o caía en la lona agobiado por un intenso dolor que unas veces era real y otras veces inventado por el miedo, lo cual revelaba la existencia de una lesión más difícil de revertir que la del hueso de la cara: una avería profunda en el sentido del honor.
Nos pagaron los honorarios, Santiago regresó a la cama de Magnolia y se dispuso a reposar unos días mientras pasaban los efectos del terremoto Hidalgo en su cuerpo, incluyendo el aplastamiento del lado izquierdo de la cara. Magnolia lo consintió. Magnolia lo atendió como a su esposo o a su rey. Magnolia lo bañaba, le ponía talco en las bolas. Era un buen momento para hacer las jugadas siguientes.
Un día, por puro instinto, me tomé la molestia de ir de habitación en habitación para preguntarle a las putas y a los boxeadores si iban a ordenar el almuerzo. Yo había notado que todos salían a buscar la comida a determinada hora y se me ocurrió que ahorrarles el esfuerzo iba a ser bien visto, y hasta podían pagar por el favor. Efectivamente, muchos me dijeron que sí iban a ordenar. Anoté los pedidos en un papel, recibí el dinero correspondiente y fui al restaurant donde podíamos firmar a nombre de Espada. Compré los almuerzos, firmé y regresé al hotel, con el dinero de los almuerzos intacto. En vista del éxito del recurso, lo hice por varios días más, y puse al tanto a Santiago para que me ayudara. Diez días después le dije a Santiago que con el dinero que habíamos ganado, más el que ya teníamos guardado, regresaríamos a Venezuela para visitar a Micaela, para llevar dinero y para conseguir más apoyo de la prensa, que nunca está de más. Le pareció muy acertada la idea. Tal vez ya soñaba con verse a sí mismo de protagonista en un recibimiento de héroe en el aeropuerto de Maiquetía.
Le comunicamos a Espada lo de nuestro viaje. Se alarmó un poco, "No van a abandonar esto ahora, ¿eh? Tenemos combate el 30 de junio, y creo que va a ser contra un rankeado". Yo lo tranquilicé con frases de agradecimiento. Rata. Nos quería con él hasta que le reintegráramos lo que había invertido en nosotros. Para lo único que le interesaban los éxitos de Santiago era para poder cobrar y sacar sus ganancias. Pero, ¿y si en realidad Espada creía en el muchacho y aspiraba llevarlo a un campeonato mundial? Estuve odiándolo por las dos posibilidades, hasta que reapareció la voz oscura, la de adentro: "A mí no me interesan esos triunfos para nada, ni siquiera por el dinero". Gran descubrimiento, o recordatorio.
El 21 de junio a las 7:30 de la mañana estábamos en el aeropuerto de Ciudad de Panamá, a pocos minutos de abordar el avión del regreso a Venezuela. Avanzamos junto con los demás pasajeros por el pasillo rumbo a la taquilla de control. Cuando estábamos por llegar comencé a toser, a carraspear, a bajar la cabeza, a intentar ocultar el rostro. Un oficial vestido de militar se acercó a mí, me preguntó qué me ocurría. Le dije que nada, y le señalé a Santiago. "Estamos juntos. No hay problema", le dije. El oficial insistió: "¿Se siente bien?". Santiago volteó y regresó cuando ya había pasado por el detector de metales. "Estoy bien. Santiago, puedes seguir. Camina, ya te alcanzo". Hubo un cruce de señas entre los funcionarios. "Indíqueme cuál es su equipaje, por favor", me dijeron. "Usted también, tenga la bondad", le dijeron a Santiago. Nos apartaron de la fila de personas, tomaron nuestros bolsos.El mío soportó la revisión. Pero en el fondo del de Santiago apareció, sorpresiva y monstruosa, la evidencia. Era un pequeño paquete. Estaba meticulosamente envuelto en papel de aluminio, y debido a esa meticulosidad resultaba lo bastante llamativo como para que los agentes se fijaran en él. No sé si era de buena o mala calidad aquel polvo, pero para efectos de la ley daba lo mismo, por lo cual fuimos detenidos y esposados a pesar de los gritos de Santiago, que juraba no saber de dónde diablos había salido aquel envoltorio.
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