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13 de octubre de 2017

CAPITULO FINAL - EL VERDADERO FINAL DEL "NOVILLO PAIVA"


Estuve recluido en Los Flores de Catia, y luego me trasladaron a El Rodeo. En total estuve encerrado casi 14 años. Más el año y medio de Panamá, más los cuatro años de mi juventud, a ver, a ver... Creo que he pasado en prisión algo así como casi la mitad de mi vida. Dirás que soy bastante soberbio –no insultes, Carlos, no insultes– pero esas cuentas puedo sacarlas sin dolor, porque la libertad llegó a molestarme en la piel mientras tu hermano saboreaba los laureles y se gozaba aquel absurdo cuento de príncipes tan parecido a la fama. En la cárcel me sentía libre; humillado y rebajado como hombre para poder sobrevivir, pero al fin libre y hasta un poco contento. Y no sólo por las razones morales que ya te imaginas, sino también porque prosperé allí adentro por medios más o menos limpios: la venta de cigarrillos y fósforos. Qué te parece. Gerardo Leiva, hombre de negocios.

En la cárcel adquirí ese inesperado estatus. En la cárcel me enteré del desfile de idiotas en que se había convertido definitivamente el boxeo venezolano y mundial. En la cárcel me enteré de la muerte de Micaela, ocurrida en 1989. La vieja sólo había ido a visitarme una vez, pero no para darme a probar sus pavorosos almuerzos, como antes, sino para desahogarse de cuerpo presente con un concierto de maldiciones y bofetadas. En la cárcel llegué a olvidar que tú existías, Carlos Leiva, pero una tarde cualquiera te recordé y, casi sin darme cuenta, comencé a escribirte esta carta con cuantos papeles y restos de lápices me cayeron en la mano. En la cárcel estuve pensando muy seguido en Santiago, pero ya no con amargura sino como un ejercicio de deducción o de fantasía sin salida: ¿hasta dónde había ido a parar? ¿Cuánto había caminado o rodado antes de llegar a su destino, si es que acaso había llegado a alguno? No había respuestas ni quería encontrarlas. Sólo me entretenía al repasar las posibilidades.

De pronto, un día de julio de 1997, recibí una notificación de la dirección. Me avisaban que tenía una visita y me invitaron a recibirla en el área administrativa del penal. Un temblor caído de lejos me obligaba a caminar muy despacio. Avancé por los pasillos sin atreverme siquiera a hacerme las preguntas más naturales, más obvias, hasta que al fin llegué a la oficina del director de la cárcel. Allí estaba sentado, esperándome, el visitante. Era el viejo cónsul de Venezuela en Panamá, aquel Francisco Lameda de mis tormentos. A su lado estaba el señor director de El Rodeo.

Cuando estuve sentado frente a Lameda, éste le dijo al funcionario: "Con permiso", cogió impulso y me disparó un repentino golpe que me rompió la boca.

No estaba mal, para un viejo estúpido como él. 

"Usted es un hombre muy valiente", le dije. "¿Quiere que le responda con la derecha o con la izquierda?". 

Me mandó a callar, respiró hondo, se acomodó el saco y comenzó a echarme a la cara todo lo que llevaba entre el pecho y la espalda.

–La mitad de lo que voy a decirte no te importa. Es posible que todo esto te sepa a santa mierda, pero de todas formas voy a contártelo. Apenas me di cuenta de mi error al darte aquellos boletos comencé a buscarlos, a ti y a tu hermano, en todos los lugares posibles. No me sirvió de nada la búsqueda, porque cuando ubiqué un rastro tuyo ya estabas montado en el avión rumbo a Caracas; torpe de mí, no mandé a anular los boletos. Supe cuántas cosas hiciste en el pasado para acabar con Santiago, por tu cobardía y por tu envidia, y supe de la declaración que hiciste al llegar aquí. Pero no me quedé tranquilo; sé que eres un asesino, un hijo de mala zorra, pero no tienes talento para deshacerte de alguien con la limpieza y la perfección que simulaste delante de la policía, y comencé a indagar, a averiguar por medio de mis muchos contactos en Panamá. Al poco tiempo tuve que dejar mi cargo de cónsul, pero allá me quedé, insistí en la búsqueda de Santiago y heme aquí, victorioso. He tenido éxito. Con más de diez años de retraso, pero he tenido éxito. Mis agentes han encontrado a Santiago caminando sin rumbo al borde de una carretera, pero ahora está a buen resguardo, y con vida. Oyelo bien: está con vida, y protegido por mí.

Hizo una pausa para mirarme de cerca el rostro, para descubrir en el movimiento o el color de mis arrugas alguna reacción que lo alentara. Pobre tipo. Un rostro como el mío, colmado de soledad y de la más terrible victoria, no podía alterarse así de fácil. Las candelas capaces de herirme no están en los labios de otro hombre, sino dentro de mí mismo. Se dio cuenta de esto, tal vez se desanimó un poco, pero continuó con su narración.

–Lo he traído a Caracas, se lo he presentado a varios viejos aficionados al boxeo para darles la gran noticia de la resurrección, pero nadie me ha hecho el menor caso. Cuando menciono al glorioso Trueno del Litoral asienten con la cabeza y se echan a bostezar: el apodo no les sugiere nada, lo mismo que el nombre real. En un solo sitio encontré a alguien que tenía una vaga idea de quién era el hombre del cual le estaba hablando. Cristóbal Guerra, veterano periodista, aseguró que había visto un par de peleas suyas, pero enseguida guardó silencio. Al rato me dijo: "Doctor, pero ¿usted está seguro de que el hombre que acabó con la carrera de Hormiguita Hidalgo no fue Alfredo Paiva, El Novillo Negro? Le expliqué toda aquella confusión con los nombres, le resumí cuanto me fue posible el relato del enredo de papeles. Por último, al notar que mi discurso le interesaba muy poco, le juré por mi honor que El Trueno no sólo había sido el verdugo de Hormiguita, sino que pudo haber sido campeón mundial. Tal vez ese fue mi error, dejarme ganar por la pasión al narrar un capítulo tan insignificante y oscuro de la historia del boxeo. El periodista me dio la razón, supongo que por cortesía, y me aseguró que iba a escribir unas líneas al respecto. No lo hizo nunca. Ni Santiago ni el boxeo son noticias ya en este tiempo, a nadie le ha importado ni siquiera la circunstancia terrible de que al Trueno lo dieron alguna vez por muerto, por asesinado. Y ahora para colmo no hay campeones, ni gente interesada en los héroes de ahora, mucho menos en los de antes. Ahora hay caricaturas de peleadores; el hombre-show del momento ha botado su carrera a la basura por morderle una oreja a su rival, en un combate por el título mundial Pesado. Se acabaron los ídolos. Ahora queda un montón de burros sin ángel ni personalidad.

¿Fueron visiones mías o aquel hombre se secó una lágrima? No estoy seguro, no me interesa en realidad. De repente cambió su voz por una de panteón y me puso un dedo muy cerca de la cara.

–Quiero hacerte saber tres cosas sobre lo que es y será de tu vida. Una: he asumido el papel de abogado defensor en tu caso. Dos: en el ejercicio de esas funciones vengo a informarte que estás libre, porque el homicidio por el cual pagas condena es falso, como ya lo sabemos, aunque tu crimen ha sido peor que un asesinato. Tres: irás a la calle, se acabó tu privilegio como vendedor de cigarros a precios asquerosos. Y, sobre todo, se acabó tu tranquilidad, porque...

Se detuvo para hacerle una señal al director de la prisión. Esperó a que éste saliera de la oficina, y continuó.

–Debería dejar que te mueras o que te maten en este lugar, pero quiero darme el gusto de matarte yo mismo, y quiero que sea de muerte dolorosa. Desde mañana, cuando salgas en libertad, voy a tener mil ojos vigilándote. No irás a ningún sitio a contar nada sobre ti o sobre Santiago, porque voy a cazarte como a un perro, vas a morir aplastado cuando menos te imagines. No implores que te dejen encerrado, ni sueñes con la salida del suicidio. No: vas a mendigar por la ciudad y a vivir sin techo, porque tu vieja casa ya no existe, la gente del barrio la ha quemado. Y si existiera, de todas formas no podrías acercarte a ella, porque los nuevos dueños del barrio te destrozarían como a la plaga que ya saben que eres. Así que camina, camina mucho y con cuidado por esas calles. 

Mira siempre hacia los lados, voltea, dale un vistazo a tu sombra: yo voy a estar ahí, siempre ahí, esperando que te descuides para mandarte a compartir un agujero con los gusanos. Esto es una amenaza. Es una promesa. Y yo cumplo lo que prometo.

Al coño con estos sujetos que se creen más inteligentes y más endemoniados que el demonio. ¿Sabes qué hice apenas vi la luz del día de mi libertad? Pues exactamente lo que el cónsul me había advertido que no hiciera: me fui a Catia La Mar. Subí, escalón por escalón, los derruidos callejones del barrio, que por cierto ha cambiado mucho. Tras equivocarme y corregir el rumbo por unas escaleras desconocidas y unos callejones que parecían salidos de un volcán, llegué por fin al rancho de Micaela. Allí estaba, entero, sin señales de haber sido quemado como no fuera por el sol. En cuanto a la gente del lugar y su actitud, me miraban como se mira en esos arrabales a los extraños: de reojo, prestos a detectar una expresión de miedo o de rabia para caerle encima y liquidarlo. Pero nada pasó. En la cárcel he aprendido a no dejarme afectar por provocaciones de ningún tipo.

¿Quién estaba en casa de Micaela? Ni más ni menos, la Mojondemomia, un par de negros altos que deben ser sus hijitos lombricientos, ahora convertidos en adultos. Y en el fondo, rodeado de gallinas, sol, tierra y lagartijas, el espectro o desecho ambulante de Santiago Leiva. Escuché el largo susurro que emitía; creo que cantaba o intentaba cantar algo. En algún momento se levantó y trató de caminar, pero al dar el primer paso lo estremeció una tembladera y volvió a sentarse entre la tierra y las gallinas. No me atreví a llegar hasta la casa, sólo me quedé observándolo desde una parte alta, oculto, durante una media hora. Hasta que el sol redescubierto me obligó a moverme de mi sitio, y una risotada que podía delatarme me provocó un dolor punzante en el pecho.

Así que allí puedes ir a verlo, querido Carlos, hermano. ¿Te atreverás a visitarlo en ese cerro que siempre odiaste? No estoy seguro de ello, pero de todas formas si lo haces necesitarás mi recomendación, mis instrucciones. Creo que puedes hablarle con confianza, aunque es posible que no te reconozca. Es posible que reaccione ante ti con cariño o que intente fulminarte, pero no con aquellos golpes mortíferos que ya no se atreve a utilizar, sino con ráfagas de maldiciones y juramentos que no deben dolerte, que no deben doblegarte, porque no podrás comprenderlos. También es posible que te obsequie alguno de sus largos y enrevesados estribillos en forma de canción sin idioma: lobo envejecido, sirena en quiebra o ave nocturna, su mayor aspiración ante los hombres consiste en ser escuchado y en ser comprendido. Obsérvalo con atención pero no lo compadezcas, ignora su cantar porque no es de este mundo; no escuches su canción desesperada, ni llores su destino. Pero por una vez en la vida hazle honor y justicia. Apláudelo larga, tierna, calurosamente, hasta hacerle recordar y sentir en la piel a las multitudes que lo adoraron; celebra con él y dale mil felicitaciones, pues finalmente ha cumplido su más alta penitencia: pagarle una vieja deuda a quien sí pudo haber sido –aún lo creo– el más poderoso de los truenos.

FIN..............


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