En 1911 fue capturado un indígena a las afueras de uno de los pueblos californianos de la fiebre del oro. Aparentemente era el último de su tribu y se negó a revelar su nombre. El antropólogo Alfred Kroeber se hizo cargo de aquel indio perdido y sólo con un gran esfuerzo pudo comunicarse con él. Lo llamó Ishi, que en la lengua de su tribu, los Yahi, quería decir “hombre”. Siguiendo la moda de los zoos humanos, Kroeber incorporó a Ishi al Museo de Antropología de San Francisco como su principal atracción, aunque también existió una entrañable amistad entre el antropólogo y el indio. Vamos a relatar aquí algunos pormenores de la asombrosa historia de Ishi, el último nativo libre de California, y del exterminio de sus tribus originarias a causa de la quimera del oro.


Pero el verdadero lado oscuro de aquel típico sueño americano fue el exterminio casi total de las poblaciones nativas, consideradas un estorbo en el camino hacia el preciado metal. El gobierno de los Estados Unidos no reconocía a los indígenas ningún derecho a ocupar sus territorios ancestrales. Por ello, autorizaba a cualquiera a reclamar las tierras siempre que fuesen explotadas, un medio para incentivar su rápida ocupación por los blancos en la expansión del país hacia el oeste. Al principio, los indios soportaron pacientemente la intrusión de los buscadores, que escarbaban sin cesar en las arenas de los ríos situados en sus lugares tradicionales de caza y pesca.

A raíz de esa campaña publicitaria, las ciudades ofrecieron dinero por cada cabeza o cabellera de indios que cortasen. Además, los costes de esas expediciones eran reembolsados por los estados o por el gobierno federal. Entre 1851 y 1852 el flamante estado de California pagó dos millones de dólares para que los colonos limpiasen su territorio de indios. Las recompensas comenzaron siendo altas, 5 dólares por cabeza allá por 1855. Pero cuando la degollina alcanzó su paroxismo, el premio se redujo a 25 centavos. La prepotencia de los mineros llegó hasta el punto de elaborar un código de actuación, repartido a las tribus indias, en el que les advertían de la obligación de entregar a los autores de cualquier crimen. Si no lo hacían en un tiempo razonable, la respuesta sería la destrucción del poblado al que pertenecía el infractor y de todos sus habitantes y, caso de no ser identificado, el poblado más cercano al lugar de su comisión. Se calcula que, al amparo de tan arbitraria norma, entre 1855 y 1863 fueron arrasados unos 150 asentamientos indios.
A consecuencia de todos esos cambios tan radicales, la población india de California, cifrada entre 310.000 y 705.000 habitantes antes de la llegada de los blancos, se redujo a 150.000 en 1845. Ya eran solo 31.000 en 1870, según el censo estatal y, en 1910, habían desaparecido prácticamente. Y aquí comienza la historia de Ishi y Kroeber, pero antes de relatarla tenemos que retroceder unas décadas, hasta las espantosas matanzas de la década de 1860.
Ishi quizá nació en 1.860 o 1861. Cuando era muy pequeño, en 1865, el poblado de su padre sufrió un ataque en el que fueron masacrados 40 indios, entre ellos su propio progenitor. La madre se tiró al río llevando con ella al niño y consiguieron escapar de aquel lugar de muerte flotando entre cadáveres. Los Yahi no conocían los caballos ni las armas. Les asustaba el “palo de fuego que explotaba con voz de hierro y nube de humo”. Aterrorizados por aquellos demonios blancos, de cuyos caballos colgaban cabezas y cabelleras, solo un pequeño grupo logró sobrevivir en una recóndita región, ocultos en los cañones de los ríos Mile Creek y Deer Creek. Ese aislamiento y las duras condiciones de supervivencia del lugar hicieron que, poco a poco, los últimos Yahi se fueran muriendo, hasta que solo quedaron cuatro. En 1908 el lugar fue descubierto por los técnicos de una empresa encargada de construir una presa hidroeléctrica. Después encontraron a la anciana madre de Ishi, y los blancos se llevaron como recuerdo etnológico algunas de las pertenencias de aquel grupo prácticamente extinto. En 1911 el único miembro de la banda que quedaba con vida era Ishi.
“Palpitante, hambriento y débil, fue a los pinos situados por encima de Tres Lomas donde hacía un poco más de fresco. Allí vivió como pudo, hasta que las lunas calientes decayeron.
Entonces atravesó el promontorio del Cañón de Banya, tomando el viejo camino familiar, cañón abajo, de la Cueva de los Antepasados, donde quemó tabaco y resina de pino, rezando mientras el humo fragante llenaba la cueva.
Aquí no queda ninguna Presencia de Espíritus. Soy el último del Pueblo; cuando yo haya desaparecido, será como si nunca hubiéramos existido” (de Ishi. El último de su tribu. T. Kroeber)
Desesperado y medio muerto de hambre, huyó de aquel territorio inhóspito para conseguir comida. Cuando se arriesgó a avanzar hacia el matadero a las afueras de Oroville, lo atraparon los lugareños. El sheriff lo encerró en una celda para protegerlo e informó del hecho al Departamento de Asuntos Indios. Este organismo aceptó que se hiciese cargo de él Alfred Kroeber, jefe del Departamento de Antropología de la Universidad de California en Berkeley, experto en las culturas nativas de la región. Kroeber comisionó a su compañero, el también antropólogo Thomas T. Waterman, para traerlo en tren hasta San Francisco. Apareció vestido con traje y sombrero… pero sin zapatos. Tiempo después diría: “Ahora lo sé. No hay nada que esté mal en los pies de los saldu (rostros pálidos). Lo que está mal es lo que vosotros llamáis zapatos. ¿Cómo sabes por dónde andas cuando tus pies no tocan la tierra?”


Los habitantes de la ciudad acudieron en masa a aquellas sesiones dominicales, atraídos por los irresistibles reclamos que lanzaba Kroeber en la prensa. En la edición de Los Angeles Times de 10 de septiembre de 1911 invitaba al público a contemplar a“el último hombre de América que no conoce las Navidades”. La afluencia durante los seis primeros meses de vida del Museo fue superior a 24.000 visitantes, todo un espaldarazo a la labor de difusión de Kroeber. Fernando Monge ha puesto de relieve cómo esta formula divulgativa estaba relacionada con la moda de las exhibiciones etnológicas, que hicieron furor en el último tercio del siglo XIX y el primero del siglo pasado. En esas exposiciones etnológicas vivas se reforzaba la relación de desigualdad entre el colonizador y los colonizados. Por su naturaleza ambivalente, en el caso de Ishi resulta difícil deslindar el espectáculo del estudio científico. Sin embargo, es cierto que Kroeber dio a Ishi un trato muy humanitario. A pesar de que, como indio, legalmente carecía de ningún status ni derecho, se responsabilizó de él, lo hizo su amigo y trabajó a su lado intensamente en una frenética tarea de salvamento etnográfico. De hecho, Ishi pudo reconocer en el Museo algunas cestas que había confeccionado su prima, y el descubrimiento de que las últimas posesiones de su pueblo estaban a salvo le produjo una honda emoción.
La voz de Ishi fue grabada en incontables cilindros de cera, que registraron listas de palabras, relatos y canciones cuyo significado, no obstante, se les escapaba. Por ello, al poco de llegar Ishi a San Francisco, Kroeber pidió ayuda a Edward Sapir, el mayor experto en lenguas nativas y que, como él, había sido discípulo de Franz Boas. Pero entonces Sapir se encontraba en Canadá, realizando trabajo de campo, y no pudo acudir.
Ishi siempre sintió una viva curiosidad por la animada vida de San Francisco. Tenía un don natural para comprender los fenómenos culturales que sucedían a su alrededor. Probablemente ello fue resultado de su constante necesidad de adaptación a condiciones extremas de supervivencia. Waterman decía de él que tenía una caballerosidad innata. Todo le sorprendía: los trenes, los tranvías, los coches, el Golden Gate… Lo que más le llamaba la atención eran las enormes multitudes que poblaban la ciudad. No es extraño pues, antes de llegar a San Francisco, nunca había visto juntas a más de 40 personas. Tan pequeño era el grupo de indios que consiguió escapar del exterminio.

Al poco de llegar a San Francisco, Ishi sufrió una bronconeumonía. Fue tratado por el doctor Saxton Pope, que se mostró muy interesado por las habilidades al arco de Ishi. Entre ambos se estableció un fuerte lazo de camaradería y salían a cazar juntos con frecuencia.
También tuvo una excelente relación personal con el antropólogo Waterman, en cuya casa vivió en el verano de 1915, después de que el gobierno criticase a Kroeber por tener a Ishi viviendo en el Museo. Kroeber le ofreció la posibilidad de volver a su tierra, aunque él se negó ya que todos sus ancestros habían muerto. Dijo que en sus tierras no quedaba ninguna “Presencia” y que deseaba acabar sus días en el Museo, entre sus objetos queridos. Ante la insistencia del antropólogo, Ishi accedió a realizar una expedición al Valle del Deer Creek junto con Waterman y Pope en 1914. Pero la salida fracasó porque Ishi descubrió que las provisiones para el viaje se habían guardado en el Museo, lugar de las cosas muertas, por lo que para él estaban contaminadas.

Finalmente, tras una impenetrable muralla de robles, encontraron el lugar escondido donde el grupo de Ishi había sobrevivido en condiciones durísimas. “Ishi hizo un dibujo en otro trozo de papel amarillo, con las líneas de los límites, semicírculos para las aldeas y puntos en los senderos. El Majapa escribió los nombres tal y como él los decía. Era un mapa-dibujo del Mundo de los Yahi. Cuando estuvo acabado, Ishi preguntó: « ¿Podrías tú contar la historia de los Ancianos? ¿Podrías tú hacer un libro?»
« Sí. Podría comenzar por tu dibujo-mapa. Tendría las palabras Yahi que tú me has dicho y tantas palabras como túquieras decir.» Señaló la fila de cuadernos de apuntes de su mesa. « Muchas lunas después de que tú y yo hayamos viajado por el Sendero de los Muertos, quienes vivan en mundos lejanos podrán leer y saber cómo hablaba el Pueblo y quiénes eran sus Dioses y sus Héroes, y cuál era su Camino… si tú quieres.»
« Quiero. Aiku tsub. Yo hablaré la Lengua; tú escribirás mucho Yahi. Los Ancianos vivirán en el libro.» (De Ishi. El último de su tribu. T.Kroeber)


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