Amigos invisibles. Hoy vamos a traer al tapete de esta crónica histórica plena de ebullición, sobre el ir y venir de un personaje con faldas tobilleras y de armas tomar, irreducible y dominante, terca para mejor decirlo, que tuvo mucho que ver con la figura de su hermano Simón Bolívar y a quien desde la infancia le ocultó muchos pecados para evitar consecuencias, pero siempre estuvo cerca de él, en las malas y en las regulares, y aún permaneciendo distantes el uno de la otra, por circunstancias que son de presumir y que esa interacción se sostuvo durante su permanencia vital, separada apenas por la muerte de Don Simón, como sabemos en lo finales de 1830.
Me refiero con ello a la vida y figura de María Antonia Bolívar, hermana de padre y madre de Simón Bolívar Palacios, con quien creciera junto a sus otros hermanos legítimos, mientras el progenitor don Juan Vicente a solapo de todos mantenía una vida disipada, hecha para ganar dinero y refocilarse con mujeres de diversa condición social y estado, al tiempo que su madre, doña María de la Concepción Palacios y Blanco, era una mujer liviana, hecha para el hogar y casada con un viejo verde cincuentón que vivía ella cerca de la peinadora y el aderezo de su indumentaria, siempre con el perfume que no le había de faltar. María Antonia tenía una buena estructura corporal, robusta, de ojos vivos y atractivos, que por ser la mayor de los hermanos cuidaba mucho de Simón, con seis años menor que ella, pues había nacido en 1777, año crucial para Venezuela en que se creara la Capitanía General con amplitud de territorios y que a la postre sería independiente a partir de 1811, cuando ya el terrible Simón, “el loco” como lo llamara María Antonia y en verdad que algo tenía de herencia por el lado familiar de los Palacios, ya siendo mayor empujaba su verbo efervescente desde la misma Sociedad Patriótica para crear un país libre y soberano.
Pero como la felicidad en aquella Caracas que apenas juntaba unos 40.000 habitantes bien contados, tiene sus altibajos, sucedió que doña María de la Concepciónpronto fallece, dejando en la indigencia espiritual a sus cuatro hijos, y a pesar de los lloros y tristezas concebidos, el jefe de tal familia acomodada, don Juan Vicente muere también pocos años más tarde, lo que crea interrogantes y hasta zozobra para estos párvulos en época de aprendizaje de las buenas costumbres y del “savoir faire” a la española, como núcleo de relevancia en el mantuanaje o clase superior caraqueña. De aquí que el alboroto fue mayúsculo en cuanto al qué dirán y sobretodo al peligro que corrían las niñas huérfanas con aquel cuento diabólico de los “fantasmas” y aparecidos que en tiempos coloniales sobrevolando tapias y cercados se introducían por ventanas para cometer el pecado de la fornicación, de donde las violadas del acto tenían que refugiarse en cualquier convento abandonando así la vida familiar. Y como el peligro era mucho referente a las tentadoras María Antonia y Juana, entrando entonces en la flor de la edad, los tíos, los abuelos y hasta los muchachos hermanos para evitar cualquier grave desliz aprobaron el casamiento de ambas, siendo la primera y mayor en tal ofrenda aquella hermosa y coquetona María Antonia, y como el tiempo de espera y el peligro acechaba a la tierna edad de quince años, aún sin cumplirlos, deciden desposarla para siempre con el pariente y tranquilo Pablo de Clemente y Palacios, quien pronto acaso deviene en vejuco y bejuco a la vez por epiléptico y paralítico, de donde creyéndose otra María Luisa de Parma, pero bonita, le incorpora asaz cuernos al marido discapacitado, acaso por ser hija de don Juan Vicente, quien vivió como una batería de alta potencia, o sea pleno de testosterona y tentaciones mundanas.
De su parte y de acuerdo con lo dicho sobre el cónyuge incapaz en toda forma de sus obligaciones, pronto hace que doña María Antonia se ponga al mando de los bienes conyugales, en lo que destaca por lo acuciosa, dura, perseverante y hasta cruel, de donde le viene apelativos de avara, egoísta, negociante, rodeada de “nubes de acreedores” en espera, siendo a la vez por sádica en cuanto a la tortura de los siervos, al decir del diplomático inglés Ker Porter, y que además dicha señora en su finca de Macarao [cerca de Caracas], guardaba diversos instrumentos de suplicio para aplicar a los esclavos rebeldes, como lo afirma el haitiano Paúl Verna. Y dentro de este singular personaje femenino, bien tratado además por su biógrafa la académico Inés Quintero, se afirma que por codicia siempre deseó especular con los bienes de su hermana Juana, y hasta incluso llega a difamarla públicamente de ladrona, mientras por otro lado de la cuerda en componendas y tentaciones aspira a quedarse con toda la herencia de su hermano Simón [incluidas las minas cúpricas de Aroa], según él mismo lo escribe, como el caso del pagaré obligatorio firmado por él, sin ella entregar cuentas, o sea de siete capitales acumulados, según resalta el historiador Guillermo Morón. Fuera de este historial que la acredita, como buena entrometida que opinaba sobre cualquier materia, de otra parte excelsa de su vida siendo casada de velo y corona en Venezuela sostuvo muchos enredos sexuales con atrevidos hombres de aquel tiempo, y para la muestra el botón, es decir, como el magistrado Oidor peninsular y de buena experiencia en sus funciones Felipe Martínez, con quien en la coyunda secreta aunque a voces dispersas tuvo una hija escondida a quien para guardar apariencias sociales se le puso el nombre de Trinidad Soto, nacida por los contornos caraqueños en 1806 y acercándose esta aún casada a las tres décadas de edad.

Por cuenta de su estilo violento otra azotaina la dama enfurecida mandó propinar al estafador y tuerto panfletario Rafael Diego Mérida, hombre sinuoso lleno de remilgos y herético, para cobrarle cuentas personales, entre ellas la de ser enemigo acérrimo de su hermano Simón, a quien en la diatriba éste tilda de satánico y colmado de venenos. Otro pleito de ese talante tuvo María Antonia con el oficial brasileño José Ignacio Abreu e Lima, pretendiente acaso de la sobrina Benigna, que era hija de su finado hermano Juan Vicente, donde a vox populi se habló de “una estrecha amistad”, “algo más que aquella relación” del “famoso calavera” y “despreciable” oficial, quien por cierto era hijo de un clérigo disoluto, el Padre Roma. Por lo que en la comidilla callejera desatada por todos conocida aquella situación que tenía el juicio trastornado a la tía María Antonia por lo del “affaire íntimo”, termina en puñetazos limpios con que la emprende Abreu e Lima contra el autor de un escrito abusivo redactado por el panfletista Antonio Leocadio Guzmán, mientras María Antonia hecha un basilisco cuenta a su manera el odio que le tiene al brasileño. Poco después Benigna casó con Pedro Briceño Méndez, y para no quedarse viuda siendo amante de la cama doble volvió a encontrar marido en la persona de Pedro Amestoy. Así son las cosas.

Autor de numerosos libros de diversa factura y columnista de prensa, Presidente de la Federación Latinoamericana de Sociedades de Escritores (FLASOES) y Vicepresidente del Centro Internacional de la Paz (CIPAZ). En los viajes a través del mundo y estudios que realiza palpa la realidad con criterio propio, para el conocimiento de los lectores de este blog