"Los Románov viven en un mundo de rivalidad familiar, de ambición imperial, de esplendor escandaloso, de excesos sexuales y de sadismo depravado; es un mundo en el que de repente aparecen extraños de oscuros orígenes que afirman ser monarcas difuntos renacidos, en el que las esposas son envenenadas, los padres torturan y matan a sus hijos, los hijos matan a sus padres, las esposas asesinan a sus maridos, un santón envenenado y muerto a tiros resucita, barberos y campesinos ascienden a los puestos más encumbrados y se coleccionan gigantes y criaturas monstruosas, se lanzan enanos contra la pared, se besan cabezas decapitadas, se cortan lenguas, se arranca la carne del cuerpo a golpe de látigo, se empala a la gente metiéndole una estaca por el recto, se llevan a cabo matanzas de niños; nos encontramos a emperatrices ninfómanas y locas por la moda, 'ménages a trois' con lesbianismo incluido, y un emperador que mantuvo la correspondencia más erótica escrita nunca por un jefe de estado. Pero también es un imperio construido por conquistadores de corazón de piedra que se adueñaron de Siberia y Ucrania, que tomaron Berlín y París, un imperio que produjo a Pushkin, a Tolstói, a Tchaikovsky y a Dostoyevski; una civilización de una cultura eminente y una belleza exquisita".
Un torrencial libro en el que, a lo largo de mil páginas –de escuetos márgenes–, el historiador inglés Simon Sebag Montefiore (Londres, 1965) narra la espectacular historia de la legendaria dinastía zarista. Veinte monarcas y 304 años en los cuales el Imperio ruso aumentó una media de 142 metros cuadrados al día, o 52.000 metros cuadrados cada año. Lo que convierte a los Románov en los constructores de imperios más exitosos desde los lejanos tiempos deGengis Kan.
Una historia cerrada abrupta y trágicamente el 17 de julio de 1918 en Ekaterimburgo, en los Urales, a 1.300 kilómetros al este de Moscú. Ese día, y con el pretexto de tomarles una fotografía, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, sus cinco hijos y algunos sirvientes fueron conducidos al sótano de la Casa Ipatiév y fusilados por un pelotón de bolcheviques armados de fusiles con bayoneta en un aquelarre indescriptible. El propio Lenin había dado la orden.
Simon Sebag Montefiore relata con detalle la escena. Cómo en aquel sótano de Ekaterinburgo el comisario Yurovski disparó primero contra un zar incrédulo que no podía creerse lo que ocurría. Cómo acto seguido le volaron los sesos a la emperatriz Alejandra y a Botkin, el médico de la familia. Cómo después tirotearon al príncipe Alexéi, un adolescente enfermo de hemofilia que no se acababa de morir y al que empezaron entonces a asestar frenéticos bayonetazos que tampoco hacían mella al chocar contra su camisa acorazada de diamantes. Y cómo finalmente destrozaron a tiros en una lluvia sangrienta a las princesas María, Olga, Tatiana y Anastasia. Los nuevos zares rojos de Rusia no querían competencia.
Concluye el historiador su libro advirtiendo que en realidad con los Románov no se acabaron los zares. "El pueblo necesita un zar al que puede venerar y por el que pueda vivir y trabajar", declaró Stalin en los años treinta. Tras la caída de la Unión Soviética en 1991, y después de los caóticos intentos de democratización, la querencia rusa por la autocracia, su afán de servidumbre resucita hoy poderosa encarnada en un excoronel de la KGB, Vladímir Putin.
AUTOR
DANIEL ARJONA
@DaniArjo