Una dualidad, con muchas diferencias intrínsecas, es la pareja que constituyen; Francisco Villa y Emiliano Zapata son Norte y Sur.
En el espacio que ocupa la mirada de Zapata se percibe el amor a la tierra y, por tanto, se recrea la investigación micro-histórica. El Caudillo del Sur lleva a cabo una revolución patriótica, propia. El estandarte de Guadalupe y los renglones del Plan de Ayala son postulados locales con circunstancias particulares y con siglos de espera. Zapata lucha por reivindicar ánimos ancestrales y cada arranque de sus tropas se respalda en legajos, copias, reclamos y quejas que se ubican con nombres en náhuatl y mapas rústicos.
Zapata es pues, el guerrillero amante de la tierra, que no pretende realizar planes macroscópicos ni busca los arreglos de un conceso en el que no creía en la Convención de Aguascalientes.
Villa, al otro lado, es el guerrillero vuelto guerrero de quepí y uniforme. Pero es en sí el norteño que se ubica entre el ángel y el fierro, entre las ganas de matar y la estrategia balística, matemática, de planear y hasta perdonar. Pancho Villa, entre Doroteo Arango y General Villa, es el que “quiebra” a los “curritos” y ríe con todos los niños.
Villa sí asiste a convenciones y, mientras muestra cañones y “treintas-treintas”, llora ante emociones que le llegan. Frente al “terror místico” que siente Zapata ante la Silla Presidencial, Villa se sienta en ella a carcajadas y, a diferencia de “La tierra” de Emiliano, se contenta con hablar de “las tierritas”.
Las vidas de ambos héroes revolucionarios nos muestra los ánimos y los respaldos de personajes mitificados, exagerados, desconocidos. La historia posee la gracia de poder acercarnos a espacios casi irreales, pero imaginables. La dualidad del guerrero y guerrillero muestra los diferentes bigotes de cada uno.
Villa y Zapata abarcan los mismos espacios en los humos de la guerra y del terror. A pasos y galopes recorren campos sangrientos y llanos repletos de cuerpos, percibe olores de locomotora y pólvora y escucha ruidos de miles de corridos “revolucionados” y polkas populares.
Tanto el guerrero como el guerrillero encuentran muerte trágica. Ambos, son sorprendidos por la muerte mientras buscan su pistola, no logran enfrentar la lluvia de balazos. El historiador Enrique Krauze, deja en el aire de qué color era el cráneo de Villa, si de ángel o de fierro. Con Zapata, la biografía recoge los ánimos de que el asesinado en Chinameca no era Emiliano, sino otro. En ambos casos, su biografía está rescatando el carácter místico y legendario que cobraron al paso del tiempo los jinetes.
El hablar sobre los dos héroes, mitad mito, mitad realidad, debe permitirnos ahora, a 100 años de su lucha, romper con historias oficiales y observar a los próceres como seres humanos en todos sus renglones posibles.