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19 de enero de 2017

Cruyff, una estrella del “fútbol total” que no pudo ser campeón mundial


Por Reinaldo Spitaletta

Todos queríamos que Holanda fuera el campeón mundial en 1974. Cuando Johannes Jacobus Neeskens abrió el marcador, tras el cobro de un penalti, el alboroto se sintió en casi todo el planeta, porque se trataba de una revelación: la selección holandesa, la del revolucionario “fútbol total”, la denominada Naranja Mecánica (nada que ver con la novela de Anthony Burgess ni con su adaptación cinematográfica por Stanley Kubrick), estaba ascendiendo su primer peldaño para la consagración definitiva.

Y aunque era un colectivo de prodigio, había un jugador que establecía diferencia, por su técnica, su visión periférica, su capacidad para cambiar de ritmo, su liderazgo y hasta por sus gambetas (que es una facultad más de suramericanos que de europeos). También por sus goles. Era un flaco casi desmirriado, que además de ser música en sí mismo, era el director de la orquesta anaranjada, en la que todos atacaban y todos defendían. Tenía nombre de compositor: Johann, y un apellido que para aquellos días todo el orbe pronunciaba con admiración: Cruyff.

Se había formado en el Ajax, donde jugó desde las inferiores, aunque al principio tuvo problemas por su delgadez. Y por su carácter. Era bravo y frentero. Comenzó como recogebolas, embetunó zapatos de los jugadores mayores y, quién lo creyera, para 1974, cuando era una celebridad mundial, se decía que era el sucesor de Pelé y Di Stefano, el nuevo rey. “Yo era pequeño, delgado, débil y tenía que inventarme trucos para sobrevivir”, dijo alguna vez el futbolista que casi todos los secretos de esa disciplina los aprendió en la calle. Todos queríamos que la desconcertante Naranja ganara la Copa del Mundo, y el gol de Neeskens lo corearon en todas partes, menos los hinchas y jugadores alemanes, claro.

Había una curiosidad. Los muchachos de aquellos días, sobre todo los tropicales, pronunciaban con cariño los apellidos de los holandeses. Era común y corriente hablar de Jongbloed (arquero de la imaginativa selección de los Países Bajos), Krol, Rijsbergen, Suurbier, Jansens, Rensenbrink, y, claro, del destacadísimo Cruyff. A nadie se le caían las calzas ni había gagueos al decir, por ejemplo, Willem van Hanegem. Era un equipo de radiaciones e intensos brillos. Era el llamado a ganar. Nadie creía algo diferente. No había quién pudiera derrotar a aquellos fulgurantes futbolistas. Así pensaba la mayoría.

Pero no fue así. Y Holanda, la admirada y fascinadora, perdió con Alemania 2-1 en la final. Era increíble: un segundo lugar para un onceno que merecía todos los galardones. Y hubo llanto mundial. Y también una extrañeza: continuaban los elogios para un derrotado, para un equipo vencido y sin gloria, porque no era mérito quedar de segundo. Después del primero, todos son perdedores, se suele decir. La selección neerlandesa, sin embargo, obtenía el reinado de la simpatía universal.

Cruyff era el cerebro de aquella máquina, plena de sincronizaciones pero, a su vez, expresión de lo impensado. El fútbol hecho arte (que, en otro aspecto, lo había elevado a las máximas alturas estéticas el Brasil de 1970). El esbelto jugador, que era ya parte del Barcelona y que allí se erigió en una suerte de dios, quedó tras aquella frustración como una representación de la calidad que no alcanza el Olimpo. Una poesía que no habitó el Parnaso. Y todos auguraban, tal vez como consuelo, que en el próximo campeonato mundial, Holanda y su director orquestal alcanzarían todos los laureles.

En 1978, en el Campeonato Mundial celebrado en la Argentina, no apareció Cruyff, que meses antes había renunciado a la participación. Se dijo que era una protesta contra la violación de los derechos humanos por la dictadura de Jorge Rafael Videla y compañía. Y no era raro, porque el jugadorazo era, además, un rebelde, un crítico del poder. Los militares, aupados por la Fifa, y por Kissinger y Nixon, entre otros, querían sobre todas las cosas que la selección argentina ganara el torneo, porque, de paso, era una manera de camuflar los horrorosos desafueros.

Ya los militares habían desaparecido a treinta mil personas, y cerca del estadio Monumental de Núñez, el ejército tenía su “Auschwitz” gaucho, la tenebrosa Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), un centro de detención, torturas y exterminio. Argentina, que llegó a la final tras vencer en un “extraño” encuentro al Perú, por goleada (6-0), le tocaría verse las caras con la nuevamente revelación de Holanda, que ya no contaba con el concurso de su estelar Cruyff.

Y otra vez, muchos aficionados del orbe querían que la Naranja Mecánica por fin pudiera obtener el título. ¿Sería posible? Cuando faltaba un minuto para la finalización del partido, un disparo de Rensenbrick pegó en el palo. Quizá en ese momento, Videla y su corte de asesinos se quedaron sin hálito. Y respirarían después, cuando el goleador Kempes, el Matador, en tiempo de alargue, convertiría a la Argentina en el flamante Campeón Mundial.

En realidad, según lo confesó años después, Cruyff no fue a participar en el Mundial del 78, porque él y su familia habían sufrido un intento de secuestro a fines de 1977 en Barcelona. Varios sujetos entraron a la residencia, apuntaron a la cabeza del futbolista, amarraron a la señora y al deportista, mientras los niños permanecían en el piso. Al final de cuentas, se frustró la intentona. Durante varios meses, la policía durmió en el apartamento del talentoso futbolista, acosado por el nerviosismo y la zozobra. ¿Qué hubiera pasado —se preguntó mucha gente— si Cruyff sí hubiera jugado con Holanda en el Mundial de Argentina?
Cruyff nació en Amsterdam el 25 de abril de 1947. En el Ajax, en el Barcelona y en la Naranja Mecánica jugó con el número 14 en la camiseta. Murió el 24 de marzo de 2016, en pleno Jueves Santo. Ganó veintidós campeonatos en Holanda y en España. El cáncer lo derrotó para siempre. Con su desaparición física, la leyenda seguirá viviendo.

Johan Cruyff, líder de la Naranja Mecánica y el fútbol total.

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