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Un velero destartalado arribó a nuestras costas con 106 inmigrantes ilegales a bordo. Los sin papeles detenidos, entre los que había diez mujeres y una niña de cuatro años, se hallaban en condiciones lamentables: famélicos, sucios y con las ropas hechas jirones. La bodega del barco, que sólo medía 19 metros de eslora, parecía un vomitorio y despedía un hedor insoportable.”
Esta nota periodística perfectamente podría ser una historia actual, de inmigrantes africanos o cubanos, pero pertenece al diario Agencia Comercial de Venezuela, y los protagonistas eran inmigrantes españoles, la fecha, 25 de mayo de 1949.
Las migraciones son fenómenos recurrentes en la historia, pues obedecen al instinto de supervivencia, de buscar mejores días, y muchas veces son un viaje sin retorno. En la primera mitad del siglo pasado muchos europeos emigraron a América del Sur, especialmente huyendo de las guerras mundiales.
La Guerra civil asoló a España y la sumió en la más desesperante de las pobrezas. Para empezar, España había perdió gran parte de su población y por ende su capacidad productiva, desatándose así una aguda escasez de alimentos que generó años de hambre y miseria extrema. La situación empeoró en 1939 con el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
En aquella época Latinoamérica y varios de sus países contaban con economías prósperas y emergentes, debido en parte al comercio y a la importación de petróleo. Una de las economías más vigorosas era la de Venezuela, que con su boom petrolero y alto estándar de vida, acogía a ciudadanos de países vecinos.
Los españoles emigraban especialmente a otros países europeos, pero los más pobres, quienes no tenían contactos ni nadie que los acoja, no tenían más remedio que emigrar al nuevo continente. Y era entendible, ya que en esa época del primer franquismo un agricultor con mucha suerte podía ganar de 10 a 20 pesetas al día. Recordemos que en aquella época la cotización de la peseta española fluctuaba aproximadamente en 20 pesetas con respecto al dólar. Estamos hablando que con suerte se alcanzaba a ganabar un dólar diario, mientras que los rumores de los familiares de quienes habían emigrado a Venezuela, decían que en ese próspero país se ganaba entre 8 y 10 dólares por día de trabajo.
Esta historia empieza en la Semana Santa de 1949, cuando un centenar de personas se escabulleron por el muelle de Las Palmas y embarcaron en varias canoas. En su mayoría eran campesinos de Gran Canaria, que en ese tiempo y con suerte habían podido vender sus tierras y animales, y algunos hasta se habían endeudado con sus familiares para poder pagar las 4000 pesetas que costaba el viaje.
“La Elvira” era una embarcación tipo goleta que el tenerifeño Ramón Redondo había comprado un mes antes por el precio de 250.000 pesetas. Se trataba de una goleta muy vieja que había pasado por varias manos, en su mayoría pescadores de la costa de África, y según decían, su construcción databa de hace más de 90 años. Era una embarcación centenaria.
Las canoas se dirigieron con los inmigrantes hacia la isla cercana de Fuerteventura, que es donde se hallaba anclada “la Elvira”, y apenas acababan de abordarla, cuando escucharon gritos y disparos provenientes de una lancha de la guardia civil. El capitán de la Elvira decidió no detenerse y desplegar las velas, era ahora o nunca. Gracias a esa maniobra temeraria del capitán, el grupo de españoles pudo seguir su travesía.
Las provisiones del barco consistían en patatas, garbanzos y gofio, que es una harina de cereal típica de las Islas Canarias.
Al amanecer, el dueño de la embarcación pasó lista y dio las primeras instrucciones en cubierta:
“Somos 85 hombres, 11 marineros, 10 mujeres y una niña de 4 años. Las mujeres dormirán en los camarotes de popa y los hombres en la bodega. Traten de tener un puesto fijo para no andar con peleas. Sólo hay 20 platos y 20 cucharas”.
Los primeros problemas empezaron a darse nada más al salir de las islas, ya que Antonio Rodríguez, alias "el puro", fue el capitán encargado de sacar el barco de las islas, pero luego debía transferirle el mando a Antonio Cruz Elórtegui, quien demasiado tarde confesó: “Yo sólo soy un perseguido político vasco. No tenía dinero, y ofrecerme como capitán era la única forma de embarcar”.
Obviamente cundió el pánico y la conmoción fue general, al punto que intentaron lincharlo, pero los cinco ayudantes de cubierta lo evitaron. “El puro”, apodado así por su excesiva afición al tabaco, fue enfático y les dijo que “debían volver inmediatamente a Canarias”, pero un pasajero llamado Regino Camacho armó un motín y con pistola en mano, le persuadió a que se hiciera cargo de la nave. Camacho era un ex convicto con antecedentes criminales, pero según los testimonios que recoge el libro de Gonzalo Morales, titulado “Fugados en velero”, éste no era el único homicida, ni esa era la única arma que viajaba a bordo.
"El puro" decidió navegar de frente hacia la salida del sol y sólo utilizaba el reloj del dueño de la nave, Ramón Redondo, que por ser muy exacto usaban a modo de cronometro y cada día miraban la hora al llegar el sol a su máxima altura para saber cuánto había avanzado ese día.
Los pasajeros tuvieron que acostumbrarse a comer las patatas que se pudrieron debido a la humedad y los garbanzos que habían estado embodegados desde hacía tiempo con gorgojo. El agua estaba estrictamente racionada a un vaso diario por persona.
Muchos nunca se acostumbraron a los mareos propios de la navegación. Como todos dormían en una gran bodega, siempre se levantaban mojados por los vómitos de sus compañeros, dormían uno encima de otro y se turnaban para que unos estuvieran en cubierta del barco y otros abajo, pues no cabían todos.
En medio del Atlántico una tormenta estuvo a punto de hundirlos, pero la nave logró soportar el temporal. Eso sí, sufrió varios daños, de los cuales el más importante fue la ruptura del timón que fue arreglado por "el puro".
Habían navegado ya más de un mes y la moral de los inmigrantes estaba por los suelos, no sabían si su improvisado capitán alguna vez divisaría tierra o morirían en el mar, de hecho, el lugar al que arribaran ahora era lo de menos, lo que todos querían era desembarcar.
Otro barco de inmigrantes: "La Carlota", llegando en las mismas condiciones a Venezuela
Descorazonados y para no deshidratarse, ya casi nadie sabía a cubierta, pasaban casi todo el día en la bodega, donde sólo cabían tumbados y apretados como sardinas en lata. Hacían sus necesidades tras unos tablones. Vomitaban unos sobre otros y pronto se llenaron de piojos. El ácido de los vómitos y el salitre del mar desgastaron sus ropas que pronto se convirtieron en harapos. Con aquellos jirones, las mujeres hicieron compresas cuando se les presentó la regla.
Al amanecer del 22 de mayo, tras 36 días de viaje, alcanzaron el puerto de Carúpano, en Venezuela. Al llegar a la costa, famélicos, tras 36 días de calamidades, se lanzaron sobre una fruta extraña que olía a trementina y que pensaron que era venenosa, pero pudo más el hambre que el miedo a morir. Tuvieron suerte, esas frutas eran mangos.
Navegaron aproximadamente 6000 Km en 36 días
Antes de fallecer, Ramón Redondo, el propietario del barco, escribió el final de la aventura:
“Fuimos remolcados hasta La Guaira por una lancha de la Guardia Nacional Venezolana. Las autoridades nos reseñaron como inmigrantes voluntarios. Luego nos trasladaron hasta un centro de inmigración en Caracas. De ahí nos llevaron al estado de Yaracuy, a un campo azucarero llamado Matilde, donde estuvimos limpiando surcos y abonando los cañaverales. Después de un mes regresé en autobús hasta Caracas, donde viví en una pensión y limpié coches por la noche. Me enteré de que habían trasladado "La Elvira" hasta Puerto Cabello. Allí me fui. Unos pescadores me acercaron hasta ella y me dejaron solo. Lo encontré todo tan desmantelado que me dieron ganas de llorar. Subí por las jarcias hasta lo alto del mástil y rescaté la bandera española que habían hecho las mujeres con trozos de tela (...). Volví a Caracas y, después de muchos contratiempos, organicé mi vida, me casé y tuve cuatro hijos”.
Este solamente es un caso de cientos de naves que salieron de las Islas Canarias hacia América, especialmente a Venezuela. Se calcula que, sólo en los años 40, de aquellas Islas salieron 128.000 canarios hacinados en barcos de vela.
"El Telémaco", otra barcaza canaria cumpliendo la misma ruta
La historia es cíclica, siempre vuelve a repetirse y lo hace en distintas direcciones. La situación ahora es diferente y los migrantes son otros. De hecho, me apena mucho el éxodo venezolano de la última década, ciudadanos saliendo, huyendo de un país inmensamente rico y del que se esperaba sea la Suiza de América, por culpa de un dictador oligofrénico. Y no sólo venezolanos, también mis compatriotas y muchos latinoamericanos más que se embarcan en trampas mortales con tal de acceder al gran país del norte. Otro ejemplo lo tenemos en Cuba, donde la mayoría de ciudadanos está dispuesta a arriesgar su vida y cruzar en balsa rumbo a La Florida.
Nadie puede elegir el lugar y el tiempo para nacer, pero si alguien se gasta todo su dinero en un viaje que le puede costar la vida, es porque realmente en su país de origen la está pasando muy mal. Es triste que muchos de los otrora países migrantes, ahora criminalicen y persigan a gente que sólo busca un medio de subsistencia.
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