Los Pailones son remolinos de agua que surgen de pronto interrumpiendo la placidez de la superficie fluvial y se tragan al humano, a la nave o cualquier cosa que pase por su radio de alcance.
Son movimientos giratorios y rápidos del agua producidos por corrientes encontradas o que simplemente chocan contra la roca sumergida, pero lo sorprendente es que en algunos casos no son fenómenos constantes y permanentes, sino que surgen súbitamente. “Cuidado con los Pailones” alertan al navegante. “Timonea un poco a babor” o “Un poco hacia estribor”, gritan desde la proa tratando de eludir en el curso de la navegación la trampa fluvial.
En el Pailón de la Laja de la Zapoara no había que prevenir con estas interjecciones sino que el tarrayador tenía conciencia plena de lo que significaba disparar como un capote el esparavel desde la laja resbaladiza. Había que tener uñas de acero en los pies y afincarlas poderosamente sobre la piedra inmensa.
Gallegos en su novela Canaima pinta el caso del joven Marcos Vargas a punto de ser devorado por las hirvientes aguas del pailón cuajadas de zapoaras: “Ya las zapoaras atraídas por la succión de los pailones, estaban al alcance de las tarrayas, y Marcos confundido entre los pescadores, desnudos de cintura arriba, descalzo y con los pantalones arremangados hasta los muslos, mientras en lo alto de la laja se apiñaba la muchedumbre que de toda la ciudad acudía a presenciar el espectáculo emocionante (…) Más de pronto todo aquel rumor humano se convirtió en un solo grito de sobresalto, Marcos Vargas había resbalado y caído en los pailones. Pero fue cosa de instantes no más el riesgo corrido. El remolino de las aguas no pudo arrollarlo, lo corto a brazo esforzado, ganó el remanso y volvió a treparse sobre la laja antes que los pescadores lograran acudir en su auxilio”.
El bardo bolivarense, Héctor Guillermo Villalobos, en su “Romance de la Zapoara” versa sobre la muerte en el Pailón durante la pesca de este pez plateado y cuneiforme: “¡Ay, mi madre! en el traspiés / Y nada más…El río brama / ¡Qué muerte resbaladiza! /Qué traicionera puntada! / Y así se lleva a los hombres / la Laja de la Zapoara”.
Si famoso es el Pailón de la Laja de la Sapoara, lo es también tanto el Pailón de los raudales del Infierno i El Torno donde según el capitán Alí Luces, el llamado “Caimán del Orinoco”, se han trabucado numerosas curiaras con su saldo de tripulantes y familias ahogados. Igualmente en el Pailón del Burro, San Jorge, El Bachaco. Y así como los pescadores ribereños nos despiden de la orilla diciendo “Cuídate de los Pailones”, también nos previenen de los Chubascos que son aguaceros con mucho viento que encrespan las olas. Nubarrón oscuro y cargado de humedad que se presenta en el horizonte repentinamente, y que, empujado por la brisa fuerte se resuelven en agua o viento capaz de hacer naufragar al patrón más diestro y prevenido en la navegación fluvial.
“Cuídate de las Tres Marías” es también expresión proverbial en la navegación por el Orinoco. Desde el estuario deltano hasta Puerto Ayacucho pueden repentinamente aparecer las “Tres Marías”: tres grandes olas que sobresalen del resto de las olas para anegar o sepultar la lancha o curiara que se desplace por el río.
Las olas menudas que rielan al río en trechos largos y repentinos se conocen con el nombre de “chapichapi”, particularidad fónica con la cual el curiarero o lanchero identifica a las olas pequeñas que chocan contra el casco de la nave en curso. También son fenómenos ocasionales, producto de las corrientes que se rozan antes de entrar en remanso.
Lo cierto es que los Pailones del Orinoco cuentan unas cuantas víctimas por inmersión que según la creencia popular son las ánimas que pueblan las costas a lo largo del río. Vale decir, los ahogados que jamás aparecieron o que nunca pudo localizar la totuma y la vela de la candelaria.
Del sortilegio de la vela y la totuma habla en su novela “La Ciudad de Piedra” el periodista Diógenes Troncone Sánchez en el capítulo final cuando la Guaricha, protagonista de la novela, es sepultada por las aguas luego de caer en uno de los hirvientes pailones del río. “Mucha gente arremolinada alrededor de una anciana que fumaba Güima, parloteaba y hacía comentarios del sortilegio de la vela y la totuma. “¿Eso dará resultado, misia?” “Claro que sí, mijito. La totuma, la vela y los rezos no fallan”. Pero esta vez fallaron pues la Guaricha nunca apareció. Una vela encendida fue colocada en el fondo de una totuma puesta a navegar en la zona donde los indicios indicaban el punto posible de la tragedia. Si llegaba a detenerse, seguro que allí los buzos encontrarían el cuerpo de la víctima, pero fue imposible un chubasco repentino acabó con el ritual supersticioso de ese día.
Publicado por Américo Fernández
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