El hombres desde que de alguna manera apareció sobre la faz de la Tierra, experimentó la necesidad vital del agua y del fuego, no tanto el agua porque la tuvo a su alcance, pero si el fuego que lo sentía tan próximo en la claridad del Sol, la reflexión luminosa de la Luna y en los fucilazos de las tempestades, sin poderlo atrapar y controlar para reemplazar a la Luna en las noches de su ausencia y al mismo Sol durante el invierno inclemente.
Socorrido por el arquetipo de su propia naturaleza, ingenió la manera de atrapar el fuego y esa proeza virtualmente imposible que terminó haciéndose realidad, fue trasmitida a sus descendientes y asumida por éstos a través de las edades con agregados y variantes imaginarias muchas veces hiperbólicos.
Los griegos, por ejemplo, atribuyeron la proeza a un prototipo de hombre llamado Prometeo, quien era hijo de un titán y una ninfa; por lo tanto, dotado de una fuerza extraordinaria aunque sin llegar a la naturaleza de un Dios. Sin embargo, tuvo la osadía de enfrentarse al Dios Zeus sin medir las consecuencia del suplicio al que fue sometido y todo por sentirse aliado de lo mortales que soñaban con una vida mejor si alguna vez pudieran atrapar el fuego. Prometeo con la astucia de un pícaro, tal vez, sustrajo el fuego del terrible rayo de Zeus y lo entregó a los mortales. Enterado el protector de los dioses del Olimpo, procedió a encadenar sobre una roca al gran Prometeo y lo condenó a sufrir el desgarramiento de su hígado atacado por un águila durante el día. Por la noche, un misterioso mecanismo biológico hacía que Prometeo recuperara su hígado, pero nuevamente al salir el sol, el águila sobrevolaba la roca y afincaba su encorvado pico de acero sobre la víscera del titán en condena.
Conmovido Hércules por la trágica agonía de Prometeo, prometió salvarlo como realmente lo hizo matando al águila de un disparo con su flecha. Su padre Zeus no lo amonestó por el avicidio, pero indignado todavía por la osadía de Prometeo quiso contrarrestar degradar los laureles popularmente ganados por bendición que significaba el fuego para los mortales habitantes de la Tierra enviándoles una caja adornada como regalo, con la advertencia prácticamente piadosa sin embargo, de que jamás cayera en la tentación de abrirla. Para ello, comisionó a Pandora, una mujer muy hermosa, realmente bella y atractiva, pero picada de curiosidad. La ingenua Pandora abrió la caja que por sorpresa inaudita encerraba todos los males y tormentos que asedian a la humanidad.
Los indígenas de Guayana, particularmente Sanema y Yanomami, abrigan una creencia distinta a la de los antiguos griegos. Ellos atribuyen la posesión del fuego a Iwá o Iwaramé, el bien blindado y voraz caimán del Orinoco. “Un día, un joven cazador llegó por casualidad a la casa del dueño del fuego y encontró que éste lo mantenía escondido dentro de su boca. Para robarlo, el padre del cazador organizó una gran fiesta en la que todos los indios y animales tenían que hacer chistes y piruetas para hacer reír. Todos los invitados estaban de muy buen humor y se desternillaban de la risa. Iwá, sin embargo, se mantenía serio con la boca cerrada hasta que jiomonikoshwan, el astuto pájaro montañero, realizó un baile en que levantaba la cola y le ponía el ano frente a la cara de los presentes. Cuando pasó frente a Iwá, le echó un pequeño chorro de heces sobre las fauces, lo que hizo reír finalmente al Caimán. Al soltar éste una fuerte carcajada, el pájaro tijereta voló, entró rápidamente en la boca de Iwá y le robo el fuego”.
El fuego es desde entonces sagrado por indispensable para la humanidad y está simbolizado en el “Pájaro de fuego”, el mismo que inspiró a Igor Stravinski para componer en 1910 su ballet sobre el ave mágica de brillo intenso, tanto una bendición como una maldición para su captor.
Para muchas tribus aborígenes americanas, el fuego es un elemento fundamental pues de él depende el trueno considerado como voz del Gran Espíritu que habla desde las nubes. El trueno puede venir de los ojos del pájaro de fuego o de su pico. Al atraer las tormentas el pájaro de fuego cumple su compromiso de regar la vegetación y evitar la sequía. Se le relaciona con el ave fénix, pájaro legendario que vivía en Arabia. Según la tradición, se consumía por acción del fuego cada 500 años, y una nueva y joven surgía de sus cenizas. En la mitología egipcia, el ave fénix representaba el Sol, que muere por la noche y renace por la mañana. La tradición cristiana primitiva adoptaba al ave fénix como símbolo a la vez de la inmortalidad y de la resurrección.
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