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24 de diciembre de 2021

Salga, la vez que ganaron los toros




Vacas y toros fueron dispuestos en línea frente al terreno que ocupaban los españoles y antes de que estos pudieran reaccionar, un estruendo de arcabuces aturdió la isla y el ganado, eufórico, se lanzó barranca abajo, en dirección al mar, atravesando el terreno castellano.


Por Rafael Giménez

La Batalla de Salga fue uno de los eventos militares más particulares de los que se tenga memoria. Pese a que el uso de animales en la guerra es tan antiguo como la guerra misma, pocos son los que conocen, fuera de Portugal, este episodio de las guerras de sucesión lusitana, en el cual los ejércitos de España fueron derrotados por una tropa de toros y de vacas en las playas de una pequeña isla en el medio del Atlántico Norte.

El Supremo Tribunal de Justicia español consideró en una sentencia de enero de 2017 que el toro (y, en particular, la célebre silueta del toro de lidia) no es un símbolo oficial de España. De todos modos, los productos que inundan las tiendas para turistas parecen indicar lo contrario. Pero lo cierto es que el famoso ícono taurino que asociamos con el país ibérico es, en realidad, un producto publicitario del Grupo Osborne, propietaria de una de las bodegas más emblemáticas de Andalucía.

Incluso sin ser considerado, entonces, un símbolo oficial, el toro es, sin duda, un animal icónico de España; en gran parte, claro está, por la afición de ese país a la tauromaquia. Pero existe un episodio muy curioso de la historia ibérica que viene a agregar un giro inesperado a la relación entre España y su animal emblemático.

Considerando que se trata de una derrota militar, no resulta extraño que en el país de los toreros esta historia no sea muy conocida, pero del otro lado de la frontera, en Portugal, todos saben bien lo que pasó aquel 25 de julio de 1581, cuando un ejército castellano fue derrotado en las islas Azores por una tropa no de humanos, sino de toros.

Entendamos, entonces, el contexto en el que se dieron estos curiosos acontecimientos.

La crisis de sucesión portuguesa

Debemos situarnos en la Península Ibérica durante la segunda mitad del siglo XVI. El rey portugués, Don Sebastián, asumió el gobierno con 15 años y una idea fija en la cabeza: conquistar Marruecos. Considerándose heredero y continuador de las gestas de la Reconquista ibérica, el joven monarca desoyó las súplicas de sus consejeros y lanzó su propia cruzada en el norte de África.

El 4 de agosto de 1578, las tropas portuguesas sufren una derrota aplastante en la Batalla de Alcazarquivir, poniendo fin al expansionismo lusitano en el Magreb y, al mismo tiempo, inaugurando un período de inestabilidad política que acabaría por colocar a un español en el trono portugués.

El cuerpo de Sebastián, el niño-rey, nunca fue encontrado. Nació, entonces, el Sebastianismo, un movimiento mesiánico que profetizaba el retorno del monarca desaparecido y, con él, el fin de las penurias que castigaban al reino. Esta creencia se arraigó con particular fuerza en el nordeste brasileño y en las islas Azores, en el Atlántico Norte.

En Portugal, las cortes proclamaron rey al pariente más cercano de Sebastián, el Cardenal Don Henique. Pero éste era un hombre religioso y, además, avanzado de edad. Por lo tanto, no podría engendrar un heredero al trono. La situación era delicada. Los parientes del fallecido monarca con mayores chances a la corona lusitana eran todos de quinto grado, pero el que más sobresalía era Felipe II, rey de España.

Mientras que la aristocracia portuguesa negociaba con los castellanos, el pueblo lusitano proclamó a Don António, Prior de Crato. Tras una serie de movidas políticas y enfrentamientos armados que culminarían con la Batalla de Alcántara, el monarca español es coronado rey de Portugal, dando inicio al período conocido en España como Unión Ibérica y en su vecino como Dinastía Filipina.

Mientras Felipe marchaba a Lisboa, supo de la insurrección en la isla Terceira, en el archipiélago de las Azores. Los isleños se negaban a aceptar la autoridad del rey castellano, por lo cual Felipe II ordena el envío de una escuadra al mando de Pedro de Valdés.

Es el comienzo, ahora sí, de la historia que nos interesa.

Isla Terceira

El 5 de julio, los terceirenses vieron 10 navíos acercarse a la costa de la Bahía de Salga. Los partidarios de Don António se ilusionaron con la posibilidad de que se tratase de la prometida y muy esperada ayuda por parte de ingleses y franceses. Los que eran favorables al rey español, por su parte, confiaban en que se trataba de una escuadra castellana que venía a disciplinar a los insurrectos isleños.

Grande fue la sorpresa para ambos bandos cuando la escuadra comenzó a bombardear la costa, atacando a antonistas y felipistas por igual. Valdés envió un mensaje al gobernador de la isla, Ciprião de Figueiredo e Vasconcelos: si juraban lealtad a Felipe II, todos los habitantes serían perdonados. De lo contrario, mil soldados castellanos desembarcarían en Terceira y ya no habría piedad para nadie. La mayoría de los terceirenses, fieles a Don António, se mantuvieron firmes.

Enterado Felipe de la obstinación de los isleños, ordenó el inmediato envío de refuerzos para la conquista de la isla. Una armada al mando de Lope de Figueroa salió rumbo a las Azores, pero cuando Valdés se enteró que Figueroa venía de camino y que, además, debía de cederle a éste el mando de la operación, el almirante sintió que una victoria segura se le escapaba de las manos. Decidió, entonces, tomar la isla antes de la llegada del que venía a asumir el control y llevarse así la gloria de lo que parecía una victoria segura.




La madrugada del 25 de Julio, día del apóstol Santiago (patrono de España), Valdés ordenó el primer desembarque, consistente en 200 hombres bien armados y algunas piezas de artillería. El lugar escogido fue una bahía donde se alzaba la Casa da Salga. En la playa, la resistencia fue heroica pero insuficiente y cerca del mediodía los castellanos, que ya habían desembarcado a 1.000 hombres, avanzaban tierra adentro. Los terceirenses se retiraron a las tierras altas.

En una de las colinas vivía Bartolomeu Lourenço y su mujer, Brianda Pereira. Con su marido y su hijo presos de los castellanos y su casa incendiada, Brianda pasó a la línea de frente, arengando a hombres y mujeres por igual, convirtiéndose en un ícono de la resistencia. Mientras tanto, llegaban refuerzos de otras comunidades azorianas y un navío con tropas francesas.

En total, los azorianos juntaron 6.000 combatientes. Los españoles eran 1.000. De todos modos, pese a la asimetría numérica, la tropa invasora estaba compuesta por soldados experimentados, bien armados y con suficiente artillería. A la tarde, en cuanto portugueses y castellanos se enfrentaban en trincheras y colinas, Valdés se retira a su navío, confiado en la victoria. No podía imaginar que, horas después, perdería no solo la batalla sino también la vida.

La estrategia del ganado

Atravesando el campo de batalla, a caballo y blandiendo una espada, se encontraba Frei Pedro, un sacerdote que pasaría a la Historia por haber tenido una brillante idea. Viendo que la derrota portuguesa era inminente, el padre aconsejó al gobernador Figueiredo que juntase a todo el ganado vacuno de la isla y lo emplease como fuerza de choque contra los castellanos. Sería la jugada clave.

Vacas y toros fueron dispuestos en línea frente al terreno que ocupaban los españoles y antes de que estos pudieran reaccionar, un estruendo de arcabuces aturdió la isla y el ganado, eufórico, se lanzó barranca abajo, en dirección al mar, atravesando el terreno castellano.

La escena, para los que la observaban desde las tierras elevadas, era dantesca. Los españoles corrían colina abajo y eran embestidos brutalmente por la tropa bovina. Los que conseguían sobrevivir a la estampida eran asesinados a sangre fría por los azorianos que marchaban por detrás de los animales.

Los españoles que llegaban a la costa intentaban alcanzar los barcos, pero el peso de las armaduras los hundía y los ahogaba y los que regresaban a tierra para rendirse eran masacrados sin piedad. Valdés, que observó desde su barco el tenebroso espectáculo, moriría también ese día a manos de los portugueses.

Los terceirenses, furiosos por la destrucción de sus cultivos, la quema de sus casas y el asesinato de sus vecinos, masacraron a los prisioneros castellanos en la propia playa y descuartizaron sus cadáveres. El propio gobernador, conmovido por tales muestras de crueldad, mandó desalojar la costa.

Al anochecer, yacían sobre la arena pedazos de cuerpos humanos entre piezas de artillería y ganado suelto. Las olas, al romper sobre la orilla, eran de un rojo brillante. La victoria era portuguesa.


Toros y vacas en la guerra

No se sabe a ciencia cierta cual fue el saldo de la batalla. Algunos registros hablan de 17 portugueses muertos de un total de 6.000. En cuanto a los españoles, de los 1.000 que desembarcaron en la playa de la Salga, sólo 50 habrían alcanzado de nuevo los navíos.

Grandes fueron los festejos en el archipiélago tras la victoria de Salga. Felipe II concedió una tregua y de este modo los azorianos, con un poco de ayuda francesa y gracias al ingenio militar de Frei Pedro, mantuvieron las islas fieles a Don António. La paz, de todos modos, habría de durar tan solo dos años.

Ubicadas a mitad de camino entre América del Norte y Europa, la importancia estratégica de las Azores para el imperio unificado de España y Portugal demandaba nuevas accinoes. Dos años después de los acontecimientos de Salga, los castellanos desembarcarían nuevamente en las islas y, en esa oportunidad, lograrían poner fin a la rebeldía insular y anexionar, definitivamente, todos los dominios portugueses. Al menos hasta 1640, cuando Portugal recobra su independencia.



Han existido otros casos en los que el ganado fue utilizado como estrategia en la batalla. Podemos citar dos que, a diferencia de lo ocurrido en las Azores, no resultaron muy bien.

En 1591, diez años después de los acontecimientos de la isla Teceira, tuvo lugar la Batalla de Tondibi entre el Sultanato de Marruecos y el Imperio Songhai.

El Sultanato de Marruecos era gobernado por la dinastía saadí, heroicos vencedores de la Batalla de Alcazarquivir (1578), aquella en la que el niño-rey Sebastián desaparece, generando la crisis de sucesión portuguesa.

Durante una expedición, en 1591, contra su vecino del sur, el Imperio Songhai, el ejército marroquí encuentra a su enemigo en Tondibi. Los songhai dispusieron mil cabezas de ganado que pretendían enviar en estampida contra los marroquíes y poder acercarse, marchando detrás de los animales, a las diezmadas filas magrebíes. Pero los invasores dispararon antes una carga de arcabuz que asustó a la tropa vacuna, llevándola a correr en dirección de los songhai. Los marroquíes vencieron la batalla y poco después el Imperio Songhai colapsaba.

Otro ejemplo curioso se dio en 1671, cuando una tropa de piratas comandada por Henry Morgan conquistó, saqueó e incendió la ciudad de Panamá. Pero esta vez fueron los españoles los que utilizaron el ganado como arma.





Cuando los 1.200 ingleses, holandeses, franceses, negros, indios y españoles renegados que conformaban la tropa de Morgan marcharon sobre Panamá, los españoles lanzaron sobre ellos un rebaño de vacas, pero los animales, asustados frente al estruendo de la batalla, esquivaron a los piratas. Las pocas vacas y toros que llegaron cerca de la tropa invasora fueron abatidas por los arcabuces. La estrategia, al igual que en Marruecos, resultó en un fracaso rotundo.

Por eso el episodio de la isla Terceira es tan particular. No solo por la poesía mórbida que implica utilizar un animal tan español como el toro con el fin de, en efecto, acabar con los españoles. Sino también porque se trató de una victoria contundente, producto de una táctica improvisada que la Historia atribuye al ingenio de un sacerdote azoriano que supo derrotar al Imperio más grande que hasta entonces había conocido el mundo.

Desde entonces, la costa de pescadores donde se dio la batalla se llama Playa de la Victoria. Y no lejos de allí, por detrás de las colinas verdes, pasta todavía el ganado de la isla Terceira, descendiente de aquel que salvó la honra de Portugal en el Atlántico Norte e inscribió un capítulo propio en la historia militar del mundo.


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