En su «Defensa de la Causa Liberal», editada en el año de 1894 en la Imprenta de Lahure en París y como anticipación de unas Memorias que no llegó a concluir, el General Antonio Guzmán Blanco relató el episodio de la muerte del General Ezequiel Zamora, en el sitio de San Carlos de Cojedes, el lo de enero de 1860. Guzmán Blanco asegura que quiere dejar consignados sus recuerdos pues no hay «ni puede haber documentación y que se difunden por la prensa muchas ideas inexactas» y agrega que su testimonio es el único valedero «único que puede existir, pues soy el solo testigo ocular que queda, ya que el General Piña, coriano, de Sabanas Altas o Cumarebo, ha dejado de existir».
Dice Guzmán Blanco en una parte de su relato:
«Allí estuvo Zamora organizando y distribuyendo mejor las guerrillas, y enseñando a los soldados, el cómo debían pelear con más ventaja; y, sobre todo, cómo habían de lanzar, los de la guerrilla del frente, un pequeño objeto con una tenue púa, a veces un alfiler o una aguja, con plumas de gallo, por lo que se llamaba entre nosotros, gallo de incendio. El sitiador arrojaba estos gallos para que se clavasen en una puerta, en una vigueta, o en la caña amarga de un techo, y como tenían un magüey encendido entre la punta y las plumas, eran al cabo muy eficaces para el objeto. (Algo parecido a lo que los romanos llamaron falárica). «Terminado aquel detalle, el General Zamora siguió ocupándose en como se cubría inmediatamente un gran claro que flanqueaba ambas guerrillas, muy fácil y seguramente; y parado en la abertura de una puerta sin hojas, cuya pared limitaba el patio de la casa, dejando ver tanto el ataque de las guerrillas dichas, como el franqueo mencionado, Zamora sostenía un entrecortado monólogo, del cual oí: …»Sí…. allí… dos… muy bien… ahora mismo ……
«Mientras se decía él estas palabras, veía alternativamente hacia las guerrillas que peleaban y hacia el flanco descubierto. Como en uno de estos movimientos, tocó con su hombro el mío, yo di un paso lateral a la derecha, para no estorbarle, y… diciendo «Ca…» cayó sin acabar de articular la palabra, doblando las rodillas y descendiendo su cuerpo de espaldas en mis brazos. «Como, al sujetarle, vi que una bala le había entrado por el ojo derecho y sentía el torrente de sangre ardiente que le salía por el occipucio, bañándome el brazo izquierdo con que lo sujetaba, comprendí al instante, que era ya cadáver el héroe de Tacasuruma, de Quisiro y El Palito, de San Lorenzo y Santa Inés, El Corozo y Curbatí; alma del, hasta entonces, victorioso Ejército Federal… «Mi sorpresa y mi consternación fueron tales, que perdí la vista durante muchos segundos, de modo que no lo vi, pero si le oí al Comandante Piña, que corrió para ayudarlo, estas palabras:
«¡Nos mataron el hombre!». «Pedile su cobija, que tenía terciada del hombro izquierdo a la cadera derecha, como era costumbre del guerrillero entonces, y entrambos lo envolvimos y lo arrimamos a la pared, evitando que lo viesen las guerrillas del mismo Piña. Recomendé a éste cuidarlo mientras yo regresaba, sin perder un instante, corrí a La Yaguara, para hacer saber tamaña desgracia al General Falcón, que era a quien tocaba tomar las medidas consiguientes a tan inmenso vacío. «El General Falcón se quedó estupefacto… «¡Qué desgracia, Santo Dios!» exclamó… La intensidad de la mirada con que me vio, la expresión nerviosa de su boca, la consternación de toda su noble fisonomía, me impidieron decirle nada más… «No recuerdo si fue él mismo y directamente, quien me ordenó decir al General Trías, que fuera a recorrer y sostener la línea de ataque, o si lo hice con sólo la consulta del General Pachano, cuñado de Falcón, íntimo amigo mío, persona tan serena como inteligente y como discreta. Pero, sea de ello lo que fuere, así lo ejecuté, no sin tener que insinuar al General Trías la inoportunidad de darse a ningún sentimentalismo, muy natural en un grande amigo como lo era él de Ezequiel (así llamaba Trias a Zamora), pero incompatible con el cumplimiento inexorable del deber que las circunstancias le imponían, como 2º jefe del Ejército de Occidente.
«El General Trías montó a caballo a recorrer todos los puntos de la línea con su habitual serenidad, y yo fui a recoger los despojos del más grande y más glorioso de los soldados de la Federación, en cuyo culto me crié y de quien después aprendí, como todos los oficiales de la Guerra Larga, esa táctica que él inventó a imagen y semejanza de las peculiaridades topográficas de Venezuela, y de la idiosincrasia de nuestros pueblos. «Llamé a Piña, y entre los dos trajimos el cadáver con filial cuidado a la casa de los señores Acuña y lo pusimos en un catre, que encontramos en la pieza que da a uno de los corredores laterales, cubrimos el cadáver, cerramos la puerta, y yo guardé la llave. «Aprovechando las horas del día que quedaban, busqué los útiles e instrumentos del caso y cuatro soldados de Nutrias y Libertad, de aquellos primeros que tomaron las armas en tiempo de Espinosa, y escogí, por último, el patio de la casa que me pareció preferible, porque los habitantes de ésta habían emigrado, y además se encontraba fuera del tráfico de las líneas de ataque. El patio tenía afortunadamente tres árboles que afectaban un triángulo isósceles, y podían servir, en todo evento, de señales el día que de allí hubieran de sacarse los restos del Valiente Ciudadano. «Como a la una de la madrugada abrimos la fosa, depositamos el cadáver y lo cubrimos con tierra muy pisada. La sepultura como sus alrededores, los regamos con los despojos de basuras de los corrales inmediatos, Y estuvimos los cuatro soldados y yo, durante una hora, pisando y repasando estas basuras y despojos, para que a la claridad del día, la simple vista no pudiera sorprender el secreto».